Aquel verano, Clayton leyó la novela Sin novedad en el frente. Y decidió divertirse jugando a la Bolsa. El mercado sufría altibajos desde el mes de marzo y mucha gente había ganado auténticas fortunas. Con una pequeña fracción de sus beneficios, Clayton le compró a Zoya dos soberbios collares de brillantes. Sin embargo, ella estaba muy apenada por la muerte de Diaghilev en Venecia en el mes de agosto. Le pareció que se cerraba un capítulo de su propia historia y se lo comentó a Clayton mientras paseaban por la playa.

– Si él no me hubiera permitido bailar, hubiera sido nuestro fin. Yo no sabía hacer otra cosa -dijo, y miró con tristeza a Clayton mientras este tomaba su mano y recordaba cuán dura fue su vida en París, en aquel espantoso apartamento del Palais Royal sin apenas nada que llevarse a la boca durante la guerra-. Después viniste tú, amor mío.

– Otro hubiera venido de no haber sido yo.

– Pero no hubiera podido quererlo como a ti.

Clayton se inclinó para besarla bajo el último resplandor del ocaso estival. Regresarían a Nueva York al día siguiente. Nicolás tenía que reanudar sus clases en la escuela y Sasha iría por primera vez a un parvulario. Zoya pensó que le sentaría bien la compañía de otros niños, pero Clayton no estaba muy seguro, si bien aquellos asuntos los dejaba siempre en manos de su mujer.

En cuanto regresaron, fueron a cenar con los Roosevelt, que también acababan de volver de su residencia veraniega en Campobello. Una semana más tarde, los Andrews dieron una fiesta para celebrar el comienzo de la nueva temporada de sociedad. Asistió, como siempre, el príncipe Obolensky junto con un elevado número de rutilantes personajes de la alta sociedad.

El mes transcurrió entre fiestas, representaciones teatrales y bailes, y octubre llegó como por ensalmo. Clayton estaba un poco preocupado por la marcha de sus acciones y decidió llamar a John Rockefeller para almorzar, pero estaba en Chicago por unos días. Dos semanas más tarde, Clayton se sentía tan nervioso que no le apetecía almorzar con nadie. Sus acciones bajaban en picado, pero no quiso decirle nada a Zoya. Lo había invertido todo en el mercado bursátil y, al principio, las cosas le fueron tan bien que pensó que podría triplicar fácilmente la fortuna de su familia.

El jueves, día 24, cundió el pánico y la gente empezó a desprenderse de sus acciones. Clayton fue personalmente a la Bolsa y regresó a casa aterrado. Al día siguiente la situación se agravó. El lunes fue una catástrofe. Se vendieron más de dieciséis millones de acciones a precio de saldo y, por la noche, Clayton comprendió que estaba arruinado. La Bolsa cerró a la una en un infructuoso esfuerzo por interrumpir la frenética venta de acciones, pero para Clayton era demasiado tarde. Permanecería cerrada toda la semana, pero él ya lo había perdido todo. Solo le quedaban las casas y los enseres domésticos. Lo demás se había esfumado. Clayton regresó caminando a casa, sintiendo un peso insoportable en el pecho. Cuando entró en el dormitorio, no se atrevió a mirar a Zoya a la cara.

– ¿Qué ocurre, cariño? -preguntó ella, cepillándose el cabello que se había dejado crecer porque no le gustaba el corte a lo chico. Clayton se acercó a la chimenea y se volvió lentamente a mirarla-. ¿Qué ha pasado, Clayton?, dímelo, por favor.

Zoya dejó caer el cepillo al suelo y fue hacia él.

– Lo hemos perdido todo, Zoya, todo… He sido un insensato… -Clayton trató de explicarle la situación mientras ella lo estrechaba en sus brazos, intentando consolarlo-. Dios mío, ¿cómo pude ser tan estúpido? ¿Qué haremos ahora?

A Zoya le dio un vuelco el corazón. Le recordó el estallido de la revolución. Sin embargo, antes consiguió sobrevivir y esta vez se tenían el uno al otro y también lo conseguiría.

– Lo venderemos todo, trabajaremos, saldremos adelante, Clayton. No te preocupes.

Se apartó de ella y empezó a pasear nerviosamente por la habitación, comprendiendo que su mundo se había derrumbado a su alrededor.

– ¿Estás loca? Tengo cincuenta y siete años. ¿Qué piensas que puedo hacer? ¿Conducir un taxi como el príncipe Vladimir? ¿Y tú volver al ballet? No digas tonterías, Zoya, estamos arruinados. ¡Arruinados! Los niños pagarán las consecuencias.

