El viaje casi no mereció la pena, pero no tenía más remedio. La condesa desenvolvió cuidadosamente el paquete y mostró la pitillera de oro de Konstantin y tres estuches de recuerdo de Nicolai con reproducciones en esmalte de sus insignias militares, lemas divertidos y los nombres de sus amigos. Una de ellas tenía como adorno una ranita y otra una hilera de elefantes en esmalte blanco. Representaban todas las cosas apreciadas o significativas para él. La condesa le había prometido a Zoya y también a sí misma no venderlas jamás.

El joyero las reconoció inmediatamente como piezas de Fabergé, pero ya había comprado por lo menos una docena del mismo estilo.

– No le puedo ofrecer mucho -dijo en tono de disculpa. La suma era tan ridícula que a Eugenia los ojos se le llenaron de lágrimas. Siempre confió en poder conservarlas, pero tenían que comer-. Lo siento, madame.

La condesa inclinó la cabeza con silenciosa dignidad y aceptó la cantidad que le ofrecían. No les duraría ni una semana, siempre y cuando no se extralimitaran.

El príncipe Vladimir observó que la anciana estaba muy pálida al salir del establecimiento, pero, como siempre, no hizo ninguna pregunta indiscreta y la acompañó a casa tras detenerse a comprar una barra de pan y un pollo escuchimizado. Zoya los esperaba en el apartamento cuando volvieron. Parecía un poco apagada, pero estaba muy guapa.

– ¿Dónde estuviste? -preguntó, y ayudó a su abuela a sentarse mientras Vladimir bajaba por un poco de leña.

– Vladimir me llevó a dar un paseo.

Sin embargo, la joven sospechaba que había algo más.

– ¿Solo eso?

La condesa iba a contestar que sí, pero se le llenaron los ojos de lágrimas y se sintió vieja y cansada, como si la vida la hubiera traicionado al final. Ni siquiera podía permitirse el lujo de morir. Primero tenía que pensar en Zoya.

– ¿Qué has hecho, abuela? -preguntó Zoya, súbitamente asustada.

– Nada, cariño. Vladimir se ha ofrecido amablemente a acompañarnos a San Alejandro Nevsky esta noche.

Eugenia se sonó la nariz con un pañuelo de encaje.

Era la víspera de la Navidad rusa y Zoya sabía que todos los rusos en París estarían allí, aunque no le parecía prudente que su abuela asistiera a la misa de medianoche. Sería mejor quedarse en casa. De todos modos, a ella no le apetecía ir. Sin embargo, su abuela la miró muy seria y enderezó la espalda, y cuando Vladimir regresó con la leña esbozó una sonrisa.

– ¿Seguro que te sientes con ánimos para eso, abuela?

– Pues claro. – ¿Qué más daba ya?-. Jamás en mi vida he faltado a la misa navideña de medianoche.

Ambas sabían que sería muy doloroso porque el oficio religioso les recordaría inevitablemente a los seres queridos con quienes celebraron la Navidad el año anterior y que ahora ya no estaban. Zoya pasó todo el día pensando en Mashka y los demás que pasarían las Navidades en Tobolsk.

– Volveré a las once -prometió Vladimir al marcharse.

Zoya se pondría su mejor vestido y su abuela ya había lavado y planchado el único cuello de encaje que le quedaba para ponérselo con el vestido negro que Zoya le compró.

Fue una Nochebuena muy triste. La habitación vacía de Antoine pareció mirarlas con mudo reproche. Eugenia se la había ofrecido a Zoya unos días antes, pero la joven no se atrevió a aceptarla. Tras la muerte de Fiodor y la partida de Antoine, no quería aquel dormitorio y prefería dormir con su abuela hasta que encontraran un nuevo huésped.

Zoya asó cuidadosamente el pollo para aquella noche. Sería un lujo no aprovecharlo para hacer sopa, pero era el único detalle extraordinario que podían permitirse mientras trataban de olvidar los esplendores del pasado. En la Nochebuena solían quedarse en casa y después toda la familia asistía a la misa de medianoche. A la mañana siguiente, se trasladaban a Tsarskoe Selo para celebrar la fiesta con Nicolás y sus parientes. Ahora, en cambio, se limitaron a comentar el aspecto del pollo, hablaron de la guerra y mencionaron a Vladimir. Cualquier cosa con tal de evitar sus propios pensamientos. Cuando llamaron suavemente a la puerta, Zoya se levantó para atender y apartó a Sava, que permanecía a la espera de un poco de pollo.

– ¿Sí?

La joven se preguntó si sus plegarias habrían sido escuchadas y sería un nuevo huésped, enviado por Vladimir o alguno de sus amigos. Pero el momento no parecía muy oportuno. Zoya se quedó de una pieza al oír una voz conocida. No podía ser…, pero era. Abrió la puerta de par en par y lo vio con su uniforme de gala, sus charreteras, las relucientes insignias de su gorra y el rostro muy serio, mirándola con sus ojos intensamente azules.

