– Debería tener más cuidado, mademoiselle.

Zoya jadeó y palideció intensamente. Clayton se quedó de una pieza al verla tan delgada. El príncipe tenía razón.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó la muchacha, mirándolo asustada.

– He venido de Nueva York a ver cómo estabas -contestó Clayton en tono burlón.

Sin embargo, ella ya no estaba para bromas y tampoco le interesaba el amor.

– ¿Por qué has venido? -preguntó muy seria.

Clayton deseó estrecharla en sus brazos, pero no se atrevió.

– Quería verte. He venido para las negociaciones del Tratado de Paz de Versalles. -En aquel momento, apareció Sava y empezó a lamerle la mano. Ella no lo había olvidado, aunque Zoya no quisiera recordarlo-. ¿Puedo entrar unos minutos?

– ¿Para qué?

Zoya tenía los ojos muy tristes, pero estaba más guapa que nunca.

– Porque todavía te quiero, Zoya, nada más que por eso -contestó Clayton sin poder mentirle por más tiempo.

No era lo que tenía previsto decir, pero no pudo evitar que las palabras brotaran de su boca.

– Eso ya no tiene importancia.

– Para mí, sí.

– No la tenía cuando te marchaste hace seis semanas.

– Te equivocas. Consideré lo mejor para ti. Pensé que tenías derecho a algo más de lo que yo podía ofrecerte. -Podía ofrecerle todo desde el punto de vista material, pero no podía darle ni la juventud ni los años desperdiciados antes de conocerla. Ahora, a la vista de lo que Vladimir le había contado, ya no estaba muy seguro de que eso tuviera tanta importancia como creía-. Te dejé precisamente porque te amo, no por lo contrario. -Sin embargo, ella no lo había entendido así-. No quería abandonarte. Ignoraba que ocurrirían tantas cosas después de mi partida.

– ¿A qué te refieres? -preguntó tristemente Zoya.

Intuyó que Clayton sabía algo, pero no adivinaba qué.

– Vi a Vladimir esta tarde.

– ¿Y qué te dijo?

Zoya se irguió mientras él la miraba apenado. La muchacha había sufrido mucho y no era justo. Aquello hubiera tenido que ocurrirle a otra persona. No a Zoya ni a Eugenia ni a los Romanov… y ni siquiera a Vladimir. Se compadeció de todos y sintió que la amaba más que nunca.

– Me lo explicó todo, pequeña. -Clayton se acercó y la atrajo suavemente a sus brazos sin que ella opusiera resistencia-. Me contó lo de tu abuela… -Tras una breve vacilación, añadió-: Y lo de tus primos… y la pequeña Mashka…

Zoya ahogó un sollozo y apartó el rostro mientras él la sostenía en sus brazos. De pronto, como si se hubiera roto una presa, empezó a llorar. Clayton la llevó casi en volandas al interior del apartamento, la sentó en el sofá y la estrechó fuertemente en sus brazos. Zoya lloró largo rato hasta que, al final, la estancia quedó en silencio. Entonces fijó sus ojos verdes en los de su amado y él la besó con dulzura, como tantas veces hiciera antes de su partida.

– Hubiera querido estar aquí cuando recibiste la noticia.

– Yo también hubiera querido tenerte a mi lado -reconoció Zoya y rompió nuevamente a llorar-. Todo ha sido tan horrible desde que te fuiste, tan espantoso… Mashka, mi pobre Mashka… Pierre me dijo que los disparos la mataron en el acto. Pero los demás…

– No lo pienses más. Procura olvidarlo.

– ¿Cómo podría? -preguntó Zoya, sentada todavía sobre sus rodillas, tal como hacía cuando hablaba con su padre.

– Tienes que intentarlo, Zoya. Piensa en lo valiente que fue tu abuela. Te sacó de Rusia en una troika y te llevó a la libertad y a la seguridad. No te trajo hasta aquí para que abandonaras la esperanza y permanecieras sentada en este apartamento hasta aniquilarte. Te trajo aquí para que tuvieras una vida mejor, para salvar tu vida. Ahora no debes desperdiciarla. Sería una ofensa a su memoria y a todo lo que ella intentó por ti. Debes honrar su recuerdo y hacer todo lo posible por alcanzar una situación favorable en la vida.

– Sé que tienes razón, pero me resulta tan difícil ahora. -De repente, Zoya recordó algo y miró tímidamente a Clayton-. Antes de morir, mencionó lo del dinero. Pensaba devolvértelo, pero he preferido utilizarlo -añadió, ruborizándose.

– Magnífico -dijo Clayton y se alegró de haber hecho algo por ella-. Vladimir dice que llevas muchos meses sin bailar.

– No bailo desde que la abuela se puso enferma…, después, cuando vino Pierre… ya no tuve ánimos.