– No les pasará nada -dijo Zoya, y tomó sus gélidas manos entre las suyas-. Yo puedo trabajar, y tú también. Si vendemos lo que tenemos, podremos vivir de los beneficios durante años.

Solo los collares de brillantes les permitirían vivir y alimentarse durante mucho tiempo. Clayton sacudió tristemente la cabeza. Conocía la situación mucho mejor que Zoya. Ya había visto cómo un conocido suyo se arrojaba por la ventana de su despacho. Zoya no sabía nada de las cuantiosas deudas que él había contraído, pensando que podría pagarlas en cualquier momento.

– ¿Y a quién le vas a vender todo eso? ¿A quienes han perdido hasta la camisa? Todo es inútil, Zoya.

– No es verdad. Nos tenemos el uno al otro y tenemos a nuestros hijos. Salí de Rusia en una troika con lo puesto, con dos caballos que nos dio tío Nicolás y algunas joyas ocultas en los forros de la ropa, y, aun así, sobrevivimos. -Ambos recordaron la miseria del apartamento de París-. Piensa en todo lo que perdieron otras personas, piensa en el zar Nicolás y en la tía Alejandra… No llores, Clayton. Si ellos supieron ser valientes y afrontar la situación, nosotros también podremos hacerlo y lo haremos.

Clayton lloró en sus brazos, desesperado.

Aquella noche, durante la cena, apenas abrió la boca. Zoya empezó a hacer planes, tratando de decidir qué vender y a quién. Tenían dos casas, los muebles antiguos proporcionados por Elsie de Wolfe -convertida desde hacía poco en lady Mendl-, las joyas, los cuadros de firma, los objetos…, la lista era interminable.

Zoya hizo sugerencias y trató de tranquilizarlo, pero Clayton subió al dormitorio cabizbajo. Ella le habló desde el cuarto de vestir, pero él no contestó. Tras haber sobrevivido a tantas desgracias, no quería derrumbarse en aquellos momentos. Lo ayudaría a luchar y a sobrevivir. Incluso fregaría suelos, en caso necesario. Prestó atención y se preguntó si Clayton habría abandonado la habitación.

– ¿Clayton? -dijo y entró en el dormitorio con uno de los camisones de encaje que el año anterior él le había comprado en París. Al verlo caído en el suelo, ahogó un grito y corrió hacia él. Lo volvió delicadamente boca arriba. Pero él la miró sin verla-. ¡Clayton! ¡Clayton!

Gritó su nombre entre sollozos, le palmeó el rostro, trató de arrastrarlo por el suelo como si así pudiera revivirlo. Pero él no se movió ni la vio. Ya ni siquiera podía oírla. Clayton Andrews murió de un ataque al corazón porque no pudo soportar el hundimiento de la Bolsa ni el hecho de haberlo perdido todo. Zoya cayó de rodillas y lloró, sosteniendo la cabeza de Clayton sobre su regazo. El hombre al que amaba había muerto. La había dejado.

31

– Mamá, ¿por qué murió papá? -preguntó Sasha, y miró a Zoya con sus grandes ojos azules mientras regresaban del cementerio en el Hispano-Suiza.

Asistió al entierro todo Nueva York, pero Zoya apenas se enteró. Miró a su hija a través del velo negro que le cubría el rostro, pero no respondió. Los niños permanecían sentados a su lado en angustioso silencio.

Durante el funeral, Nicolás la tomó del brazo y lloró de emoción cuando el coro cantó el Ave María. Muchos habían muerto la semana anterior, bien por su propia mano, o bien abatidos por un golpe insoportable. Clayton murió de miedo o de tristeza, pero, en cualquier caso, ella lo había perdido.

– No lo sé, cariño, no sé por qué… -contestó al final-. Tuvo un disgusto muy grande y se fue al cielo con Dios.

Las palabras se le atascaron en la garganta mientras Nicolás la miraba asustado.

– ¿Estará con tío Nicolás y tía Alix? -preguntó el niño.

Los mantuvo vivos en el recuerdo para ellos, pero ya todo le daba igual. Todos sus seres queridos habían muerto…, menos sus hijos. Los estrechó contra sí al descender del vehículo y corrió hacia la casa. No había invitado a nadie porque no deseaba dar ninguna explicación. Bastante le costaría tener que decírselo a los niños. Decidió esperar unos días, pero ya había dicho a los criados que podían irse cuando quisieran. Solo se quedaría con una doncella y con la niñera. La cocina la haría ella misma. El chófer se iría en cuanto vendiera los automóviles. El hombre prometió hacer todo lo posible por ayudarla. Conocía a varias personas interesadas en el Alfa Romeo de Clayton, en el Mercedes que ella solía usar y también en el lujoso Hispano-Suiza. Pero Zoya se preguntaba si quedaría alguien capaz de comprarlos.

