– ¿Qué quiere de ella? -preguntó inesperadamente Eugenia mientras Zoya se encontraba todavía en la cocina.
– No estoy seguro -contestó Clayton, mirándola con sinceridad a los ojos-. Jamás había hablado con una chica de su edad. Podría intentar tal vez ser su amigo…, de ustedes dos.
– No juegue con ella, capitán Andrews. Tiene toda la vida por delante y lo que usted haga ahora podría suponer un cambio muy desagradable. Parece que ella le aprecia mucho. Quizá eso ya es suficiente. -Sin embargo, ninguno de ellos lo creía. La condesa sabía mucho mejor que él que, cuando ambos se encariñaran, la vida de Zoya nunca volvería a ser la misma-. Todavía es muy joven.
Clayton asintió en silencio, aprobando la sabiduría de aquellas palabras. Durante la semana anterior había pensado más de una vez que era un insensato al pretender a una muchacha tan joven. ¿Qué ocurriría cuando tuviera que marcharse de París? No sería justo aprovecharse de ella y después plantarla sin más.
– En otras circunstancias y en otra clase de vida, esto no hubiera sido posible.
– Lo sé muy bien, condesa. Pero, por otra parte -dijo Clayton defendiendo su causa-, los tiempos han cambiado, ¿no le parece?
– En efecto.
Justo en aquel momento Zoya entró de nuevo en la estancia y les sirvió otra taza de té. Después mostró a Clayton las fotografías del verano anterior en Livadia con la perra Joy brincando a sus pies, el zarevich sentado a su lado en el yate, Olga, María, Tatiana y Anastasia, la tía Alejandra y el zar. Era casi una lección de historia moderna. Zoya lo miró más de una vez con una alegre sonrisa, recordando detalles y ofreciendo explicaciones mientras él la escuchaba, sabiendo ya la respuesta a las preguntas de Eugenia. Sentía por aquella muchacha algo más que amistad. Aunque fuera poco más que una chiquilla, había en ella algo que le llegaba al alma y le hacía experimentar sentimientos jamás experimentados por nadie. Y sin embargo, ¿qué podía ofrecerle? Tenía cuarenta y cinco años, estaba divorciado y se encontraba en Francia para combatir en una guerra. En aquellos momentos, no podía ofrecerle absolutamente nada, y dudaba que en el futuro pudiera ofrecerle algo. Ella se merecía un hombre más joven, alguien con quien crecer y reírse y compartir recuerdos. Pese a todo, ansiaba estrecharla en sus brazos y prometerle solemnemente que ya nada volvería a hacerla sufrir.
Cuando Zoya guardó las fotografías, Clayton llevó a las dos a dar un paseo en automóvil. Se detuvieron en el parque y Zoya jugó con Sava sobre la hierba. En cierto momento, la perrita se puso a brincar y a ladrar. Zoya corrió riendo y casi chocó con Clayton. Sin pensarlo ni un momento, este la rodeó con sus brazos y la estrechó contra sí mientras ella lo miraba, riendo como la chiquilla de las fotografías. Eugenia parecía preocupada por lo que pudiera ocurrir.
Cuando Clayton las acompañó nuevamente a casa, Eugenia le dio las gracias y aprovechó un momento en que Zoya se apartó para confiarle la perrita a Fiodor.
– Piénselo bien, capitán -dijo la condesa-. Lo que para usted puede ser simplemente un intermedio podría cambiar toda la vida de mi nieta. Sea prudente, se lo ruego… y, por encima de todo, sea bueno.
– ¿Qué le has dicho, abuela? -preguntó Zoya cuando él se marchó.
– Le he dado las gracias por la tarta de manzana y lo he invitado a que nos visite cuando quiera -contestó tranquilamente mientras retiraba las tazas.
– ¿Nada más? Parecía muy serio, como si le hubieras dicho algo muy importante. Y no sonrió cuando me dijo adiós.
– Tal vez piensa en todo eso, pequeña. La verdad es que me parece muy mayor para ti -dijo cautelosamente la condesa.
– Pero a mí no me importa. Es muy amable y simpático.
– Claro.
Eugenia asintió en silencio y ansió que fuera lo bastante simpático como para no volver a visitarlas. Zoya corría mucho peligro a su lado y, si se enamoraba de él, ¿qué ocurriría? Podría ser un desastre.
