Por ninguna parte había champán, a diferencia de lo ocurrido cuando el barco se hizo a la mar en Le Havre. Los buques franceses tenían que respetar la prohibición de alcohol y no se permitía ningún tipo de licor una vez dentro del límite de las tres millas. Solo podían servirse bebidas alcohólicas en aguas internacionales, a diferencia de los barcos norteamericanos que no podían servirlas en ningún lugar. De ahí la popularidad de los buques franceses y británicos.
Zoya jamás había visto nada semejante a la silueta de los edificios de Nueva York recortados contra el cielo. Lejos quedaban las iglesias, las cúpulas, las agujas, la antigua elegancia de Rusia o el esplendor de París. Esto era moderno, vivo y excitante, pensó Zoya cuando Clayton la acompañó a su Hispano-Suiza y el chófer se hizo cargo de los baúles en la aduana.
– Bueno, pequeña, ¿qué te parece todo esto? -preguntó Clayton mientras se dirigían a la mansión de la Quinta Avenida que antes compartiera con su primera mujer. Se trataba de un pequeño y elegante edificio, decorado por Elsie de Wolfe, que también había realizado la decoración de las residencias de los Astor y los Vanderbilt en Nueva York, así como la de otras muchas casas en Boston.
– ¡Esto es maravilloso, Clayton!
Qué lejos estaba todo aquello de los caminos cubiertos de nieve que recorría en troika cuando se dirigía a Tsarskoe Selo. Por las calles había caballos y coches, mujeres con abrigos de vistosos colores ribeteados de piel y hombres que a su lado caminaban presurosos. Todo el mundo parecía feliz, pensó Zoya cuando descendió del automóvil y contempló la mansión de ladrillo. Era más pequeña que el palacio de Fontanka, pero, en comparación con las restantes casas de Nueva York, parecía enorme. Al entrar en el vestíbulo de mármol, dos doncellas con uniformes grises, delantal y cofia se acercaron y tomaron su abrigo. Ella sonrió tímidamente.
– Les presento a la señora Andrews-anunció Clayton cuando entró la anciana cocinera, seguida de dos doncellas procedentes de la cocina.
El mayordomo era británico y parecía muy circunspecto. La casa estaba llena de los objetos preferidos de la decoradora De Wolfe: muebles antiguos franceses mezclados con lo que ella solía llamar «estilo moderno». Clayton ya le había dicho a Zoya que podría cambiar lo que quisiera. Sin embargo, a Zoya todo le gustaba, incluso los amplios ventanales que daban al jardín cubierto de nieve. Zoya batió palmas como una chiquilla mientras él se reía y la acompañaba al dormitorio del piso de arriba. Del techo colgaba una preciosa araña, las colchas y las cortinas eran de raso color rosa, y el cuarto de vestir también tenía las paredes revestidas de raso y unos armarios que a Zoya le recordaron los de su madre. La joven rió al ver los vestidos que la doncella había colgado en ellos tras deshacer su equipaje aquella tarde.
– Me temo que los criados sufrirán una decepción -dijo riendo en el cuarto de vestir poco antes de la cena. Acababa de tomar un baño en la suntuosa bañera de mármol. Atrás quedaban los horrores de la minúscula bañera del cuartito al fondo del rellano en el apartamento de las inmediaciones del Palais Royal. Nunca más tendría que compartir el cuarto de baño con los vecinos. Aquello era como un sueño, pensó, y miró al hombre que la había rescatado de las zozobras de su vida en París. Nunca imaginó que fuera tan rico ni tan importante en la sociedad de Nueva York. Viéndolo de uniforme y con modales tan sencillos, nunca lo hubiera sospechado-. ¿Por qué no me hablaste de todo esto?
– De nada hubiera servido, de todos modos.
Clayton sabía que Zoya no lo amaba por su riqueza, lo cual era un consuelo. Se alegraba de no tener que sufrir el acoso de las hijas de las amigas de su difunta madre, recientemente divorciadas o viudas, a la caza de un próspero marido de buena familia, cosa que él era sin la menor duda. Sin embargo, lo más importante para Zoya era su cariño y su benevolencia.
– A mí me avergonzaba hablarte de nuestra vida en San Petersburgo…, temía que te pareciera excesiva.
– Y así era, en efecto -dijo Clayton riendo-, pero también encantadora…, casi tanto como mi preciosa novia.
Clayton la vio ponerse su nuevo juego de ropa interior de raso y decidió quitárselo inmediatamente.
– ¡Clayton! -exclamó Zoya, pero no protestó cuando él la llevó de nuevo a la cama.
