Era un ritual que le encantaba. Cada domingo su tía, la gran duquesa Olga Alexandrovna, las llevaba a todas a almorzar con su abuela al palacio Anitchkov y después visitaban a algunos amigos; pero, estando enfermas sus hermanas, los planes se habían frustrado. A Zoya la entristeció la noticia.

– Me lo temía. Quería enseñarte mi nuevo vestido. Me lo trajo la abuela desde París. -Eugenia Petrovna Ossupov, la abuela de Zoya, era una mujer extraordinaria. Menuda y elegante, con unos ojos que ardían como fuego esmeralda a sus ochenta y un años. Toda la gente decía que Zoya era su vivo retrato. La madre de Zoya, en cambio, era una lánguida y elegante belleza de pálido cabello rubio y melancólicos ojos azules, la clase de mujer que inspira sentimientos protectores a los hombres, y cuyo marido siempre se había encargado de protegerla y la trataba como a una chiquilla delicada, contrariamente a lo que hacía con su turbulenta hija-. Es un vestido precioso de raso color rosa todo bordado de perlas. ¡Estaba deseando que lo vieras!

Hablaban de sus vestidos como los niños de sus ositos de felpa.

– ¡Cuánto me gustaría verlo! -exclamó María, batiendo palmas de contento-. La semana próxima ya estarán todos curados y entonces iremos, te lo prometo. Entretanto, te pintaré un cuadro para esa habitación malva tan cursi que tienes.

– ¡No te atrevas a criticar mi habitación! ¡Es casi tan elegante como la de tu madre!

Ambas muchachas se echaron a reír, y en aquel momento, Joy, la perra cocker spaniel de las hijas del zar, entró en la estancia y empezó a brincar alegremente alrededor de Zoya mientras esta se calentaba las manos junto a la chimenea y le hablaba a María de sus compañeras del Smolny. A María le encantaban sus relatos porque se pasaba la vida encerrada con su hermano y sus hermanas al cuidado del tutor Pierre Gilliard y de mister Gibbes, el profesor de inglés.

– Por lo menos, ahora no tenemos clase. Monsieur Gilliard está ocupado, atendiendo al niño. Y llevo una semana sin ver a mister Gibbes. Papá tiene miedo de pillar el sarampión.

Las jóvenes rieron mientras María empezaba a trenzar la melena pelirroja de Zoya. Trenzarse mutuamente el cabello era un pasatiempo compartido desde la infancia. Entretanto, se dedicaban a charlar y chismorrear sobre San Petersburgo y sus amistades, si bien, desde que estallara la guerra, la vida social era mucho menos intensa. Incluso los padres de Zoya no ofrecían tantas fiestas como antaño, para gran disgusto de la muchacha. A ella le encantaba conversar con los hombres de brillantes uniformes y admirar a las damas con sus vistosos atuendos. De este modo podía contarles historias a María y a sus hermanas sobre los coqueteos que había observado, sobre quién era guapa y quién no, y sobre quién llevaba el collar de brillantes más espectacular. Era un mundo que no existía en ningún otro lugar, el mundo de la Rusia imperial. Y Zoya siempre había sido muy feliz en él. Era condesa como su madre y su abuela, estaba lejanamente emparentada con el zar por parte de padre, y su familia siempre había gozado de una posición privilegiada y de lujos como otros muchos aristócratas. Su propia casa era una versión reducida del palacio de Anitchkov y sus compañeros de juegos eran los personajes que forjaban la historia, pero eso a ella le parecía de lo más normal.

– Joy parece muy feliz ahora -dijo, contemplando a la perra que jugueteaba a sus pies-. ¿Cómo están los cachorros?

María esbozó una sonrisa enigmática y se encogió elegantemente de hombros.

– Son un encanto. Ah, espera…

Soltó la larga trenza que había hecho con el cabello de Zoya y corrió al escritorio en busca de algo que casi había olvidado. Zoya supuso de inmediato que debía de ser una carta de alguna amiga o una fotografía de Alexis o sus hermanas. Siempre tenía tesoros que compartir con ella cuando la veía, pero esta vez María sacó un pequeño frasco y se lo ofreció orgullosamente a su amiga.

– ¿Qué es esto?

– Algo maravilloso… ¡Exclusivo para ti! -contestó María, besando con cariño la mejilla de Zoya mientras esta inclinaba la cabeza sobre el pequeño frasco.

– ¡Oh, Mashka! ¿Es…? ¡Sí, lo es! -confirmó tras aspirar el aroma. Era Lilas, el perfume preferido de María que Zoya ansiaba tener desde hacía meses-. ¿Dónde lo has conseguido?

