– Oh, Dios mío, mi pobre y pequeña Mashka…, asesinada con rifles y bayonetas…, qué horror debió de experimentar…
– Nicolás se levantó para intentar detenerlos…, pero nadie los podía detener. Si nos hubieran permitido quedarnos con ellos…, aunque eso tampoco hubiera servido de nada.
Gilliard no dijo a Zoya que los rusos blancos liberaron Ekaterinenburg ocho días más tarde. Tan solo ocho días que representaban ocho vidas enteras.
Zoya lo miró con ojos inexpresivos. Ya nada le importaba. Nada volvería a importarle jamás. Se cubrió el rostro con las manos y lloró mientras Gilliard la sostenía en sus brazos.
– Tenía que comunicárselo personalmente. No sabe cuánto lo siento…
Qué palabras tan inadecuadas para lamentar la pérdida de unos seres tan extraordinarios. Hasta su último día de estancia en Tsarskoe Selo no comprendieron lo que ocurría. Zoya pensó que hubiera debido quedarse con ellos. Los bolcheviques hubieran podido matarla también a ella, mejor dicho, hubieran tenido que matarla con balas y bayonetas, tal como mataron a Mashka y a los demás…, incluso al pequeño…
Gilliard se marchó y prometió regresar al día siguiente, cuando hubiera dormido un poco. Cuando se fue no alcanzó a contemplar sus ojos devastados y su rostro vacío. Una vez sola, Zoya cogió a la pequeña Sava y la acunó en sus brazos mientras decía entre sollozos:
– Oh, abuela, los han matado a todos… -Al final, pronunció en un susurro por última vez en su vida, pues sabía que nunca más podría repetirlo-: Mi Mashka…
27
Tras enterarse de la noticia a través de Pierre Gilliard, Zoya pasó varios días totalmente aturdida. Al dolor de la muerte de su abuela se añadía ahora la angustia por la ejecución de sus primos. Cuando regresó al día siguiente, Pierre le dijo que el doctor Botkin también había muerto con ellos, lo cual explicaba por qué Zoya no recibía respuesta a sus cartas. Una semana antes de la ejecución de Nicolás, Alejandra y sus hijos, mataron al gran duque Miguel, y al poco otros cuatro grandes duques corrieron igual suerte. La lista parecía interminable. Era como si quisieran destruir toda una estirpe y borrar todo un capítulo de la historia. Los detalles eran de una brutalidad indescriptible.
A la vista de todo lo que ahora sabía, era lógico que para Zoya la Conferencia de Paz de Versalles no significara nada. Para ella, ni la guerra ni su final significaban nada. Perdió a sus padres, su hermano, su abuela, sus amigos y su patria. Hasta el hombre que amaba la abandonó. Sentada día tras día junto a la ventana en el pequeño apartamento, la vida se le antojaba un desierto. Pierre Gilliard la visitó varias veces antes de marcharse. Quería descansar un poco en su casa de Suiza antes de regresar a Siberia para colaborar en las investigaciones. Pero a Zoya no le importaba. Para ella todo había terminado.
A finales de enero, París ya era una fiesta y los soldados norteamericanos llenaban las calles. En todas partes se celebraban festejos, representaciones especiales y desfiles en honor de las personalidades llegadas de Estados Unidos para intervenir en la Conferencia de Versalles. Festejaban el término de la gran aventura para adentrarse en la nueva era de paz que se vislumbraba.
Zoya no podía celebrar nada. Vladimir la visitó varias veces tras la partida de Pierre Gilliard hacia Berna para reunirse con su mujer. Zoya se mostraba tan abatida y taciturna que el príncipe temía no solo por su seguridad, sino también por su cordura. La noticia se divulgó lentamente entre los refugiados, y todos lloraron en silencio la muerte del zar y su familia. Los Romanov serían amargamente añorados y quienes los conocieron jamás podrían olvidarlos.
– Déjame llevarte a dar un paseo, pequeña. Te sentaría bien ir a algún sitio.
– Aquí tengo todo lo que necesito, Vladimir -contestó ella con tristeza, acariciando a la pequeña Sava.
Vladimir le llevaba comida, tal como en los primeros tiempos. En una ocasión incluso le llevó una botella de vodka, confiando en que la joven ahogara sus penas en la bebida. Pero la botella permaneció sin abrirse y Zoya apenas probaba bocado. Se consumía lentamente como si quisiera reunirse cuanto antes con los suyos.
Varias mujeres fueron a visitarla, pero la mayoría de las veces Zoya no abría la puerta. Permanecía sentada en el apartamento a oscuras, esperando a que desistieran.