Todas las noches se presentaban con retraso a la cena y Zoya se avergonzaba ante la visible desaprobación del mayordomo.
Los criados no eran muy amables con ella y siempre oía murmullos cuando recorría la casa. La servían a regañadientes y, siempre que podían, hacían comentarios sobre la anterior señora. Al parecer, la ex mujer de Andrews era la suma de todas las perfecciones. Una criada tuvo incluso la osadía de dejar en su cuarto de vestir un ejemplar de la revista Vogue, abierto por las páginas en las que el famoso Cecil Beaton elogiaba su más reciente vestido de noche y la fiesta que ella ofreció a sus amigos en Virginia.
– Era encantadora, ¿verdad? -preguntó Zoya una noche, sentada con Clayton frente al fuego de la chimenea de su dormitorio.
Allí la chimenea no era una necesidad sino un simple elemento decorativo. Más de una vez la joven se entristecía al pensar en Vladimir, pasando frío en su casa, y en sus restantes amigos que padecían hambre en París. Se sentía culpable por todas las comodidades que Clayton le ofrecía.
– ¿Quién era encantadora? -preguntó él sin comprender.
– Tu ex mujer.
Se llamaba Margaret.
– Cuando quería era muy elegante. Pero también lo eres tú, mi pequeña Zoya. Aún no hemos ido de compras como es debido.
– Me mimas demasiado.
Zoya sonrió tímidamente y se ruborizó. Él la estrechó en sus brazos.
– Te mereces mucho más de lo que yo pueda darte. -Clayton quería compensarla de todos sus sufrimientos en París. El huevo imperial presidía la repisa de la chimenea del dormitorio junto con unas fotografías de los padres de Clayton en relucientes marcos de plata y tres exquisitas esculturas de oro, pertenecientes a su madre-. ¿Eres feliz, pequeña?
– ¿Cómo no iba a serlo? -contestó Zoya y lo miró con expresión radiante.
Clayton la presentó a sus amigos y la llevó a todas partes, pero ambos se percataron muy pronto de la oscura envidia de las mujeres. Zoya era joven y bella, y estaba preciosa con los lujosos vestidos que él le compraba.
– ¿Por qué me tienen tanta antipatía?
Zoya sufría en secreto cuando las mujeres interrumpían sus conversaciones al verla y procuraban dejarla de lado.
– No es antipatía, sino envidia.
Clayton estaba en lo cierto. Sin embargo, a finales de mayo, se enfureció ante los rumores que circulaban por la ciudad: alguien hizo correr la voz de que Clayton Andrews se había casado con una vulgar bailarina de París. Se habló del Folies Bergère y un borracho de su club se atrevió incluso a preguntarle si Zoya bailaba el cancán. Tuvo que hacer un esfuerzo para no partirle la cara de un puñetazo.
Durante una fiesta, una mujer le preguntó a otra si era cierto que Zoya se dedicaba a la prostitución en París.
– Seguramente, sí. ¡Fíjate cómo baila!
Clayton le había enseñado a bailar el foxtrot y, en aquellos momentos, evolucionaba con ella en la pista, visiblemente enamorado de la joven esposa que suscitaba tantas envidias. Zoya tenía una cintura que podía rodearse con ambas manos, unas piernas torneadas y un rostro de ángel. Cuando se iniciaron los acordes de un vals, Zoya miró con lágrimas en los ojos a Clayton y recordó la noche en que se conocieron y los sufrimientos de antaño. Cerró los ojos y se encontró de nuevo en San Petersburgo, bailando con Konstantin o con el apuesto Nicolai, vestido con el uniforme de gala de la Guardia Preobrajensky, o con el zar Nicolás en el Palacio de Invierno. Recordó el baile de su presentación en sociedad que nunca llegó a celebrarse, pero ya no sintió tanta tristeza. Clayton la había compensado de todos sus sinsabores y ahora podía incluso contemplar las fotografías de su querida Mashka con una sonrisa nostálgica, pero sin lágrimas en los ojos. Siempre conservaría en su corazón el recuerdo de sus amigos y seres queridos.
– Te quiero mucho, pequeña… -susurró Clayton, en junio, mientras bailaban en la fiesta de los Astor. De pronto Zoya se detuvo como si hubiera visto un fantasma y su rostro palideció-. ¿Ocurre algo?
– No es posible…
Zoya sintió que se mareaba. Un alto y apuesto caballero acababa de entrar en el salón del brazo de una bonita mujer ataviada con un vestido de noche azul, adornado con lentejuelas.
– ¿Los conoces? -preguntó Clayton.
