Una vez finalizada la ceremonia, muchos conocidos se acercaron a saludarlas. Los hombres se inclinaron en reverencia y besaron la mano de Eugenia, los que antaño fueran criados hincaron brevemente la rodilla ante ella y todos lloraron y se abrazaron. Clayton observaba conmovido la escena. Zoya lo presentó a todos sus conocidos. Muchos rostros le parecían familiares, pero no los conocía a todos. Sin embargo, ellos sí las conocían. Estaban presentes el gran duque Cirilo y otros primos de los Romanov, todos vestidos con ropa vieja y calzados con zapatos gastados, sin apenas disimular en sus expresiones las angustias que padecían. Fue una situación dolorosa y al mismo tiempo consoladora, como un breve regreso a un pasado que todos querían recuperar y pasarían la vida evocando.
De pie al lado de Vladimir, Eugenia parecía muy cansada. Permaneció orgullosamente erguida y saludó a todos los que se acercaron. Hubo un terrible momento en que el gran duque Cirilo se acercó a ella y rompió a sollozar como un niño. Sin poder hablar a causa de la emoción, Eugenia le tocó en silenciosa bendición. Entonces Zoya la tomó del brazo y, mirando a Vladimir, la acompañó al taxi. Fue una noche muy triste, pero todos se alegraron de haber estado allí. La condesa se reclinó en el asiento y suspiró de cansancio.
– Ha sido una ceremonia muy hermosa -dijo Clayton, tras haber percibido toda la fuerza del amor, el orgullo, la fe y el dolor de aquellas gentes. Era como si todos hubieran rezado silenciosamente al unísono por el zar, la zarina y sus hijos. Se preguntó si Zoya habría vuelto a tener noticias de María, pero no quiso interrogarla delante de Eugenia. Hubiera sido demasiado doloroso-. Gracias por permitirme acompañarlas.
Clayton subió con ellas al apartamento y Vladimir escanció el vino que quedaba en la botella. Al ver la triste mirada de Eugenia, Clayton lamentó no haberles traído coñac. Atizó el fuego y acarició con aire distraído a Sava mientras Zoya tomaba otro pastelillo.
– Tendrías que irte a la cama, abuela.
– Lo haré enseguida. -La condesa quería quedarse un momento con ellos para evocar el pasado-. Feliz Navidad, hijos. -Bebió un sorbo de vino, los miró con ternura y se levantó muy despacio-. Ahora os dejo. Estoy muy cansada.
Zoya la acompañó al dormitorio y Clayton observó que apenas podía andar. La muchacha regresó a los pocos minutos y, al cabo de un rato, Vladimir miró con envidia a Clayton por la atención que le prodigaba Zoya, y se retiró.
– Feliz Navidad, Zoya -dijo, todavía emocionado por la ceremonia de medianoche.
– Feliz Navidad, príncipe Vladimir.
El príncipe la besó en las mejillas y bajó corriendo hasta el taxi. Su hija y su amiga lo esperaban en casa. Zoya cerró la puerta y regresó junto a Clayton. Todo tenía un sabor agridulce, lo viejo y lo nuevo, lo feliz y lo triste, los recuerdos y la realidad, Konstantin, Nicolai, Vladimir, Fiodor, Antoine… y ahora Clayton. Mientras lo miraba, Zoya los recordó a todos. Bajo el resplandor del fuego de la chimenea, su cabello brillaba como el oro. Clayton se le acercó, tomó sus manos en las suyas y, sin mediar palabra, la estrechó entre sus brazos y la besó.
– Feliz Navidad -le dijo en ruso, tal como lo había oído repetir una y otra vez en la iglesia de San Alejandro Nevsky.
Ella le devolvió la felicitación y, durante un prolongado instante, Clayton la retuvo en sus brazos y le acarició el cabello mientras el fuego chisporroteaba en la chimenea y Sava dormía a sus pies.
– Te quiero, Zoya…
No había querido decírselo hasta estar seguro, pese a que ya lo estaba cuando se fue en septiembre.
– Yo también te quiero. -Zoya pronunció en un susurro las palabras que a él le resultaban tan fáciles-. Oh, Clayton, no sabes cuánto te quiero…
Pero ¿qué ocurriría después? Había una guerra y, más tarde, él tendría que dejar París y volver a Nueva York. Sin embargo, en aquellos momentos Zoya no quería ni podía pensarlo.
Clayton la condujo al sofá y ambos se sentaron tomados de la mano, como dos chiquillos felices.
– He estado muy preocupado por ti. Ojalá hubiera podido quedarme en París todos estos meses.
Ahora solo tenían cuatro días, una minúscula isla de momentos en un mar proceloso que podía engullirlos en un instante.
