– ¿Ocurre algo?

Él la miró asombrado y se quedó boquiabierto ante su belleza.

– Perdón, mademoiselle…, yo… Su abuela…

– ¿Le pasa algo?

– No, por Dios. Creo que está en su habitación.

– ¿Y usted quién es?

Zoya no acertaba a comprender qué hacía en su casa aquel hombre en mangas de camisa.

– ¿No se lo ha dicho ella? Vivo aquí. Me he mudado esta mañana.

Era un joven pálido y delgado de unos treinta y tantos años, tullido de una pierna y con el cabello ralo. Se dirigió a la habitación de Fiodor renqueando visiblemente y cerró la puerta. Zoya corrió a su dormitorio enfurecida.

– Pero ¿qué has hecho? ¡No puedo creerlo! -Miró a su abuela, sentada en la única silla de la habitación, y observó que para mayor comodidad Eugenia había trasladado algunas cosas al dormitorio-. ¿Quién es ese hombre? -preguntó mientras la condesa levantaba los ojos de su labor de punto.

– He aceptado un huésped. No teníamos más remedio. El joyero no me ofreció casi nada por las perlas y nos quedan muy pocas cosas por vender. Tarde o temprano, hubiéramos tenido que hacerlo -añadió con serena resignación.

– Por lo menos hubieras podido consultarme o avisarme. No soy una niña y también vivo aquí. ¡Ese hombre es un completo desconocido! ¿Y si nos mata mientras dormimos o roba las últimas joyas que te quedan? ¿Y si se emborracha… o trae a casa mujeres de mala vida?

– Entonces le diremos que se vaya, pero cálmate, Zoya, parece simpático y muy tímido. El año pasado lo hirieron en Verdún, y es profesor.

– Me importa un bledo lo que sea. El apartamento es demasiado pequeño para acoger un huésped y yo gano lo suficiente con el baile ¿A qué viene todo esto? -Zoya tuvo la sensación de haberse quedado sin casa y rompió a llorar de rabia. Para ella representaba el golpe final. En cambio, a Eugenia le parecía la única salida, aunque prefirió no decírselo de antemano a Zoya porque temía su reacción-. ¡Me parece increíble que hayas hecho una cosa así!

– No teníamos más remedio, pequeña. Puede que más adelante podamos permitirnos otra cosa. Ahora, de momento, no.

– Ni siquiera podré prepararme una taza de té en camisón -dijo Zoya, lagrimeando de dolor e indignación.

– Piensa en tus primas y en la vida que deben llevar en Tobolsk. ¿No puedes ser tan valiente como ellas?

Inmediatamente Zoya se sintió culpable y su cólera se disipó poco a poco mientras se sentaba en la silla desocupada por su abuela para acercarse a la ventana.

– Perdóname, abuela, es que… he tenido un sobresalto. -Y con sonrisa casi traviesa, añadió-: Creo que lo he asustado. Proferí tales gritos que corrió a encerrarse en su habitación.

– Es un joven muy amable. Mañana debes disculparte.

Zoya no contestó y pensó en su apurada situación. Todo le salía al revés. Hasta Clayton parecía haberla abandonado. Le prometió volver a París en cuanto pudiera, pero, de momento, no había esperanzas.

Al día siguiente, Zoya le escribió una carta en la que no se atrevió a mencionar al huésped. Se llamaba Antoine Vallet y al verla por la mañana la miró aterrorizado. Se deshizo en disculpas, derribó una lámpara, estuvo a punto de romper un jarrón y mientras estaba en la cocina tropezó en su afán de no molestarla. Zoya observó que tenía una mirada muy triste y casi lo compadeció, aunque no del todo. Había invadido el último baluarte que les quedaba y ella no estaba dispuesta a compartirlo con nadie.

– Buenos días, mademoiselle. ¿Le apetece un café?

En la cocina se aspiraba un agradable aroma.

– Yo bebo té, gracias -contestó Zoya en tono desabrido.

– Disculpe.

El joven la miró asustado y abandonó la cocina todo lo rápido que pudo. Poco después salió a dar sus clases. Cuando Zoya regresó del ensayo aquella tarde, el joven ya estaba sentado junto al escritorio de la salita, corrigiendo ejercicios. Zoya fue a su dormitorio y empezó a pasear arriba y abajo mientras miraba enfurecida a su abuela.

– Eso significa que ya no podré volver a utilizar el escritorio.

Quería escribirle una carta a Clayton.

– Estoy segura de que no pasará allí toda la noche, Zoya.

