Por aquel entonces había en Nueva York muchos refugiados rusos, recién llegados de París, de Londres e incluso directamente de Rusia. Los relatos de cómo habían huido de la guerra civil entre los ejércitos Rojo y Blanco que pugnaban por controlar el martirizado país eran escalofriantes. A Zoya le hacían mucha gracia ciertos rusos blancos. Entre ellos figuraban muchos aristócratas que conocía, pero otros hacían alarde de títulos que jamás habían ostentado en Rusia. Había príncipes, princesas y condesas por todas partes. Una noche le presentaron incluso a una princesa imperial que resultó ser la sombrerera de su madre, pero ella no lo reveló para no ponerla en un aprieto. Más tarde, la mujer le suplicó que no la descubriera.
Por su parte, muy a menudo Zoya recibía en su casa a los nobles rusos que antaño fueran amigos de sus padres. El pasado había quedado atrás y no podrían resucitarlo por mucho que lo recordaran e intentaran prolongarlo. Ella quería mirar hacia el futuro y formar parte de la sociedad en donde vivía. El día de Navidad, se permitió el lujo de evocar con lágrimas en los ojos los felices tiempos en Rusia, entonando populares himnos al lado de Clayton, mientras sostenía una vela encendida en recuerdo de los seres queridos que perdió. La Navidad fue una fiesta un poco triste, pero Zoya ya llevaba nueve meses en Nueva York y estaba deseando darle una agradable noticia a Clayton.
Al volver de la iglesia y tras hacer el amor en la enorme cama con dosel de su casa en Sutton Place, Zoya decidió darle la sorpresa.
– ¿Cómo? -exclamó Clayton, y temió haberla aturdido-. ¿Por qué no me lo dijiste? -preguntó con inquietud.
– Lo supe hace apenas dos días -contestó Zoya con lágrimas de emoción.
Después rió como si fuera la guardiana del secreto más importante del mundo. Aún no se notaba nada, pero ella lo sabía. Desde que el médico confirmara sus sospechas, creía conocer el auténtico significado de la vida. Deseaba por encima de todo tener un hijo de Clayton, pensó, y lo besó con pasión mientras él la miraba embobado. Aún no había cumplido los veinte años y sería la madre de su hijo.
– ¿Para cuándo será?
– Todavía falta mucho, Clayton. El niño nacerá en agosto.
Clayton se ofreció a mudarse a otra habitación para no perturbar su sueño, pero ella se burló de su inquietud.
– ¡Ni se te ocurra! Como te vayas a otra habitación, ¡me voy contigo!
– Tendría gracia -dijo Clayton, mirándola con expresión burlona.
Hubieran podido elegir entre los muchos dormitorios decorados por Elsie de Wolfe. En primavera, Zoya le pidió que también decorara el cuarto infantil. Elsie utilizó tonos azul celeste, con preciosas pinturas murales y finas cortinas de encaje. Fue una nueva creación de la señora De Wolfe, a quien divertían mucho los Rolls Royce en miniatura de Cobina Wright, pero apreciaba mucho más las sensatas opiniones de Zoya sobre cómo debía ser un cuarto infantil. Zoya demostraba en todo momento la dignidad y el buen gusto con que había sido educada, y añadió unos toques personales a la casa de Sutton Place, cuya elegancia y distinción eran unánimemente alabadas. Habían vendido la casa de ladrillo de la Quinta Avenida y tenían nuevos sirvientes.
El día en que Alexis Romanov, a quien todos llamaban cariñosamente «el niño», hubiera cumplido diecisiete años, nació el primer hijo de Zoya y Clayton. El parto se desarrolló sin contratiempos y la criatura fue un saludable varón de cuatro kilos de peso que lanzó al aire su primer grito mientras su padre paseaba nerviosamente frente a la puerta del dormitorio.
Cuando Clayton entró finalmente en la habitación, Zoya estaba casi dormida con el pequeño querubín en sus brazos. El niño era pelirrojo como su madre y tenía una graciosa cara redonda. Clayton lo contempló emocionado mientras las lágrimas resbalaban lentamente por sus mejillas.
– Es precioso, se parece a ti.
– Solo por el cabello -susurró Zoya medio adormilada. El médico le había administrado un sedante y ahora miraba a su marido como en sueños-. Tiene tu misma nariz. -Clayton rió, contemplando aquel minúsculo capullo de rosa en el angelical rostro de su hijo. Zoya lo miró con una muda súplica en los ojos-. ¿Podríamos bautizarlo con el nombre de Nicolás?
– Como tú quieras.