– Sabía que volverías -dijo Zoya sonriendo-. Por lo menos, lo esperaba.
Se alegraba de no haber cedido a los deseos de su abuela. De haber seguido los consejos de la condesa, Clayton la hubiera encontrado casada con Antoine o tal vez con Vladimir.
– Intenté olvidarte, ¿sabes? -Clayton suspiró y estiró sus largas piernas sobre la raída alfombra color púrpura. Todo en el apartamento era viejo, gastado y deslustrado, menos la preciosa muchacha que tenía a su lado, con sus grandes ojos verdes, melena pelirroja y perfectas facciones de camafeo, un rostro con el que había soñado durante muchos meses a pesar de las justificaciones que él mismo se daba para olvidarlo-. Soy demasiado mayor para ti, Zoya. Necesitas a alguien más joven que descubra la vida contigo y te haga feliz.
Pero ¿quién podía ser? ¿El hijo de algún príncipe ruso, un muchacho con tan pocos recursos como ella? Lo que la muchacha necesitaba de verdad era a alguien que cuidara de ella, y él estaba dispuesto a hacerlo.
– Tú me haces feliz, Clayton. Más feliz de lo que he sido jamás…, por lo menos desde hace mucho, mucho tiempo. -Zoya sonrió con ingenuidad, pero inmediatamente se puso muy seria-. No quiero a nadie más joven. No me importa la edad que tengas. Lo importante es lo que ambos sentimos. No me importaría que fueras rico o pobre, que tuvieras cien o diez años. Cuando se ama a una persona, ninguna de estas cosas importa.
– A veces sí, pequeña. -Clayton tenía más experiencia y lo sabía-. Son tiempos muy extraños, tú lo has perdido todo y te encuentras atrapada aquí en medio de una guerra y en un país desconocido. Ambos somos extranjeros, pero más tarde, cuando mejore la situación, podrías mirarme y preguntarte qué estás haciendo conmigo. -Clayton sonrió y temió que sus predicciones se cumplieran-. La guerra provoca unos efectos muy extraños.
Clayton había sido testigo de ello muchas veces.
– Para mí, esta guerra no tendrá fin. Nunca podré volver a casa. Algunos piensan que algún día podrán regresar…, pero ahora ha estallado otra revolución. Todo será distinto. Estamos aquí. Esta es nuestra nueva vida, es la realidad… -De repente, Zoya miró a Clayton como si ya no fuera una chiquilla a pesar de sus pocos años-. Solo sé que te quiero.
– Me haces sentir inmensamente joven, mi pequeña Zoya. -Clayton la abrazó, y ella sintió otra vez el calor y la fuerza que antaño sintiera cuando la abrazaba su padre-. Me haces muy feliz.
Esta vez, fue ella quien lo besó. De repente, Clayton la estrechó en sus brazos y tuvo que luchar contra su propia pasión. Llevaba demasiado tiempo soñando y sufriendo por ella, y ahora apenas podía reprimir sus sentimientos y su deseo. Se levantó, se acercó a la ventana para contemplar el jardín y después regresó despacio junto a ella, preguntándose qué caminos seguirían sus vidas a partir de aquel momento. Había regresado a París solo para verla y ahora temía lo que pudiera ocurrir. Solo Zoya parecía segura y tranquila, como si tuviera la absoluta certeza de que hacía lo más conveniente.
– No quiero hacer nada de lo que después puedas arrepentirte, pequeña -dijo Clayton-. ¿Bailas esta semana? -Ella negó con la cabeza-. Entonces dispondremos de tiempo antes de que yo regrese a Chaumont. Ahora será mejor que me vaya.
Eran las tres de la madrugada, pero Zoya no se sentía cansada cuando lo acompañó a la puerta, seguida de Sava.
– ¿Dónde te hospedas?
– El general ha tenido la amabilidad de cederme la casa de Ogden Mill. -Allí, en aquel precioso hôtel particulier de la rue de Varenne, en la orilla izquierda del Sena, ambos se habían conocido y salido al jardín la noche de la recepción en honor del Ballet Russe-. ¿Puedo venir a recogerte mañana?
– Me encantará -contestó Zoya muy contenta.
– Vendré a las diez.
Clayton la besó de nuevo ya en la puerta, sin saber hacia dónde iban, pero completamente consciente de que no podrían volver atrás.
– Buenas noches, capitán -dijo Zoya en tono burlón y lo miró con los ojos más brillantes que nunca-. Buenas noches, amor mío -añadió en voz baja mientras él bajaba a toda prisa la escalera con unos pies que parecían volar. Clayton sonrió para sus adentros, pensando que nunca en su vida había sido tan feliz.