– Tanto mejor.

Clayton miró por encima de su cabeza y, al ver el samovar, esbozó una nostálgica sonrisa.

– ¿Qué quieres decir con eso? ¿Sabes?, Diaghilev me ha vuelto a pedir que vaya de gira con ellos. Ahora podría hacerlo, si quisiera -dijo Zoya y sonrió por primera vez.

– No, no podrías.

– ¿Por qué?

– Porque irás a Nueva York.

– ¿De veras? -preguntó Zoya, perpleja-. ¿Por qué?

– Para casarte conmigo -contestó Clayton-. Dispones exactamente de dos semanas para arreglar las cosas. Después nos iremos. ¿Qué te parece?

– ¿Hablas en serio? -preguntó Zoya, mirándolo con asombro.

– Sí, siempre y cuando me quieras. -De pronto, Clayton recordó que Zoya era una condesa, aunque no por mucho tiempo. Se casaría antes de abandonar París. Y, a partir de aquel momento, la muchacha sería la señora de Clayton Andrews para el resto de su vida-. Si eres lo bastante tonta como para cargar con un viejo, allá tú te las compongas, señorita Nikolaevna Ossupov. Ya no pienso advertirte más.

– Muy bien.

Zoya le abrazó como una chiquilla extraviada y se echó a llorar, pero esta vez sus lágrimas eran de alegría y no de tristeza.

– Es más -añadió Clayton, dejándola cuidadosamente en el suelo mientras él se levantaba-, recoge algunas cosas. Voy a alquilar una habitación para ti en el hotel. Quiero vigilarte antes de que nos vayamos. No quiero pasar las dos semanas que faltan aporreando esta puerta y gritando «télégramme!» para que me abras.

Zoya rió mientras se enjugaba las lágrimas de los ojos.

– ¡Eso fue una tontería por tu parte!

– No tanto como la tuya, simulando no estar en casa. Bueno, recoge tus cosas. Dentro de unos días volveremos por el resto.

– Apenas tengo nada. -Zoya miró a su alrededor y pensó que no quería llevarse casi nada, excepto el samovar y algunos objetos de su abuela. Quería superar el pasado y empezar una nueva vida con Clayton-. Pero ¿de veras hablas en serio?

¿Y si cambiaba de idea? ¿Y si volvía a dejarla o la abandonaba en Nueva York?

– Pues claro, pequeña -contestó Clayton, conmovido ante el temor que reflejaban sus ojos-. Hubiera debido llevarte conmigo cuando me fui. -Sin embargo, ambos sabían que ella no podía dejar a su abuela y, además, entonces no estaba en condiciones de poder viajar-. Te ayudaré a hacer el equipaje.

Zoya sacó una pequeña maleta y, de pronto, se acordó de la perra. No podía dejarla, era el único ser amigo que le quedaba, exceptuando a Clayton, claro.

– ¿Puedo llevar a Sava al hotel?

– Desde luego.

Clayton levantó a la perrita en brazos y esta trató desesperadamente de lamerle la barbilla. Zoya tomó la pequeña maleta y apagó en silencio las luces. Ya era hora de que fuera a casa. Cerró la puerta sin mirar atrás y bajó la escalera siguiendo a Clayton, hacia una nueva vida.

28

Tardó menos de un día en hacer el equipaje. Tomó el samovar, sus libros, las labores de punto y los chales de su abuela, sus propios vestidos, el mantel de encaje y poco más. El resto se lo dio a Vladimir, a unos amigos y al sacerdote de San Alejandro Nevsky.

Se despidieron del príncipe Markovsky y Zoya prometió escribir. A los pocos días, ambos se convirtieron en marido y mujer. Era como un sueño, pensó Zoya, mirando a Clayton con lágrimas en los ojos. Lo había perdido todo, y ahora incluso perdía su apellido. Regresó con él al hotel, aferrada a su brazo como si temiera que Clayton cambiara de parecer.

Se quedaron dos días en París y después tomaron un tren con destino a Suiza.

Decidieron pasar la luna de miel allí porque Zoya confesó a Clayton que antes de irse deseaba ver una vez más a Pierre Gilliard.

Tardaron dos días en llegar a Berna. El último día, Zoya experimentó un sobresalto al abrir los ojos. Las montañas coronadas de nieve le hicieron recordar por un instante su amada Rusia.

Gilliard acudió a recibirlos a la estación y después almorzaron en su casa con su mujer, antigua niñera de los hijos del zar. La esposa de Gilliard abrazó a Zoya y lloró. Todo el almuerzo estuvo poblado de tristes recuerdos.

– ¿Cuándo regresarán allí? -preguntó Clayton a Gilliard mientras Zoya miraba unas fotografías con la esposa del preceptor.