– Me lo trajo Lili de París. Pensé que te gustaría tenerlo. Aún me queda mucho del que mamá me regaló.

Zoya cerró los ojos y suspiró profundamente con el rostro iluminado de inocente felicidad. Sus placeres eran tan ingenuos y sencillos…, los cachorros, el perfume, los largos paseos estivales por los fragantes campos de Livadia o los juegos en el yate real, navegando por los fiordos. Era una vida apacible y ajena a las realidades de la guerra, aunque a veces hablaran de ella. A María le disgustaría mucho tener que pasar algún día cuidando heridos en el palacio de al lado. Le parecía tan cruel ver los heridos y mutilados o pensar que iban a morir. Sin embargo, también era cruel la grave enfermedad que constantemente amenazaba la vida de su hermano. Su hemofilia era a menudo el tema de las más secretas conversaciones entre ambas amigas. La naturaleza exacta de su enfermedad solo la conocían los familiares más íntimos.

– El niño está bien, ¿verdad? Quiero decir…, el sarampión no le va a…

Zoya miró preocupada a su amiga mientras dejaba el preciado frasco de perfume sobre la mesa.

– No creo que el sarampión lo perjudique -contestó María en tono tranquilizador-. Mamá dice que Olga está mucho más enferma que él.

Olga les llevaba cuatro años a las dos y tenía un temperamento bastante más serio. Además, era tremendamente tímida, a diferencia de Zoya, María o de sus otras dos hermanas.

– Hoy me lo he pasado muy bien en la clase de ballet -dijo Zoya mientras María tocaba la campanilla para que les sirvieran el té-. Ojalá consiga hacer algo de provecho con eso.

María se rió al pensar en el sueño de su querida amiga.

– ¿Como qué? ¿Que te descubriera Diaghilev acaso?

Ambas muchachas se echaron a reír, aunque los ojos de Zoya se iluminaron mientras hablaba. Todo en Zoya era apasionado: sus ojos, su cabello, su manera de mover las manos, cruzar una estancia o abrazar a su amiga. Era menuda, pero estaba llena de fuerza, vida y entusiasmo. Su nombre significaba precisamente «vida», y le venía como anillo al dedo a la chiquilla que había sido y a la mujer que pronto sería.

– Lo digo en serio. Además, madame Nastova asegura que lo hago muy bien.

María volvió a reír, y al mirar a Zoya ambas pensaron en lo mismo. En Mathilde Kschessinska, la bailarina amante del zar antes de que este se casara con Alejandra… Un tema absolutamente prohibido que solo podía comentarse en susurros durante las oscuras noches estivales, siempre lejos del alcance de los oídos de los mayores. Zoya se lo comentó un día a su madre. La condesa se enfadó mucho y le prohibió volver a mencionarlo. Estaba claro que era un tema no apto para señoritas. Sin embargo, su abuela fue menos severa cuando ella le habló del asunto y se limitó a decirle en tono burlón que aquella mujer era una bailarina de gran talento.

– ¿Aún sueñas con huir al Marynsky?

Llevaba mucho tiempo sin mencionarlo, pero María la conocía lo bastante como para saber cuándo bromeaba y cuándo no, y hasta qué punto se tomaba en serio sus sueños secretos. Sabía también que para Zoya era un sueño imposible. Algún día se casaría, tendría hijos, sería tan elegante como su madre y no viviría en la famosa escuela de ballet.

Pero resultaba divertido hablar de aquellas cosas y entregarse a la fantasía en una tarde de febrero mientras saboreaban una taza de té y contemplaban a la perra hacer cabriolas en la habitación. La vida era entonces muy cómoda, a pesar de la imperial epidemia de sarampión. Con Zoya, María se olvidaba momentáneamente de sus problemas y responsabilidades y anhelaba llegar a ser tan libre como ella algún día. Sabía muy bien que, más adelante, sus padres elegirían al hombre con quien tendría que casarse. Pero, primero, tenían que pensar en las dos hermanas mayores. Contemplando el fuego de la chimenea, María se preguntó si conseguiría amarlo realmente.

– ¿En qué estabas pensando? -preguntó Zoya mientras el fuego crepitaba en la chimenea y la nieve seguía cayendo en la calle. Ya había oscurecido y Zoya no recordaba que debía regresar a casa a tiempo para la hora de la cena-. ¿Mashka?… Estabas muy seria.

Le ocurría con frecuencia cuando no reía. Sus ojos intensamente azules tenían una expresión muy dulce, a diferencia de los de su madre.