17
Las plegarias de Eugenia, pidiendo que Clayton Andrews no volviera, no fueron atendidas. Tras pasar una semana alejado de la muchacha, Clayton comprobó que no podía dejar de pensar en ella. Lo obsesionaban sus ojos, su cabello, su manera de reír, su forma de jugar con Sava e incluso las fotografías de la familia del zar que le había mostrado. A través de lo que ella había contado, en lugar de ser una trágica figura histórica, el zar se había convertido en un hombre con una mujer, unos hijos y tres perros. Clayton se compadecía ahora de su suerte y trataba de imaginárselo prisionero en su palacio de Tsarskoe Selo.
Por su parte, Zoya solo podía pensar en Clayton.
Esta vez, el capitán se presentó en casa de Zoya y no en el teatro y, con el permiso de la condesa, la llevó a ver La viuda alegre. A la vuelta, Zoya comentó el espectáculo a su abuela mientras Clayton reía y descorchaba una botella de champán Cristalle, escanciándolo en unas copas de cristal tallado. Procuraba hacerles la vida más cómoda, evitando ofenderlas, y constantemente traía cosas que necesitaban y no tenían, como, por ejemplo, unas mantas de lana que según dijo alguien le había «dado», un juego de copas, un mantel de encaje e incluso una bonita cama para Sava.
Para entonces, Eugenia ya había advertido que Clayton estaba tan enamorado de Zoya como ella de él. Ambos daban largos paseos por el parque y almorzaban en los pequeños cafés mientras Clayton le explicaba a la muchacha la procedencia de los distintos uniformes de los soldados que veían, los zuavos argelinos pertenecientes al ejército francés, los ingleses y los norteamericanos con sus uniformes caqui, los «poilus» franceses con sus chaquetas azul claro, e incluso los cazadores o Chasseurs d’Afrique. Hablaban de todo, desde el baile a los hijos. Zoya comentó que quería tener seis.
– ¿Por qué seis? -preguntó él y rió.
– Pues no lo sé -contestó ella, encogiendo alegremente los hombros-. Me gustan los números pares.
Más tarde, le mostró a Clayton la última carta de María, en la que contaba que Tatiana se había vuelto a poner enferma, aunque no de gravedad, y decía que Nagorny era más cariñoso y fiel que nunca con Alexis. Jamás se apartaba de su lado. «Papá es muy bueno con nosotros. A todos nos hace sentir felices y alegres…» Clayton se emocionó. Sin embargo, cuando salían juntos hablaban de algo más que de la familia del zar. Hablaban de sus aficiones, sus intereses y sus sueños.
Fue un verano mágico y delicioso para Zoya.
Siempre que no actuaba, la joven salía con Clayton, que las obsequiaba constantemente tanto a ella como a su abuela con pequeños regalos y detalles. En septiembre, sin embargo, aquellos inocentes placeres terminaron de golpe. El general Pershing anunció a sus ayudantes que se trasladaba al cuartel general de Chaumont, en el Marne, por lo que Clayton debía abandonar París en cuestión de días. Al mismo tiempo, Diaghilev quería llevar el Ballet Russe a España y Portugal, lo cual significaba que Zoya tendría que enfrentarse con una dolorosa decisión. No podía dejar sola a su abuela y no soportaba la idea de abandonar la compañía.
– Puedes incorporarte a otra compañía de ballet. No es ninguna catástrofe -la animó Clayton.
Pero para ella sí lo era. Ninguna compañía era comparable al Ballet Russe. La peor noticia se recibió dos semanas después del cumpleaños de Alexis. María envió una carta a través del doctor Botkin. El 14 de agosto, toda la familia Romanov fue sacada de su arresto domiciliario en el palacio de Alejandro en Tsarskoe Selo y enviada a Tobolsk, en Siberia. La carta se había escrito la víspera de la partida y Zoya solo supo que se habían ido, pero no dónde estaban. Fue un golpe terrible. Ella esperaba que de un momento a otro fueran a Livadia y allí estuvieran a salvo. De repente, todo había cambiado. El terror la invadió mientras leía la carta. Cuando se la mostró a Clayton antes de su partida, este trató en vano de consolarla.
– Pronto tendrás noticias suyas, estoy seguro. No debes asustarte.
Pero ¿cómo no asustarse?, se preguntó Clayton en su fuero interno. La joven lo había perdido todo en cuestión de pocos meses, había sufrido en carne propia los excesos de la revolución, y sus parientes y amigos se encontraban todavía en peligro sin que nadie pudiera ayudarlos. El gobierno norteamericano había reconocido el gobierno provisional y nadie se atrevía a ofrecer asilo al zar y a su familia. No había forma de arrancarlo de las manos de los revolucionarios. Solo se podía rezar por ellos y esperar que algún día recuperaran la libertad. Era la única esperanza que le quedaba a Zoya. Y lo peor era que Clayton también tenía que irse.