Pero hasta la condesa parecía confinada en su dormitorio. No podía estar sola en ningún sitio ni pensar en sus cosas. De repente, a Zoya le pareció insoportable la situación y lamentó no haberse ido a Portugal con el Ballet Russe. Al ver las lágrimas de Eugenia, sintió que una cuchillada de remordimiento le traspasaba el corazón y cayó de rodillas, rodeándola con sus brazos.

– Perdóname, no sé lo que me pasa…, estoy cansada y nerviosa.

Sin embargo, Eugenia sabía muy bien lo que le pasaba. Era Clayton. Tal como era de prever, el capitán se fue a combatir en la guerra y Zoya tuvo que volver a su vida habitual. Por fortuna era un hombre honrado y no había ocurrido nada irreparable. La condesa no le preguntó a su nieta si tenía noticias suyas. Casi deseaba que no volviera a escribir.

Zoya fue a la cocina a preparar la cena y, al ver que el joven profesor levantaba repetidamente la cabeza y aspiraba los agradables aromas, se compadeció y lo invitó a cenar.

– ¿Qué enseña usted? -le preguntó sin que en realidad le importara lo más mínimo.

Vio que le temblaban las manos y que parecía constantemente nervioso y asustado. Las heridas de guerra le habían dejado algo más que una cojera.

– Historia, mademoiselle. Tengo entendido que usted trabaja en un ballet.

– Pues sí -contestó ella, lacónicamente.

No estaba satisfecha de la compañía y echaba de menos el Ballet Russe.

– A mí me gusta mucho el ballet. Tal vez algún día pueda ir a verla.

Esperaba que la muchacha asintiera encantada, pero Zoya no lo hizo.

– La habitación me agrada -añadió el joven, sin dirigirse a nadie en particular.

– Es un placer tenerlo en nuestra casa -contestó Eugenia y sonrió afablemente.

– La cena está exquisita.

– Gracias -dijo Zoya sin levantar los ojos.

El huésped hablaba mediante una serie de frases inconexas que contribuían a exasperarla aún más. Más tarde, trató de ayudarla en la cocina e intentó encender la chimenea, irritándola una vez más por malgastar la poca leña que quedaba. Sin embargo, puesto que ya la había encendido, Zoya se acercó a calentarse las manos. En el pequeño apartamento hacía mucho frío.

– En cierta ocasión visité San Petersburgo -dijo el joven desde el escritorio sin atreverse casi a mirarla. Su belleza y su vehemencia lo intimidaban-. Era una ciudad preciosa.

Zoya asintió y se volvió de espaldas, contemplando el fuego con lágrimas en los ojos mientras él la miraba con silencioso anhelo. Había estado casado antes de la guerra, pero su mujer se fue con su mejor amigo y su único hijo murió de pulmonía. Él también tenía sus penas, pero Zoya no mostraba el menor interés por conocerlas. Para ella, no era más que un hombre que había superado graves peligros, perdiendo casi la vida en el empeño, lo cual, lejos de fortalecerlo, había quebrantado su espíritu. Se volvió a mirarlo despacio y se preguntó por qué razón su abuela lo habría aceptado en casa. No quería pensar que su situación fuera tan desesperada, pero intuía que debía de serlo, de lo contrario, Eugenia no hubiera tomado aquella determinación.

– Qué frío hace aquí.

Era una simple constatación, pero bastó para que él se levantara inmediatamente y pusiera otro tronco en la chimenea.

– Mañana iré por un poco más de leña, mademoiselle. Nos vendrá bien. ¿Le apetece otra taza de té? Si quiere, se la preparo.

– No, gracias.

Zoya se preguntó qué edad tendría. Aparentaba treinta y tantos, pero, en realidad, tenía solo treinta y uno. La vida había sido muy dura con él.

– ¿Acaso ocupo su antigua habitación? -preguntó tímidamente el joven.

Eso hubiera explicado su visible irritación ante él. Pero Zoya sacudió apenas la cabeza y suspiró profundamente.

– Uno de nuestros criados nos acompañó desde Rusia. Murió en octubre.

– Lo siento -dijo el joven, asintiendo con la cabeza-. Han sido tiempos muy duros para todos. ¿Desde cuándo están ustedes en París?

– Desde el pasado abril. Nos fuimos inmediatamente después de estallar la revolución.

– He conocido a varios rusos aquí últimamente -dijo él-. Son gente buena y valiente. -Hubiera querido añadir «usted también lo es», pero no se atrevió. Tenía demasiado ardor en los ojos y su melena pelirroja brillaba como un fuego sagrado-. ¿Quiere usted que haga algo ya que estoy aquí? Tendría mucho gusto en ayudarla en todo lo que pudiera. Puedo hacer recados para su abuela, si quiere. También me gusta cocinar. Podríamos turnarnos en preparar la cena.

