– Te quiero -le susurró ella antes de que se fuera.

– Solo la mitad de lo que yo a ti -replicó Clayton.

– ¿Cómo puedes saberlo?

– Porque soy más viejo y experto -dijo él en tono de chanza. Zoya cerró la puerta y de nuevo se sintió tan joven y feliz como antaño.

Poco después, la muchacha apagó las luces del apartamento.

22

Clayton regresó a la mañana siguiente impecablemente vestido y con una enorme cesta de comida. Esta vez había dedicado un buen rato a ir de compras.

– ¡Buenos días, señoras!

Eugenia observó preocupada que el capitán estaba de muy buen humor, pero sabía que no debía entrometerse en su vida. Clayton trajo carne y fruta, dos tipos de queso distintos, pastelillos y bombones para Zoya. Nada más entrar, besó a Zoya en la mejilla, le tomó la mano e insistió en que la condesa saliera a dar un paseo con ellos. Recorrieron en automóvil el Bosque de Bolonia, charlando y riendo alegremente. El solo hecho de estar con ellos hizo que Eugenia volviera a sentirse joven.

Aquel día los tres fueron a almorzar a la Closerie des Lilas. Más tarde, Clayton y Zoya acompañaron a la condesa a casa. Eugenia estaba tan cansada que apenas podía subir la escalera, por lo que Clayton tuvo que llevarla casi en brazos mientras ella sonreía agradecida. Se lo pasó tan bien que, durante un buen rato, se olvidó de su pobreza, de la guerra y de sus penas.

Tomaron el té en la salita y después Zoya y Clayton volvieron a salir. Regresaron a la casa de Mills en la rue de Varenne e hicieron el amor apasionadamente durante horas. Más tarde, Clayton se empeñó en llevar a Zoya a cenar al Maxim’s y después la acompañó a casa. Cuando llegaron, Eugenia ya estaba durmiendo en la cama. Ambos amantes caminaron de puntillas en la salita, tomando bombones y hablando en susurros mientras se besaban junto a la chimenea y compartían sus sueños. Zoya lamentó no poderse quedar con Clayton toda la noche. Clayton se retiró más contento que un chiquillo y prometió regresar a la mañana siguiente.

A las once de la mañana, Zoya empezó a preocuparse. No podía llamar a su amante a casa porque no tenían teléfono. A las once y media, Clayton se presentó con un enorme paquete que dejó sobre la mesa de la cocina y le dijo a Zoya que era para su abuela. La anciana condesa se reunió con ellos y mientras desenvolvía el paquete Clayton se apartó. En su interior había un precioso samovar de plata grabada con el blasón de la familia rusa que lo trajo a París y luego se vio obligada a venderlo. Clayton no comprendía cómo pudo conseguirlo, pero, cuando aquella mañana lo vio en una tienda de la orilla izquierda del Sena, sintió deseos de regalárselo a Eugenia.

La condesa lo contempló asombrada y, por un instante, experimentó una punzada de tristeza al recordar lo mucho que ella apreciaba sus tesoros y lo que había sufrido por tener que venderlos. Aún recordaba las pitilleras vendidas antes de Navidad. Ahora contempló el samovar y miró con gratitud al amable benefactor que se lo había traído.

– Capitán, es usted demasiado bueno con nosotras… -dijo con los ojos llenos de lágrimas mientras acercaba su mejilla descolorida a su varonil rostro que tanto le recordaba los de su hijo y su marido-. Es usted muy amable.

– Ojalá pudiera hacer algo más.

Clayton también había comprado un vestido blanco de seda para Zoya, confeccionado por una humilde modista de la orilla izquierda, llamada Gabrielle Chanel, que tenía una pequeña tienda y parecía muy experta. Ella misma le había mostrado el vestido y hecho comentarios muy graciosos en contraste con la tristeza generalizada de los habitantes de París, tan hostigados por la guerra.

– ¿Te gusta?

Zoya corrió a su habitación. Se puso el vestido y salió convertida en una reina. Era un modelo de líneas sencillas, cuya cremosa blancura realzaba el fuego de su cabello. Zoya lamentó no tener unos zapatos a juego ni el collar de perlas que su padre le regaló y que había ardido junto con todo lo demás en el palacio de Fontanka.

– ¡Me encanta, Clayton!

Se lo dejó puesto para el almuerzo y, por la tarde, lo dejó olvidado en el suelo del dormitorio de Clayton.