A Clayton le gustaba aquel nombre y, además, sabía cuánto significaba para Zoya. Era el nombre del zar y el de su hermano muerto.
– Nicolás Konstantin… -dijo Zoya en un susurro antes de caer nuevamente dormida. Su marido la contempló en silencio y abandonó la estancia de puntillas, agradeciéndole aquel regalo a la vida. Después de tantos años, acababa de tener un hijo… ¡Un hijo! Nicolás Konstantin Andrews. Sonaba bien, pensó Clayton, y rió mientras bajaba para brindar con champán en solitario.
– ¡Por Nicolás! -dijo en la silenciosa estancia-. ¡Y por Zoya! -añadió con una sonrisa.
30
Los años siguientes volaron como llevados por alas de ángeles, llenos constantemente de gente, emociones y fiestas. Zoya se cortó el cabello a lo chico, para escándalo de su marido, y descubrió los cigarrillos, aunque luego llegó a la conclusión de que eran una tontería. Cecil Beaton siempre escribía sobre ella y sobre las fastuosas fiestas que se celebraban en su casa de veraneo de Long Island.
Vieron las últimas actuaciones de Nijinsky en Londres, y Zoya se llevó un disgusto enorme cuando supo que había enloquecido y lo habían recluido en un manicomio de Viena. Sin embargo, el ballet ya no formaba parte de su vida, aunque a veces asistía a las funciones acompañada por los Vanderbilt y los Astor. Su vida transcurría entre partidos de polo, recepciones, bailes y fiestas. Solo redujo un poco el ritmo en 1924, cuando descubrió que estaba nuevamente embarazada. El príncipe de Gales acababa de visitarlos en su casa de Long Island, tras asistir a un partido de polo. Esta vez Zoya lo pasó muy mal y Clayton esperó que fuera niña. A los cincuenta y dos años ansiaba una hija.
La niña nació en la primavera de 1925, el mismo año en que Josephine Baker causaba furor en París.
Clayton experimentó una emoción indescriptible cuando la vio por vez primera. Era tan pelirroja como su madre y su hermano y enseguida la dio a conocer a sus admiradores. Se ponía a gritar si no obedecían sus órdenes de inmediato y fue la niña de los ojos de su padre en cuanto nació. Alejandra María Andrews fue bautizada con el vestido utilizado en la familia de Clayton desde hacía cuatro generaciones. Se había confeccionado en Francia durante la guerra de 1812. Cuando se lo pusieron, la chiquilla pareció una princesa imperial.
Tenía el cabello del mismo color que el de su madre y había heredado los ojos de Clayton, pero su personalidad era totalmente original. A los dos años ya imponía su voluntad incluso a su hermano. Nicky, como todos lo llamaban, poseía el mismo encanto de Clayton y el buen humor del hermano de Zoya. Era un niño admirado y querido por todos, especialmente por su madre.
En cambio, Sasha, a los cuatro años, ya tenía a su padre en el bolsillo. Hasta la vieja Sava corría a esconderse cuando la niña se enfadaba. La perra tenía doce años y seguía a Zoya por toda la casa, o bien permanecía junto al pequeño Nicky, de quien se había encariñado muchísimo.
– ¡Sasha! -exclamaba Zoya exasperada cuando, al volver a casa, encontraba a la niña luciendo su mejor collar de perlas o empapada con todo un frasco de Lilas, el perfume que seguía utilizando y que Clayton siempre le regalaba-. ¡No debes hacer estas cosas!
La niñera no podía con ella. Era una joven francesa que habían traído de París, cuyas suaves reprimendas no causaban el menor efecto en la pequeña condesa.
– No puede evitarlo, mamá -dijo Nicolás, disculpando a su hermana desde la puerta. Tenía ocho años y era tan guapo como su padre-. Es una niña, y a las niñas les gusta ponerse cosas bonitas.
Zoya lo miró sonriendo. Era tan cariñoso y comprensivo como Clayton. Los quería mucho a todos, pero Alexandra, o Sasha, como la llamaban en casa, muchas veces le hacía perder la paciencia.
Aquella noche pensaban ir al Cotton Club para bailar hasta la madrugada en Harlem. Recientemente habían asistido a una fabulosa fiesta en el lujoso apartamento del magnate Condé Nast, donde coincidieron con el célebre músico Cole Porter y Elsie de Wolfe, la cual estaba empeñada en decorar una casa para Zoya en Palm Beach, pero Zoya, que tenía la piel muy clara, no era amante del sol y se conformaba con pasar una breve temporada allí cada año, en casa de los Whitney.