Mientras Zoya permanecía sentada junto a la chimenea del dormitorio, contemplando el lugar donde Clayton había muerto apenas unos días atrás, la vieja Sava se acercó a lamerle la mano como si comprendiera lo que ocurría. Zoya aún no podía creer que Clayton ya no estuviera a su lado. Tenía muchas cosas que hacer. Al día siguiente de su muerte, llamó a sus abogados y estos prometieron explicarle la situación.

La cosa era más grave de lo que Clayton temía, o tal vez peor. Las deudas eran muy elevadas y no había dinero para pagar. Los abogados le aconsejaron que intentara vender la casa de Long Island con todo el mobiliario al precio que fuera. Ella aceptó su consejo y la puso en venta. Ni siquiera regresó a recoger sus cosas. No hubiera podido resistirlo. Todos los que no se suicidaron o abandonaron su hogar en mitad de la noche para eludir el pago de facturas e hipotecas, se vieron obligados a hacer lo mismo.

Hasta el sábado no se atrevió a comunicar la noticia a sus hijos. Comía con ellos, pero se movía por la casa como una autómata y hablaba solo cuando no quedaba otra solución. Tenía muchas cosas que recoger y vender, y no sabía adónde ir cuando las hubiera vendido. Tendría que buscarse un trabajo, pero todavía no podía pensar en ello. Contempló a sus hijos con tristeza. Sasha era demasiado pequeña para comprenderlo, pero a Nicolás no tendría más remedio que decírselo. Al final, solo pudo estrecharlo en sus brazos y ambos lloraron por el marido y el padre perdido. Zoya tenía que ser tan fuerte como su abuela lo fue por ella en aquellas terribles circunstancias. Pensó incluso en la posibilidad de regresar a París con sus hijos, quizá allí la vida sería más barata, pero la gente también pasaba por muchas dificultades en París y el príncipe Serge Obolensky le había dicho que los rusos que trabajaban como taxistas llegaban a cuatro mil. Además, todo les resultaría excesivamente extraño. Debían quedarse en Nueva York.

– Nicolás, cariño mío, tendremos que irnos a vivir a otro sitio.

– ¿Por qué murió papá? -preguntó el niño, mirándola confuso.

– Sí, no…, bueno, porque (porque somos pobres, porque no podemos permitirnos el lujo de seguir viviendo aquí, porque…), porque serán tiempos difíciles para nosotros. No podemos quedarnos aquí.

Nicolás la miró muy serio mientras Sasha jugaba con la perra y la niñera abandonaba discretamente la estancia con lágrimas en los ojos. Zoya le dijo la víspera que tendría que despedirla, y el corazón se le partía de pena al pensar que ya no podría cuidar a los niños que tanto quería.

– Mamá, ¿es que vamos a ser pobres?

– Sí. -Zoya quería ser sincera con él siempre-. Al menos tal y como tú lo entiendes. No tendremos una casa tan grande ni tantos coches, pero tendremos cosas importantes, menos la presencia de papá… -Se le hizo un nudo en la garganta-. Nos tendremos el uno al otro, cariño. ¿Recuerdas lo que te conté de tío Nicolás, tía Alix y sus hijos cuando los llevaron a Siberia? Fueron muy valientes y lo tomaron todo como un juego. Siempre pensaron que lo más importante era estar juntos, quererse mucho los unos a los otros y ser valientes…, y eso es lo que vamos a hacer nosotros ahora… -dijo Zoya con lágrimas en los ojos.

Nicolás la miró solemnemente y trató de comprenderla.

– ¿Iremos a Siberia? -preguntó, intrigado.

– No, cariño, nos quedaremos aquí en Nueva York -contestó Zoya, y sonrió por primera vez.

– ¿Dónde viviremos?

Como todos los niños, Nicolás se interesaba por las realidades más elementales.

– En un apartamento. Ya buscaré un sitio donde podamos vivir.

– ¿Será bonito?

Zoya recordó inmediatamente las cartas que le escribía Mashka desde Tobolsk y Ekaterinenburg.

– Conseguiremos que lo sea, te lo prometo.

– ¿Podremos llevarnos a la perra? -preguntó Nicolás, mirando con tristeza a su madre.

A Zoya se le llenaron los ojos de lágrimas al ver a Sava jugando con Sasha en el suelo.

– Pues claro que sí. Hizo todo el viaje desde San Petersburgo conmigo, no vamos a dejarla ahora.

– ¿También podré llevar mis juguetes?