Clayton tenía que marcharse a las cuatro y media de la tarde del día siguiente. Hicieron el amor por última vez y Zoya lo abrazó como una chiquilla a punto de perecer ahogada. Cuando Clayton la acompañó de nuevo a su apartamento, hasta Eugenia lamentó su partida. Todas las separaciones de su vida habían sido muy dolorosas.

– Cuídese mucho, capitán…, rezaremos por usted todos los días.

Tal como solían hacer por otras personas, la condesa le dio las gracias por su amabilidad. Él se resistía a marcharse, incapaz de separarse de Zoya. No sabía cuándo podría regresar a París.

Discretamente, Eugenia los dejó solos. En la pequeña estancia dominada por el impresionante samovar de plata, Zoya miró a su amante con lágrimas en los ojos. Después se arrojó a sus brazos entre sollozos. Él dijo:

– Te quiero mucho, pequeña… Ten cuidado, te lo suplico. -Solo él sabía los peligros que la acechaban en París. La ciudad podía ser atacada de un momento a otro. Rezó por su seguridad mientras la estrechaba con fuerza en sus brazos-. Volveré en cuanto pueda.

– ¡Júrame que tendrás cuidado! ¡Júramelo! -le ordenó Zoya entre lágrimas, sin poder soportar la idea de perder a quien tanto amaba.

– Prométeme que no te arrepentirás de lo que hemos hecho.

Clayton temía haberla dejado embarazada la primera vez que hicieron el amor. Las otras veces tomó precauciones, pero no la primera. La joven lo pilló tan de sorpresa que no le dio tiempo a reaccionar.

– Nunca me arrepentiré de nada. Te quiero demasiado.

Bajaron la escalera y Zoya lo acompañó hasta el automóvil. Después lo saludó con la mano hasta que lo perdió de vista. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas, temía no volver a verlo nunca más.

23

Contrariamente a lo prometido por él, Zoya no volvió a tener noticias suyas. Las estrategias y maniobras eran alto secreto y los miembros del Estado Mayor se encontraban prácticamente aislados del mundo, junto al Marne, tratando de proteger París.

En marzo se inició la última gran ofensiva alemana, que llegó hasta las afueras de la ciudad. Las granadas estallaban en las calles y Eugenia temía salir.

Los bombardeos decapitaron la estatua de San Lucas en la iglesia de la Madeleine. Por todas partes, la gente tenía hambre, frío y miedo. Diaghilev le ofreció a Zoya la oportunidad de escapar. El 3 de marzo iniciaría una gira por España, pero la muchacha no podía abandonar a Eugenia en París. Decidió quedarse pese al reducido número de funciones previstas. Recorrer las calles de París era demasiado peligroso. Solo por un milagro consiguió sobrevivir a la destrucción de la iglesia de los Santos Gervasio y Protasio, cerca del ayuntamiento, el Viernes Santo. Decidió ir allí en lugar de como siempre a San Alejandro Nevsky, y abandonó el templo momentos antes de que las bombas derrumbaran su tejado matando a setenta y cinco personas e hiriendo a casi cien.

La gente abandonaba París, abarrotando los trenes hacia Lyon y el sur de Francia. Cuando Zoya sugirió a su abuela la posibilidad de marcharse, la condesa se enfureció.

– ¿Cuántas veces crees que podré hacerlo? ¡No, no y no, Zoya! ¡Que me maten aquí! ¡Que se atrevan! ¡Vine huyendo desde Rusia y ya no quiero huir más!

Fue la primera vez que Zoya la vio llorar de rabia. Había transcurrido casi un año desde que abandonaran todo a sus espaldas, huyendo de Rusia. Esta vez no tenían a Fiodor, no les quedaba nada por vender y no sabían adónde ir. Su situación era completamente desesperada.

El gobierno francés se preparaba para huir, en caso necesario. Algunos querían trasladarlo a Burdeos, pero Foch se comprometió a defender París hasta el final, luchando en las calles y desde los tejados. En mayo, la compañía de Zoya canceló todos los ensayos y las funciones. Por aquellas fechas, los aliados estaban perdiendo posiciones en el Marne. Zoya no pensaba más que en Clayton, sabiendo que Pershing estaba allí. No recibía noticias suyas desde su partida de París y temía que lo hubieran matado.

Solo recibió una carta de María que el doctor Botkin consiguió enviarle… La sorprendió saber que el mes anterior los habían trasladado desde Tobolsk a Ekaterinenburg, en los Urales. Adivinó a través de lo que María contaba que la situación era mucho más grave. Ya no les permitían cerrar las puertas de las habitaciones y los soldados los acompañaban incluso al cuarto de baño. Zoya se estremeció al pensar en su amiga de la infancia y lo lamentó por Tatiana, tan tímida y remilgada. No podía soportar que se encontraran en circunstancias tan terribles.