Aquel año, Zoya compraría su vestuario en Lelong. El modisto estaba casado con la encantadora princesa Natalia, hija del gran duque Pablo de Rusia. Tallulah Bankhead regañaba muchas veces a Zoya por no usar suficiente carmín en los labios.
Estaban de moda los bailes de disfraces, y Clayton lo pasaba muy bien. Tenía cincuenta y siete años y estaba locamente enamorado de su mujer. Aquel año bromeó y le dijo que, ahora que había cumplido los treinta, ya tenía edad para estar casada con él.
Hoover acababa de ser elegido presidente, tras derrotar al gobernador de Nueva York, Al Smith. Calvin Coolidge decidió no presentarse a la reelección. En aquellos momentos, el gobernador de Nueva York era Franklin Roosevelt, un hombre muy interesante, casado con una mujer inteligente aunque no demasiado bonita. Zoya los apreciaba y aceptaba con agrado sus invitaciones. Juntos fueron a ver la obra Caprice. Clayton se aburrió mortalmente, pero Zoya y Eleanor lo pasaron muy bien. Después vieron Street Scene, ganadora del Premio Pulitzer, pero Clayton prefería mucho más el cine. Era gran admirador de los actores Colleen Moore y Clara Bow. A Zoya le encantaba Greta Garbo.
– Lo que ocurre es que te gustan los extranjeros -le decía Clayton en broma.
En realidad, Zoya ya no se sentía extranjera porque, al cabo de diez años, se había integrado por completo en la vida de Nueva York. Le encantaba el teatro, la ópera y el ballet. En enero, llevó a Nicky a ver El caballero de la rosa, pero el niño se escandalizó de que una mujer interpretara el papel de un hombre.
– ¡Pero si es una niña! -exclamó el chiquillo en voz alta y provocó las risas de la gente del palco contiguo. Zoya tomó su mano y le explicó que ello obedecía a las características de las voces-. Es un asco -sentenció Nicky y se reclinó en su asiento.
Clayton sonrió, coincidiendo en secreto con su opinión.
A Nicolás le interesaban mucho más los vuelos de Lindbergh. En junio, Clayton y Zoya asistieron a la boda de Lindbergh con Anne, hija del embajador Morrow, poco antes de irse a veranear a Long Island.
Los niños eran felices allí y a Zoya le gustaba dar largos paseos por la playa, conversando con Clayton o sus amigos, o bien sola, pensando en los veranos de su adolescencia en Livadia, en la región de Crimea.
A veces, recordaba inevitablemente a los suyos. Las figuras del pasado aún estaban vivas en su corazón, pero los recuerdos eran más tenues y, en determinados momentos, tenía que esforzarse para evocar sus rostros. En la repisa de la chimenea de su dormitorio, tenía unas fotografías de María y sus hermanas, en marcos de Fabergé. Le gustaba sobre todo aquella en que todas aparecían boca abajo. El pequeño Nicolás conocía sus nombres y sabía identificar sus rostros. Le gustaba que le contaran cómo eran, lo que hacían y decían y qué travesuras cometían, y le intrigaba muchísimo que él y el zarevich compartieran la misma fecha de cumpleaños. Quería que le hablaran de los «personajes tristes», como él los llamaba…, el personaje del abuelo, que debió de ser muy bueno, y el de Nicolai, cuyo nombre había heredado. Zoya le describía sus discusiones, sus bromas y sus decepciones, y le aseguraba que ella y Nicolai solían discutir casi tanto como él y Sasha. A pesar de que solo contaba cuatro años, la niña era insoportable a juicio de su hermano. Otras personas de la casa compartían esa opinión. Su padre la mimaba mucho más de lo que Zoya hubiera querido, pero ay de quien regañara a la niña en su presencia.
– Es muy pequeña, querida. No la reprendas.
– Clayton, la niña será una majadera cuando tenga doce años si ahora no la ponemos en cintura.
– Eso es para los chicos -le decía Clayton a su mujer, pero tampoco tenía valor para regañar a Nicolás.
Era muy cariñoso con sus hijos y aquel verano jugó mucho con ellos en la playa.
El rey Jorge ya se encontraba de nuevo sano y salvo en Inglaterra. Zoya siempre experimentaba un sobresalto cuando lo veía en fotografía. Se parecía bastante a su primo hermano el zar y su nieta Isabel era solo un año menor que Sasha.
Aquel verano lo que más impresionó al pequeño Nicolás fue una actuación de Yehudi Menuhin en Nueva York. Tenía apenas tres años más que Nicolás y era un violinista prodigio. Zoya se alegró de que su hijo pasara varias semanas hablando de ese acontecimiento artístico.
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