– En cuanto recuperemos las fuerzas. La vida en Siberia era muy dura para mi mujer. No quiero que me acompañe. Gibbes y yo acordamos reunirnos para ver si logramos averiguar algo más.

– ¿Importa eso ahora? -preguntó Clayton con toda sinceridad.

Todo había terminado y de nada servía aferrarse a un pasado doloroso. Sin embargo, Gilliard tenía una obsesión muy comprensible dado que durante veinte años fue el preceptor de los hijos del zar y ellos significaban toda su vida.

– A mí, sí. No descansaré hasta que lo sepa todo, hasta que averigüe si alguno sobrevivió.

Era una idea que venía rumiando desde hacía algún tiempo.

– ¿Hay alguna posibilidad?

– No lo creo, pero quiero asegurarme; de lo contrario, nunca podré descansar.

– Los quería usted mucho.

– Todos los queríamos. Eran una familia extraordinaria. Incluso en Siberia algunos guardias se ablandaron cuando los conocieron de cerca. Los sustituían constantemente para que no se encariñaran con ellos. No se imagina usted cuánto molestaba esto a los bolcheviques. Nicolás era amable con todo el mundo, incluso con los que destruyeron su imperio. No creo que jamás se perdonara el hecho de haber abdicado. Leía constantemente historia y un día me comentó que el mundo afirmaría que él no estuvo a la altura de las circunstancias y se dio por vencido…, creo que eso le partía el corazón.

Era una visión singular de un hombre y de un momento especial del pasado que ya nunca volvería. La grandeza y el esplendor conocido por ellos empequeñecía cualquier cosa que Clayton pudiera ofrecer a Zoya en Nueva York. Sin embargo, Clayton estaba seguro de que ella sería feliz allí. Nunca volvería a pasar hambre ni frío. Eso, por lo menos, podía garantizarlo. Incluso tenía pensado comprarle una casa. Su mansión de ladrillo en la zona baja de la Quinta Avenida le parecía demasiado pequeña.

Pasaron tres días en Berna y después fueron a Ginebra y Lausana.

Regresaron a París a finales de febrero y embarcaron en el Paris rumbo a Nueva York. El barco, con sus cuatro impresionantes chimeneas, zarpó de Le Havre en un día muy agradable. Era el orgullo de la French Line y llevaba tres años inactivo porque fue botado durante la guerra.

Zoya se divirtió como una chiquilla durante la travesía. Engordó un poco y le brillaban los ojos como antes. Cenaron varias veces con el capitán y bailaban hasta altas horas de la noche. Zoya se sentía casi culpable de experimentar tanta felicidad habiendo dejado a su espalda a tantas personas en su mundo perdido. Sin embargo, Clayton no quería que pensara en ello. Deseaba que mirara hacia el futuro, hacia la nueva vida que ambos compartirían. Le hablaba de la casa que construirían, de la gente que conocería, de los hijos que tendrían. Zoya aún no había cumplido los veinte años y su vida acababa de empezar.

La víspera de la llegada a Nueva York, Zoya le ofreció el regalo de boda que guardaba para él. Todavía estaba envuelto en el chal de su abuela. Al contemplar la exquisita belleza de aquel huevo de Pascua, Clayton jadeó de asombro. Zoya depositó el pequeño cisne de oro sobre la mesa y le enseñó cómo funcionaba.

– Es el objeto más bello que he visto en mi vida…, mejor dicho, el segundo objeto más bello -dijo Clayton, mirándola con una sonrisa.

Zoya pareció un poco decepcionada. Quería que Clayton apreciara aquel huevo tanto como ella, por ser la única reliquia del pasado que conservaba.

– ¿Y cuál es el primero?

– Tú, amor mío. Tú eres el más bello y el mejor.

– Qué tonto -le dijo Zoya riendo.

Pasaron toda la noche haciendo el amor y estaban todavía despiertos cuando a la mañana siguiente apareció ante su vista la estatua de la Libertad y el barco atracó en Nueva York.

NUEVA YORK

29

Zoya permaneció de pie en cubierta, contemplando maravillada cómo el Paris fondeaba en el muelle de la French Line, en la desembocadura del río Hudson. Llevaba un vestido negro de Chanel que Clayton le compró antes de abandonar París. Para entonces, Chanel ya se había trasladado a la rue Cambon y sus diseños eran mucho más originales que los de Poiret, aunque todavía no fuera tan famosa. Zoya llevaba un sombrero a juego y el cabello recogido en un moño. Le pareció que estaba muy elegante cuando compró el modelo, pero ahora, al mirar a su alrededor, de pronto se sintió un poco ridícula. Las mujeres exhibían lujosos vestidos y pieles, y se adornaban con numerosas joyas. Ella, en cambio, solo llevaba la alianza de oro que Clayton le puso en el dedo el día de la boda.