«… No tenemos más remedio que aguantar. Mamá nos hace entonar himnos cuando abajo los soldados cantan sus obscenas canciones. Ahora nos tratan muy mal. Papá dice que debemos procurar no darles ningún motivo de enojo. Por la tarde, nos permiten salir un rato al jardín y el resto del tiempo lo pasamos leyendo o bordando…»

Zoya derramó lágrimas de amargura cuando leyó el siguiente párrafo.

«… ya sabes lo poco que me gusta coser, queridísima Zoya. Me he dedicado a escribir poesía para pasar el rato. Ya te lo enseñaré cuando volvamos a reunirnos. Casi me parece increíble que ambas ya tengamos diecinueve años. Antes me parecía que diecinueve años eran muchos, pero ahora me parecen muy pocos para morir. Solo a ti puedo contarte estas cosas, mi queridísima prima y amiga. Rezo para que estés a salvo y seas feliz en París. Ahora voy a hacer un poco de ejercicio. Todos os enviamos nuestro cariño tanto a ti como a tía Eugenia.»

Esta vez firmaba no con el nombre en clave Otma, sino simplemente «tu Mashka que te quiere». Zoya permaneció largo rato en su habitación, llorando a lágrima viva mientras leía una y otra vez las palabras y se acercaba la carta a la mejilla como si el contacto del papel pudiera devolverle la presencia de su amiga. Temía por ellos.

La situación había empeorado en todas partes, pero, por lo menos, la compañía de ballet donde trabajaba reanudó sus actuaciones en junio. Necesitaban mucho el dinero pues no habían encontrado un nuevo huésped. En lugar de acudir a París, la gente se marchaba. Incluso algunos refugiados rusos se habían ido al sur, pero Eugenia se negaba a abandonar la ciudad. Ya no quería seguir huyendo.

A mediados de julio hacía mucho calor, pero la gente estaba hambrienta. A través de Vladimir, Zoya se enteró horrorizada de que Yelena cazaba palomas en el parque y se las comía. El príncipe dijo que eran muy sabrosas y se ofreció a traerle una, pero Zoya declinó el ofrecimiento y sintió que se le revolvía el estómago de solo pensarlo. Dos días más tarde, cuando ya desesperaba de que la guerra pudiera terminar algún día, Clayton se presentó como una visión en un sueño. Zoya estuvo a punto de desmayarse cuando lo vio. Fue la víspera del día de la Bastilla y ambos presenciaron juntos los desfiles desde el Arco de Triunfo hasta la plaza de la Concordia. Los brillantes uniformes de los Chasseurs Alpins con sus boinas y sus blusones negros, los regimientos de caballería británicos, los bersaglieri italianos con sus gorros adornados con plumas de colas de gallo e incluso la unidad antibolchevique de cosacos con sus gorros de piel resplandecían bajo el sol, pero Zoya solo tenía ojos para Clayton. Cuando ambos amantes se encontraban en la casa de la rue de Varenne, más enamorados que nunca, alrededor de la medianoche llamaron fuertemente a la puerta. Era la policía militar, reuniendo a los hombres tras haberse anulado todos los permisos. Se había iniciado la ofensiva alemana, las tropas enemigas se encontraban a solo ochenta kilómetros y los aliados tenían que detener su avance.

– Pero no puedes irte ahora… -gimoteó Zoya con lágrimas en los ojos, a pesar de sus esfuerzos por ser valiente-. ¡Acabas de llegar!

Ambos se habían reunido justo aquella mañana, tras seis meses de ausencia. La joven no quería separarse de él. Sin embargo, no hubo más remedio. Clayton disponía de media hora para presentarse en el cuartel general de la policía militar en la rue Saint Anne. Apenas tuvo tiempo de acompañar a Zoya a casa. A Zoya le pareció una crueldad no poder pasar un poco más de tiempo con él antes de su regreso al frente. Como una chiquilla abandonada, se quedó llorando en la salita hasta altas horas de la noche. Su abuela le servía té e intentaba consolarla.

Sin embargo, las lágrimas que derramó por Clayton no fueron nada en comparación con las derramadas pocos días después. El 20 de julio, Vladimir se presentó muy serio en el apartamento con un ejemplar del periódico Izvestia. En cuanto abrió la puerta, Zoya intuyó que algo horrible había ocurrido. Sintiéndose casi enferma, acompañó al príncipe a la salita y fue al dormitorio para avisar a su abuela.