Pero Zoya no podía hablar. Era el príncipe Obolensky, o alguien que se le parecía como una gota de agua, y la mujer parecía la gran duquesa Olga, la tía de las hijas del zar que cada domingo llevaba a sus sobrinas a almorzar con su abuela y después se detenía a tomar el té con Zoya en el palacio de Fontanka.
– ¡Zoya! -Clayton temió que se desmayara cuando la mujer lanzó un grito de asombro y se acercó a ellos. Zoya se echó a llorar como una chiquilla y se arrojó a sus brazos-. Pero, cariño, ¿eres tú?…, oh, mi pequeña Zoya… -La encantadora Olga la estrechó en sus brazos y ambas derramaron lágrimas de alegría mezclada con el dulce recuerdo de los seres perdidos. Clayton y el príncipe Obolensky las miraban en silencio-. Pero ¿qué estás haciendo aquí?
Zoya se inclinó en profunda reverencia y se volvió para presentar a su apuesto marido.
– Olga Alexandrovna, permíteme presentarte a Clayton Andrews, mi marido.
Clayton inclinó la cabeza y besó la mano de la gran duquesa.
Más tarde, Zoya le explicó que Olga era la hermana menor del zar.
– ¿Dónde estuviste desde entonces…?
La gran duquesa no pudo terminar la frase. Llevaba sin ver a Zoya desde que ambas abandonaran Tsarskoe Selo.
– Estuve en París con la abuela… Murió al día siguiente de Navidad.
La gran duquesa volvió a abrazarla. Todos los asistentes al baile contemplaban la emotiva escena. La noticia se extendió en cuestión de horas. La nueva esposa de Clayton Andrews era una condesa rusa. Los rumores sobre el Folies Bergère se esfumaron como el viento en cuanto el príncipe Obolensky describió los fabulosos bailes que solían celebrarse en el palacio de Fontanka.
– Su madre era la mujer más encantadora que he conocido en mi vida. Fría como todas las alemanas y un poco estirada, pero increíblemente hermosa. Su padre era un hombre simpatiquísimo. Fue una lástima que lo mataran. Cuántos hombres extraordinarios se perdieron -añadió el príncipe, y a continuación tomó un sorbo de champán.
Durante el resto de la velada, Zoya no se separó ni un momento de Olga. La gran duquesa residía en Londres, pero estaba en Estados Unidos para visitar a unos amigos. Se alojaba en la residencia del príncipe Obolensky y de su esposa, Alice Astor.
La noticia sobre los orígenes de Zoya, su aristocrática familia y sus relaciones de parentesco con el zar corrió por Nueva York como un reguero de pólvora y la convirtió de golpe en la estrella de la alta sociedad neoyorquina. Cecil Beaton daba cuenta de todos sus movimientos y las invitaciones a fiestas se multiplicaban por doquier. Las personas que antes la despreciaban, ahora la colmaban de atenciones.
Elsie de Wolfe se ofreció a cambiar la decoración de la casa y, más tarde, hizo a Zoya una sugerencia extraordinaria. Ella y sus amigos habían comprado unas viejas granjas en el East River y estaban reformándolas a lo largo de una calle llamada Sutton Place. Aún no estaba de moda, pero ella sabía que lo estaría cuando terminaran las reformas.
– ¿Me permite que le haga una para usted y Clayton?
Elsie estaba decorando una de aquellas casas para el agente de bolsa William May Wright y su mujer Cobina. Sin embargo, Zoya se encontraba a gusto en la mansión de ladrillo.
Zoya dio su primera fiesta en honor de la gran duquesa Olga antes de que regresara a Londres. A partir de entonces, se convirtió en la estrella más fulgurante de Nueva York, para gran deleite de su marido. Clayton accedía a todos sus caprichos y había encargado en secreto a Elsie de Wolfe que les decorara una de las casas de Sutton Place. Zoya se quedó boquiabierta cuando vio la lujosa residencia, aunque no fuera tan impresionante como la nueva mansión de los Wright, donde la víspera tuvieron ocasión de conocer al gran actor y bailarín Fred Astaire y a la célebre Tallulah Bankhead. En la casa no había un cuarto de baño con las paredes revestidas de piel de visón, pero se respiraba una atmósfera de comedida elegancia, con suelos de mármol, encantadoras vistas y grandes y ventiladas estancias repletas de tesoros que, a juicio de Elsie, forzosamente complacerían a la joven condesa rusa. La gente se dirigía a ella con aquel tratamiento, pero Zoya insistía siempre en que la llamaran simplemente señora Andrews. La idea de utilizar su título le pareció ridícula, pese a que a muchos norteamericanos les encantaba.
"Zoya" отзывы
Отзывы читателей о книге "Zoya". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Zoya" друзьям в соцсетях.