– Feliz Navidad, Zoya -dijo Clayton.

Llevaba cuatro meses sin verla, pero sabía la importancia que aquella fecha tenía para ellas y removió cielo y tierra para poder dejar Chaumont y estar a su lado. Disponía de cuatro días de permiso y quería pasarlos con Zoya.

– Pero…, Dios mío… ¿de verdad eres tú?

– Me parece que sí.

Clayton sonrió y se inclinó para besarle la mejilla. Aunque sus coqueteos del verano anterior jamás habían rebasado aquellos límites, ahora Clayton ansiaba estrecharla en sus brazos. Casi había olvidado lo hermosa que era, pensó, y contempló su grácil y esbelta figura.

Zoya lo hizo pasar y admiró sus anchos hombros y su erguida espalda. Mientras Clayton saludaba a su abuela, la joven observó que llevaba una bolsa de la que extrajo increíbles tesoros. Unos pastelillos recién hechos en el cuartel general, una tableta de chocolate, tres grandes salchichones, una lechuga fresca, unas cuantas manzanas y una botella de vino de la bodega privada del general Pershing. Hacía muchos meses que no veían nada de todo aquello. Zoya lo miró con adoración.

– Felices Navidades, condesa -dijo Clayton-. Las he echado mucho de menos a las dos.

Sin embargo, ni siquiera la mitad de lo que Zoya lo había echado de menos a él.

– Muchas gracias, capitán. ¿Cómo va la guerra? -preguntó Eugenia y miró disimuladamente a su nieta. Lo que vio en sus ojos le alegró el corazón de golpe. Aquel era el hombre que quería Zoya, tanto si ella lo sabía como si no. La cosa estaba clarísima.

La presencia de Clayton, apuesto y viril, en la pequeña salita hizo que todos los objetos de la estancia parecieran miniaturas.

– Por desgracia, aún no ha terminado, pero estamos en ello. Creo que dentro de unos meses tendremos controlada la situación.

Las sobras de la mesa parecían ahora una miseria, pensó Zoya, contemplando con avidez el chocolate. La muchacha rió y le ofreció a su abuela una pastilla y ella se zampó dos como una chiquilla hambrienta. Clayton la miraba sonriendo.

– Deberé tener en cuenta lo mucho que te gusta el chocolate -dijo Clayton y tomó su mano.

– Mmm… ¡Está buenísimo!… Muchas gracias… -Eugenia miró a su nieta y cuando el capitán clavó sus ojos en ella se sintió rejuvenecer. Las dos estaban más delgadas y parecían más cansadas y abatidas que antes, pero Zoya seguía tan guapa como siempre-. Siéntese, por favor, capitán.

La condesa estaba muy elegante, a pesar de su edad, sus penas y sus constantes sacrificios por Zoya.

– Muchas gracias. ¿Las señoras piensan ir a la iglesia esta noche?

Clayton sabía que para ellas era un ritual muy importante. Zoya le había hablado de las procesiones de cirios de Nochebuena y le apetecía acompañarlas. Zoya asintió enérgicamente con la cabeza y miró inquisitivamente a su abuela.

– ¿Le importaría acompañarnos, caballero? -lo invitó Eugenia.

– Me encantará.

Clayton descorchó la botella de vino y Zoya sacó las copas que él les había regalado el verano anterior, observándolo escanciar en silencio. Verlo allí de uniforme era algo así como un sueño, pensó Zoya, y recordó súbitamente lo que le había dicho a Antoine. No podría casarse con un hombre al que no amara. Sabía que amaba a aquel hombre. Se hubiera casado con él aunque le doblara la edad, sin importarle dónde hubiera estado ni lo que pudiera ocurrirles. Sin embargo, le parecía una locura. Había pasado dos meses sin tener noticias suyas. No sabía lo que sentía por ella ni si la apreciaba. Solo sabía que era generoso y amable y que había vuelto a su vida en Nochebuena. Era lo único que sabía. Sin embargo, Eugenia comprendió en su mirada que había mucho más de lo que el propio Clayton sabía.

Vladimir llegó poco después de las once. Prometió acompañarlas a la iglesia y se llevó una sorpresa con Clayton. La condesa los presentó y Vladimir estudió el rostro del capitán, preguntándose quién era y qué estaría haciendo allí. La luz de los ojos de Zoya le dio la respuesta. Era como si la joven hubiera superado todas las penalidades anteriores solo para vivir aquel momento.

Clayton la siguió a la cocina mientras la condesa le ofrecía un vaso de vino al príncipe y, una vez allí, la tomó del brazo y la atrajo lentamente, besándole el sedoso cabello al tiempo que la abrazaba.

– Te eché muchísimo de menos, pequeña… Hubiera querido escribirte, pero no pude. Ahora todo es alto secreto. Es un milagro que me hayan permitido venir. -Clayton intervenía directamente en todos los planes de Pershing sobre las Fuerzas Expedicionarias norteamericanas. Después se apartó de ella y le preguntó, mirándola amorosamente-: ¿Me has echado de menos?