21
– Anoche debiste de acostarte muy tarde -dijo la condesa a la hora del desayuno.
Zoya mondó unas manzanas y preparó tostadas con el pan que les regaló Clayton la noche anterior.
– No mucho -contestó Zoya, y apartó la mirada mientras tomaba un sorbo de té y se metía subrepticiamente en la boca una pastilla de chocolate.
– Todavía eres una niña, pequeña.
Eugenia lo dijo casi con tristeza mientras la miraba. Ya sabía lo que iba a ocurrir y temía por ella; Clayton era bueno, pero no le convenía demasiado. Vladimir se lo había comentado la víspera y la condesa estaba de acuerdo con él, pero sabía que no podría detener a Zoya. Confiaba en que el capitán fuera más prudente, pero no le parecía probable, sabiendo que se había desplazado desde Chaumont a París solo para verla. No le cabía ninguna duda de que estaba locamente enamorado de Zoya.
– Tengo dieciocho años, abuela.
– ¿Y eso qué significa? -preguntó Eugenia y la miró tristemente.
– Significa que no soy tan tonta como crees.
– Eres lo bastante tonta como para enamorarte de un hombre que podría ser tu padre. Un hombre que se encuentra en un país extranjero con un ejército en guerra, un hombre que regresará a su casa algún día y te dejará aquí plantada. Debes pensar en eso antes de cometer una tontería.
– No pienso cometer ninguna tontería.
– Más te vale. -Sin embargo, la joven ya estaba enamorada y eso sería suficiente para hacerla sufrir cuando él se fuera. Clayton se iría cuando terminara la guerra, e incluso tal vez antes-. No se casará contigo. Eso tenlo por seguro.
– De todos modos, yo no quiero casarme con él.
No era cierto y ambas lo sabían.
Cuando se presentó en el apartamento poco después del desayuno, Clayton vio una mirada de recelo en la condesa. Esta vez traía flores, tres huevos frescos y una barra de pan.
– Engordaré mientras usted nos visite, capitán -dijo Eugenia y esbozó una amable sonrisa.
Era un hombre encantador, pero ella temía por Zoya.
– No hay peligro, madame. ¿Le apetece dar un paseo con nosotros hasta las Tullerías?
– Me encantaría. -La condesa volvió a sentirse joven de golpe. El capitán parecía llevar consigo la luz y la felicidad dondequiera que fuera, y era tan cariñoso y considerado como Konstantin-. Pero me temo que mis rodillas no estén de acuerdo. Este invierno tengo un poco de reumatismo.
El «poco» a que ella se refería hubiera dejado inválida a cualquier mujer con menos determinación. Solo Zoya adivinaba sus sufrimientos.
– En tal caso, ¿me permite que salga a dar un paseo con Zoya?
Era correcto y educado, y la condesa le tenía gran simpatía.
– Es usted muy amable al preguntármelo, joven. Creo que no habría nada capaz de detener a Zoya.
Ambos se echaron a reír mientras la muchacha iba por sus cosas. La radiante felicidad que reflejaba su rostro eclipsó sus viejas y raídas prendas. Por primera vez en muchos meses, Zoya anheló tener algo bonito que ponerse. Todos sus preciosos vestidos de San Petersburgo habían ardido en el incendio, pero ella aún los recordaba.
La joven se despidió de su abuela con un beso. La condesa los vio alejarse y se alegró por ellos mientras Clayton tomaba de la mano a Zoya. No hubiera podido experimentar ningún otro sentimiento. Ambos parecían iluminar la estancia con su presencia. Cuando se fueron, Zoya charlaba animadamente y Eugenia los oyó bajar a toda prisa la escalera. Clayton tenía uno de los automóviles requisados por el ejército.
– Bueno, pues, ¿adónde te gustaría ir? -preguntó Clayton, sentado al volante-. Estoy enteramente a tu servicio.
Zoya también estaba libre porque no tenía ni ensayos ni funciones. Podría pasar todo el día con Clayton.
– Al Faubourg Saint Honoré. Quiero echar un vistazo a las tiendas. Nunca tengo tiempo de hacerlo y, además, tampoco me serviría de mucho. -Mientras se dirigían al Faubourg Saint Honoré, Zoya comentó lo mucho que a ella y a Mashka les gustaban los vestidos y lo bonitos que eran los de tía Alejandra-. Mi madre también iba siempre muy bien vestida, pero nunca fue una persona feliz. -Aunque pareciera un poco extraño, Zoya deseaba contárselo todo a Clayton, compartir todos sus pensamientos, sueños y recuerdos para que, de ese modo, pudiera conocerla mejor-. Mamá era muy nerviosa y la abuela dice que papá la mimaba demasiado.
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