A finales de enero, Vladimir temió que le ocurriera algo e incluso habló con un médico. No se podía hacer nada por ella, solo esperar que superara por sí sola la depresión.
Vladimir pensaba en ella una tarde en que se dirigió con su taxi al hotel Crillon, esperando que algún norteamericano importante alquilara sus servicios. Como en respuesta a sus plegarias, miró hacia la otra acera y lo vio. Tocó insistentemente el claxon y agitó la mano, pero el norteamericano de uniforme desapareció en el interior del hotel. Vladimir descendió del taxi, suplicando que no hubiera sido una ilusión. Cruzó la calle, entró en el hotel y lo alcanzó a punto de tomar el ascensor. Clayton se volvió asombrado al oír que lo llamaban. Cuando vio a Vladimir, temió que hubiera ocurrido alguna desgracia.
– Por fortuna es usted -dijo Vladimir y suspiró de alivio.
Confiaba en que quisiera ver a la muchacha. No sabía qué había ocurrido entre ambos, pero estaba seguro de que algo debió de suceder antes de que Clayton abandonara París.
– ¿Le ha ocurrido algo a Zoya? -preguntó Clayton al ver el rostro de Vladimir. Llegó la víspera y tuvo que hacer enormes esfuerzos de voluntad para no ir a verla. No quería torturar a la joven. Era mejor así. Deseaba que Zoya iniciara una nueva vida y, a pesar de lo mucho que la echaba de menos, no deseaba reanudar sus relaciones. Recién llegado a Nueva York le ordenaron que regresara a París para participar en las numerosas reuniones del Tratado de Versalles, antes de abandonar el ejército para siempre. Regresó temeroso, pues no sabía si podría estar en París sin intentar verla-. ¿Es Zoya? -le preguntó al aristocrático príncipe, asustado por la expresión de sus ojos.
– ¿Podríamos hablar un momento?
Vladimir miró a su alrededor en el vestíbulo del hotel, completamente abarrotado de gente. Tenía que contarle muchas cosas. Clayton consultó su reloj. Disponía tan solo de dos horas. Asintió con la cabeza y siguió a Vladimir hasta el taxi.
– Dígame por lo menos si está bien, hombre. ¿Le ha ocurrido algo?
Con expresión muy seria, el príncipe puso en marcha el vehículo. Su chaqueta y los puños de su camisa estaban más raídos que nunca, pero el cabello blanco como la nieve y el bigote cuidadosamente recortado ofrecían un aspecto impecable. Todo en él denotaba nobleza y distinción. En París había muchos príncipes, duques y miembros de nobles familias, haciendo de taxistas, barrenderos y camareros.
– No le ha ocurrido nada, capitán -contestó Vladimir mientras Clayton suspiraba de alivio-. Por lo menos, no de forma directa.
Se dirigieron a la cervecería Deux-Magots, se sentaron a una mesa del fondo y Clayton pidió dos cafés.
– Su abuela murió hace tres semanas.
– Me lo temía.
Parecía muy enferma y se la veía muy débil cuando él abandonó París hacía más de un mes.
– Pero lo peor de todo es que Pierre Gilliard regresó de Siberia y fue a verla. La noticia fue un golpe terrible. Zoya lleva sin salir del apartamento desde que se enteró. Temo que pierda el juicio sentada allí sola, pensando en ellos. Es demasiado para ella.
El príncipe lamentó que Andrews no hubiera pedido algo más fuerte. No le hubiera venido nada mal un vodka solo. A todos les habían ocurrido demasiadas cosas, especialmente a Zoya.
– ¿Estaba presente Gilliard cuando mataron al zar?
Clayton se entristeció, pese a que nunca conoció a Nicolás personalmente, sino tan solo a través de lo que Zoya le contó sobre Livadia, el yate y el palacio de Tsarskoe Selo.
– Al parecer, los soldados del Soviet lo obligaron a marcharse junto con el profesor inglés poco antes de la ejecución, pero ambos regresaron dos meses más tarde y pasaron bastante tiempo hablando con los soldados, los guardias y los campesinos de Ekaterinenburg para colaborar en las investigaciones del Ejército Blanco. Ahora quiere volver y seguir indagando, aunque ya nada tiene importancia. Todos han muerto -añadió Vladimir, mirando con tristeza a Clayton Andrews-. Los asesinaron junto con el zar…, mataron incluso a sus hijos.
El príncipe no se avergonzó de las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Lloraba cada vez que lo pensaba. Había perdido a muchos amigos. Todos los habían perdido. Clayton lo miró horrorizado y comprendió lo mucho que debió de sufrir Zoya.