– Pues no sé, tonterías, supongo -contestó María, mirando con una sonrisa a su amiga. Ambas estaban a punto de cumplir dieciocho años, y el matrimonio ya empezaba a rondarles por la cabeza. Tal vez cuando terminara la guerra…-. Me preguntaba con quién nos casaremos algún día.

Siempre era sincera con Zoya.

– Yo también lo pienso a veces. La abuela dice que ya es hora de pensar en ello. Cree que el príncipe Orlov sería un hombre muy apropiado para mí… -De repente, Zoya se echó a reír y sacudió la cabeza, deshaciendo la trenza que Mashka le había hecho-. ¿Has pensado alguna vez, al ver a alguien, que podría ser él?

– No muy a menudo. Olga y Tatiana tendrían que casarse primero. Tatiana es tan seria que no me la imagino casada con nadie. -De entre todas las hermanas, era la que más unida estaba a su madre, y María suponía que siempre querría permanecer en el seno de la familia-. De todos modos, sería bonito tener hijos.

– ¿Cuántos? -preguntó Zoya en broma.

– Por lo menos, cinco.

Era el tamaño de su propia familia y a María siempre le pareció perfecto.

– Pues yo quiero seis -dijo Zoya con absoluta certeza-. Tres niños y tres niñas.

– ¡Todos pelirrojos! -exclamó María, riéndose mientras se inclinaba sobre la mesa para acariciar cariñosamente la mejilla de su amiga-. Eres de verdad la mejor amiga que tengo.

Ambas se miraron a los ojos, y Zoya tomó la mano de María y la besó con vehemencia infantil.

– Siempre pensé que ojalá hubieras sido mi hermana -dijo Zoya.

En su lugar, tenía un hermano mayor que constantemente se burlaba sin piedad de su melena pelirroja. Él era moreno como su padre, aunque tenía los ojos verdes. Poseía la misma fortaleza y dignidad que su padre y contaba veintitrés años, es decir, cinco y medio más que ella.

– ¿Cómo está Nicolai últimamente?

– Insoportable, como de costumbre. Pero mamá se alegra mucho de que esté aquí en la Guardia Preobrajensky y no en el frente quién sabe dónde. La abuela dice que se quedó aquí para no perderse ninguna fiesta.

Ambas rieron y pasó el momento de seriedad. Poco después, sigilosamente se abrió la puerta y una mujer de elevada estatura entró en silencio y se las quedó mirando un instante antes de que ellas advirtieran su presencia. La acompañaba un enorme gato gris que también las miró con expresión enigmática. Era la zarina Alejandra, que acababa de abandonar la habitación donde atendía a sus tres hijas enfermas.

– Buenas tardes, niñas.

Sonrió cuando Zoya se volvió para mirarla. Ambas jóvenes se levantaron de inmediato y Zoya corrió a besarla. La zarina había sufrido el sarampión hacía años y no corría peligro de contagio.

– ¡Tita! ¿Cómo están los enfermos?

La zarina abrazó cariñosamente a Zoya y suspiró mientras sus labios esbozaban una sonrisa cansada.

– Bueno, pues la verdad es que no demasiado bien. La pobre Ana es la que está peor. -Se refería a su querida Ana Vyrubova que, junto con Lili Dehn, era su más íntima amiga-. ¿Y tú, pequeña? ¿Estás bien?

– Sí, gracias -contestó Zoya, ruborizándose como a menudo le sucedía.

Era lo que más le fastidiaba de su tez de pelirroja; eso, y también que el sol siempre le quemara la piel en el yate real o cuando estaban en Livadia.

– Me sorprende que tu madre te haya permitido visitarnos hoy. -La zarina sabía lo mucho que la condesa temía los contagios. El intenso rubor de Zoya le reveló la verdad sin necesidad de que la muchacha lo confesara-. Conque esas tenemos, ¿eh? -añadió, riéndose mientras agitaba un dedo en su dirección-. ¿Dónde le dirás que has estado?

Zoya rió en tono culpable y confesó a la madre de María lo que pensaba decirle a la suya.

– Me he pasado horas y horas en la clase de ballet, ensayando muy duro con madame Nastova.

– Ya. Es tremendo que muchachas de vuestra edad tengan que decir semejantes mentiras, pero hubiera debido comprender que no podéis estar separadas. -Dirigiéndose a su hija, la zarina preguntó-: ¿Le diste a Zoya su regalo, cariño?

Después miró a las dos jóvenes con una sonrisa. Solía ser muy comedida en general, pero el cansancio al parecer la había convertido en una persona más cordial y vulnerable.