Zoya asintió con expresión resignada. Quizá no fuera tan desagradable como ella pensaba. Pero el joven estaba en su casa y ella no quería. Al poco rato, el huésped recogió sus papeles y regresó a su habitación, cerrando la puerta a su espalda. Zoya se quedó sola en la salita, pensando en Clayton a la vera del fuego.

18

A medida que avanzaba el invierno y el tiempo empeoraba, la gente parecía cada vez más pobre y más hambrienta. La gran afluencia de refugiados en París hizo que los joyeros pagaran precios cada vez más bajos. Eugenia vendió sus últimos pendientes el 1 de diciembre y le pagaron una miseria. Ahora solo tenían el sueldo de Zoya, que apenas les alcanzaba para comer y pagar el alquiler del apartamento. El príncipe Markovsky también tenía sus problemas. El coche se le averiaba a cada momento y él estaba cada vez más delgado y famélico. A pesar de todo, esperaba tiempos mejores y mantenía informadas a sus amigas sobre los refugiados que iban llegando.

En medio de aquella pobreza, del frío glacial y la falta de alimentos, Eugenia agradecía la presencia de su huésped, cuyo mísero salario apenas le permitía pagar la habitación. Sin embargo, el joven siempre trataba de llevar algo a casa, como, por ejemplo, media barra de pan, un tronco para la estufa o algunos libros para que Eugenia se entretuviera. Encontró incluso algunos en ruso, vendidos probablemente por unos pobres refugiados para comprar una barra de pan duro. Era muy atento y considerado, y siempre procuraba obsequiar algo a Zoya. Una vez la oyó comentar que le encantaba el chocolate y consiguió comprarle una pequeña tableta.

Con el paso de las semanas, la muchacha se ablandó y agradeció sus regalos, pero, sobre todo, le agradeció su amabilidad para con la condesa, que padecía reumatismo en las rodillas y tenía dificultades para subir y bajar la escalera. Una tarde, Zoya regresó de los ensayos a casa y sorprendió a Antoine llevando a su abuela en brazos por la escalera, lo cual debía de ser un tremendo esfuerzo dada la lesión de su pierna. Siempre estaba dispuesto a ayudar y Eugenia le tenía mucho aprecio. La condesa había observado, además, que se había enamorado de Zoya. Se lo comentó más de una vez a la muchacha, pero ella insistió en que no había reparado en ello.

– No sé cómo no percibes que le gustas, pequeña.

Sin embargo, lo que más preocupaba a Zoya era la persistente tos de su abuela. La condesa llevaba varias semanas resfriada y Zoya temía que hubiera contraído la gripe española que mató a Fiodor o la temida tuberculosis que tantas víctimas se cobraba en París. Su propia salud tampoco era tan buena como antes. La escasez de comida y el duro esfuerzo de su trabajo la habían dejado en los puros huesos y su rostro infantil parecía de repente mucho más viejo.

– ¿Cómo está su abuela? -preguntó Antoine una noche en que ambos estaban preparando la cena en la cocina, tal como solían hacer habitualmente. Ya no se turnaban cuando ella tenía noches libres, sino que cocinaban juntos y, cuando Zoya trabajaba, el joven preparaba la cena para Eugenia y muchas veces incluso compraba la comida antes de volver a casa, pagándola de su propio bolsillo con el poco dinero que obtenía de las clases-. Esta tarde la he visto muy pálida.

Antoine miró a Zoya preocupado mientras ella cortaba dos zanahorias a repartir entre los tres. Estaba harta de los estofados que comían casi todas las noches porque eran el mejor medio de disimular la baja calidad de la carne y la casi total ausencia de verduras.

– Me preocupa su tos, Antoine. La veo peor, ¿usted no? -El joven asintió en silencio y añadió dos trocitos de carne a la cazuela en la que Zoya hervía las zanahorias en un aguado caldo. Aquella noche ni siquiera había pan. Por fortuna ninguno de ellos tenía demasiado apetito-. Creo que mañana la llevaré al médico.

Era un lujo que a duras penas podían permitirse porque ya no les quedaba nada por vender, solo la última pitillera de su padre y tres estuches de plata de su hermano que Eugenia había prometido conservar.

– Conozco a uno en la rue Godot de Mauroy; si quiere, le doy el nombre. Es barato.