– ¿También a María?
Era la última esperanza de Zoya.
– A todos -contestó Vladimir, sacudiendo la cabeza.
Después relató ciertos detalles que Gilliard no se atrevió a revelar a Zoya. El ácido, las mutilaciones, la quema de los cadáveres. Lo que la joven sabía era más que suficiente. Quisieron borrarlos de la faz de la tierra sin dejar ningún rastro. Pero no podía borrarse la belleza, la dignidad y la gracia, la dulzura y la generosidad de unos seres profundamente buenos. Y, de hecho, no consiguieron destruir lo que estos representaban. Sus cuerpos habían desaparecido, pero su espíritu viviría para siempre.
– ¿Cómo recibió Zoya la noticia?
– No estoy muy seguro de que pueda superarlo. No come, no habla y no sonríe. Me parte el corazón verla así. ¿Irá usted a visitarla?
Vladimir estaba dispuesto incluso a rogárselo de rodillas. Zoya debía vivir. Su abuela ya era una persona mayor, pero ella, a los diecinueve años, tenía toda la vida por delante. Tenía que vivir para llevar consigo toda la belleza que conoció, en lugar de morir y enterrarla con ella, tal como estaba haciendo en aquellos momentos.
Clayton Andrews suspiró mientras removía el café con la cucharilla. Lo que acababa de decir Vladimir era espantoso…, mataron incluso al niño. Pensaba lo mismo que Pierre Gilliard cuando le comunicaron la noticia: «¡Los niños!…, los niños, no…».
– No creo que quiera verme -contestó, mirando al príncipe.
– Debe intentarlo. Por el bien de Zoya. -Vladimir no se atrevió a preguntar si todavía la amaba. Siempre pensó que era demasiado mayor para ella y así se lo había dicho a Eugenia. Pero era la única esperanza que quedaba. Había visto el brillo de los ojos de Clayton cuando este las acompañó a la iglesia en Nochebuena. Entonces por lo menos amaba profundamente a la muchacha-. No abre casi nunca cuando llaman a la puerta. A veces le dejo un poco de comida fuera y más tarde la recoge, aunque no sé si se la come.
Vladimir lo hacía en recuerdo de la condesa. Él también hubiera querido que alguien hiciera lo mismo por Yelena. Ahora le suplicaba a Clayton Andrews que fuera a verla. Hubiera hecho cualquier cosa por ella. Casi lamentaba la llegada de Gilliard, pero tenían que saberlo, no podían pasarse la vida esperando.
– Lo intentaré -dijo Clayton, consultando su reloj.
Debía regresar al hotel para participar en una de las interminables reuniones celebradas aquellos días. Se levantó, pagó las consumiciones y le dio las gracias a Vladimir. Mientras volvía al hotel, se preguntó si Zoya le abriría la puerta. Ella se consideraba traicionada y no había comprendido sus razones. Pensó que tal vez lo odiaba, cosa que, en el fondo, sería mejor para ella. Sin embargo, no podía dejarla morir allí. La escena descrita por Vladimir era de pesadilla.
Asistió impaciente a las reuniones y, a las diez de la noche, salió a la calle y tomó un taxi. Se alegró de que, por una vez, el taxista no fuera un refugiado ruso, sino un francés.
Cuando llegó el edificio le resultó dolorosamente familiar. Vaciló un instante, antes de subir despacio la escalera. No sabía qué decir. Tal vez fuera mejor no decir nada. Llegar al apartamento del cuarto piso le resultó interminable. Los rellanos le parecieron más fríos, oscuros y pestilentes que antes. En poco tiempo habían ocurrido muchas cosas. Permaneció largo rato de pie frente a la puerta, preguntándose si Zoya estaría durmiendo. El corazón le dio un vuelco cuando oyó unas pisadas.
Llamó suavemente con los nudillos y las pisadas cesaron. Al cabo de un buen rato, cuando ella pensó que el visitante ya se habría ido, se oyeron nuevamente las pisadas e incluso un ladrido de Sava. El corazón le latió apresuradamente al pensar que la tenía tan cerca. Estaba allí para ayudarla. Llamó nuevamente con los nudillos y dijo, acercando el rostro a la puerta:
– Télégramme! Télégramme!
Era un truco muy burdo, pero de otro modo Zoya no abriría la puerta.
Las pisadas se acercaron y la puerta se abrió una rendija, pero allí donde él estaba, la joven no podía verlo. Clayton se adelantó un paso, empujó suavemente la puerta, apartó a Zoya a un lado y le dijo en voz baja:
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