Zoya lo miró con lágrimas en los ojos. Habían vivido momentos muy difíciles en medio de la pobreza, la escasez de comida, el frío del invierno, la guerra. Fue una terrible pesadilla que él acababa de disipar de golpe con los pasteles, el vino y sus poderosos brazos rodeándola con fuerza.

– Te he echado mucho de menos -contestó Zoya en un susurro sin atreverse a mirarlo por temor a que él pudiera ver demasiado en sus ojos. Sin embargo, con él se sentía a salvo. Oyó una discreta tos en la puerta de la cocina y, al volverse, vio al príncipe Vladimir, observándolos con silenciosa envidia.

– Pronto tendremos que irnos a la iglesia, Zoya Nikolaevna -dijo el príncipe en ruso, y por un instante clavó los ojos en los de Clayton-. ¿Vendrá con nosotros, señor? Las señoras asistirán a un oficio religioso a medianoche.

– Me gustaría mucho. -Clayton miró a Zoya-. ¿Crees que a tu abuela le importará?

– Por supuesto que no -contestó Zoya, hablando en nombre de las dos, pero, sobre todo, en el suyo propio.

Se preguntó dónde se alojaría Clayton y estuvo tentada de ofrecerle la habitación de Antoine. Sin embargo, adivinó que su abuela no lo consideraría correcto, aunque nada de aquello tenía ahora importancia. ¿Qué significaba la corrección cuando no había comida ni dinero ni calor y el mundo en el que una vivía se había derrumbado? ¿Quién podía decir qué era o qué no era correcto? Mientras Clayton tomaba su mano para acompañarla a la salita, Zoya pensó que todo era una estupidez. Sava los siguió, esperando alguna sobra. Zoya se agachó y le dio un pastelillo.

La condesa fue por el sombrero y el abrigo, y Zoya descolgó su raído abrigo de la percha del recibidor. Ambos hombres esperaban, hablando de la guerra, el tiempo y las perspectivas de paz en los próximos meses. Vladimir miró al capitán con ojos críticos, pero, muy a su pesar, no pudo encontrarle ningún defecto. El americano era demasiado mayor para Zoya, claro, y Eugenia cometería una imprudencia si permitiera que ocurriera algo entre ellos.

Cuando terminara la guerra, el capitán regresaría a Nueva York y se olvidaría de la bonita muchacha con quien jugueteó en París. Sin embargo, Vladimir no le podía reprochar que la quisiera. Él todavía la deseaba, aunque llevaba un mes cortejando a una amiga de su hija. Era una simpática rusa de buena familia que había llegado a París la pasada primavera y se ganaba la vida míseramente como costurera. Pensaba reunirse con ella y su hija en la iglesia.

Clayton ayudó a la anciana condesa a bajar la escalera mientras Zoya lo miraba. Vladimir se adelantó hacia el taxi. Durante el recorrido por las silenciosas calles, Clayton miró a Zoya y pensó que la muchacha necesitaba un poco de distracción y de comida. También le hacía falta un abrigo nuevo: el que llevaba estaba tan gastado que apenas la protegía del gélido viento que soplaba frente a la iglesia de San Alejandro Nevsky.

Era un precioso templo antiguo, ya casi completamente lleno de gente cuando entraron. Oyeron la música del órgano y un suave murmullo de voces alrededor. El dulce perfume del incienso, los conocidos rostros que la rodeaban y los comentarios en ruso hicieron brotar lágrimas en los ojos de Zoya. Era casi como estar en casa, cuando sus rostros resplandecían de alegría y todos sostenían un alto cirio en la mano. Vladimir le entregó uno a Clayton y otro a Eugenia. Zoya recibió el suyo de un niño que la miró con una sonrisa tímida y le deseó feliz Navidad. En aquellos momentos Zoya recordó otras Navidades y otros tiempos… Mashka, Olga, Tatiana y Anastasia, tía Alejandra y tío Nicolás, y también el pequeño Alexis. Cada año asistían juntos a los oficios religiosos de Pascua, muy parecidos a los de Navidad. Clayton tomó su mano y se la apretó con fuerza, como si leyera su mente y adivinara sus sentimientos. Después, la rodeó con sus brazos mientras entonaban el primer himno y se emocionó ante la belleza de las profundas voces rusas. Las lágrimas rodaban por las mejillas de muchos hombres, y las mujeres lloraban recordando la vida llevada en un lugar que siempre recordarían con nostalgia. Los perfumes, los sonidos y las sensaciones eran tan familiares que Zoya apenas podía resistirlo. Cerró los ojos y recordó a Nicolai y a su madre y su padre. Era como si hubiera regresado a la infancia, pensó, de pie al lado de Clayton mientras trataba de imaginar que todavía se encontraba en Rusia.