– No está muy lejos. Vendré a París siempre que pueda. Te lo prometo.
Zoya lo miró con tristeza. Su amiga, el Ballet Russe… y la partida de Clayton que la cortejaba desde hacía casi tres meses. Eugenia intuyó para gran alivio suyo que el capitán no había cometido ninguna imprudencia con la joven. Simplemente disfrutaba de su compañía, iba a verla siempre que podía, paseaban e iban al teatro o a cenar al Maxim’s, o a algún pequeño local. Gracias a su afecto y protección, a Zoya le parecía que de nuevo tenía una familia. Ahora lo perdería y tendría que buscar trabajo en una compañía menos importante. Mal que le pesara, Eugenia sabía que ambas dependían de los ingresos de Zoya.
El 10 de septiembre, Zoya encontró trabajo en una compañía de ballet sin precisión ni estilo y sin la rígida disciplina a que estaba acostumbrada en el Ballet Russe. Además, el sueldo era muy inferior, pero por lo menos los tres podrían comer. Las noticias de la guerra no eran buenas y las incursiones aéreas eran muy frecuentes. Al final, Zoya recibió una carta de María. Vivían en la residencia del gobernador en Tobolsk y el profesor Gibbes seguía dándoles clase. «…Papá nos lee historia casi todos los días y nos ha construido una plataforma en el invernadero para que podamos tomar un poco el sol, pero pronto hará demasiado frío para eso. Dicen que aquí los inviernos son interminables…» Olga había cumplido veintidós años y Pierre Gilliard seguía con ellos. «Él y papá cortan leña casi a diario y, mientras están ocupados, nosotras nos libramos de las lecciones. Mamá parece muy fatigada. La salud del niño la preocupa mucho. Se encontró muy mal después del viaje, pero ahora tengo la alegría de poder decirte que ya está mucho mejor. Aquí dormimos las cuatro en una habitación. La casa es muy pequeña, pero agradable. Algo así como el apartamento donde vives con tía Eugenia. Dale muchos recuerdos de mi parte y escríbeme siempre que puedas, queridísima prima. El ballet debe de ser fascinante. Cuando se lo conté a mamá, se escandalizó, pero después añadió riendo que era muy propio de ti irte nada menos que a París e incorporarte a una compañía de ballet. Todos te enviamos nuestro cariño, y yo especialmente…» Esta vez, María firmó la carta con un nombre que no utilizaba desde hacía mucho tiempo, «Otma». Era la clave que se habían inventado en la infancia para las cartas que enviaban las cuatro hermanas, y significaba Olga, Tatiana, María y Anastasia. El pensamiento de Zoya voló hacia ellas.
Sin Clayton, Zoya se sentía muy sola y sin saber qué hacer. Se dedicaba exclusivamente al trabajo y volvía a casa, junto a su abuela, al terminar las funciones. Fue entonces cuando advirtió hasta qué extremo la mimaba Clayton. Con él salía a pasear, forjaba planes y recibía constantes regalos y sorpresas. De pronto, se había quedado sin nada. Le escribía más a menudo que a María en Tobolsk, pero sus respuestas eran siempre breves y apresuradas. Tenía muchas cosas que hacer en Chaumont para el general Pershing.
Octubre fue todavía peor. Fiodor contrajo la gripe española y ambas tuvieron que turnarse cuidándolo durante varias semanas. Al final, el anciano no pudo comer ni beber, perdió la vista y murió mientras ellas lloraban en silencio junto a su lecho. Fue bueno y leal, pero, como un animalillo llevado demasiado lejos de su hogar, no pudo sobrevivir en un mundo distinto. Antes de morir, las miró sonriendo y dijo en voz baja:
– Ahora podré volver a Rusia…
Lo enterraron en un pequeño cementerio de las afueras de Neuilly. Vladimir las llevó en su taxi y Zoya pasó todo el camino llorando por la muerte del fiel servidor. De pronto, todo le pareció sombrío, incluso el tiempo.
Sin Fiodor, nunca tenían suficiente leña y no se atrevían a utilizar su habitación en parte por respeto y en parte para ahorrar. El dolor de sus pérdidas parecía interminable. Clayton llevaba casi dos meses sin visitar París. Una noche en que Zoya regresó tarde del trabajo a casa se llevó un susto de muerte cuando abrió la puerta y en la salita vio a un hombre en mangas de camisa. Por un instante, le dio un vuelco el corazón, pensando que era un médico.
"Zoya" отзывы
Отзывы читателей о книге "Zoya". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Zoya" друзьям в соцсетях.