– Algunos…, todos los que quepan en el apartamento. Te lo prometo.
– Muy bien -dijo el niño, ya un poco más tranquilo-. ¿Nos iremos muy pronto? -preguntó y recordó que ya nunca volvería a ver a su padre.
– Creo que sí, Nicolás.
El niño asintió en silencio, abrazó a su madre, tomó a Sasha y a la perra y se retiró con ellas mientras Zoya permanecía sentada en el suelo, rezando para conseguir ser tan valiente como lo fuera Eugenia por ella. Mientras lo pensaba, el pequeño Nicolás regresó de puntillas a la habitación, la miró y le dijo:
– Te quiero, mamá.
Zoya lo estrechó en sus brazos, tratando de reprimir las lágrimas.
– Yo también te quiero, Nicolás…, te quiero muchísimo.
Sin una palabra, el niño deslizó algo en su mano.
– ¿Qué es esto?
Era una moneda de oro de la que estaba muy orgulloso. Se la había regalado Clayton apenas unos meses antes y el chiquillo pasó varias semanas enseñándosela a todo el mundo.
– Puedes venderla, si quieres. Entonces, quizá no seremos tan pobres.
– No, no, amor mío, es tuya, papá te la regaló.
– Papá hubiera querido que cuidara de ti -dijo Nicolás, haciendo un esfuerzo por no llorar.
Zoya sacudió la cabeza conmovida, le devolvió la moneda y lo acompañó en silencio a su habitación.
32
Los Wright también perdieron toda su fortuna. Cobina y su hija formaron un conjunto musical, ataviadas con vestidos de colonizadoras y graciosos sombreros. Cobina había iniciado los trámites de divorcio tras haber vendido la casa de Sutton Place por una suma irrisoria. Otras mujeres vendían sus abrigos de pieles en los vestíbulos de los hoteles, y los caballos de jugar al polo se vendían por cuatro chavos. Por todas partes Zoya veía el mismo terror que viera en San Petersburgo hacía doce años, aunque sin los riesgos físicos de la revolución.
La casa de Long Island se vendió por un precio ligeramente superior al de los automóviles, pero los abogados aconsejaron a Zoya que aceptara el dinero. La columna firmada por la presunta periodista Cholly Knickerbocker informaba a diario de los tristes acontecimientos. En realidad, la redactaba un hombre llamado Maury Paul y en ella se describían casos increíbles: damas de la alta sociedad convertidas en camareras o dependientas. Hubo quienes no sufrieron los efectos del crac, pero, mirando a su alrededor en Sutton Place, a Zoya le pareció que el lugar estaba casi desierto. Había despedido a todos los criados, salvo a la niñera que cuidaba de sus hijos. Sasha aún no comprendía por qué se había ido Clayton mientras que Nicolás se mostraba muy serio e interrogaba a su madre constantemente sobre dónde vivirían y cuándo venderían la casa. De no haber sido porque sus hijos la necesitaban, Zoya se hubiera vuelto loca. Recordaba sus propios temores en Rusia durante la revolución. Los ojos de su hijo eran pozos verdes de dolor e inquietud. El niño la miró con tristeza mientras ella colocaba en una maleta sus vestidos más prácticos. Le pareció absurdo llevarse los elegantes trajes de noche, los Poirets, Chanels, Lanvins y Schiaparellis. Los reunió y envió a la niñera a que los vendiera en el vestíbulo del hotel Plaza. Era la mayor humillación, pero ya todo le daba igual. Necesitaban hasta el último céntimo para poder vivir.
Al final, vendió la casa con los muebles elegidos por Elsie de Wolfe, los cuadros, las alfombras persas e incluso la porcelana y la cristalería. Con ello apenas les alcanzaría para pagar las deudas de Clayton y mantenerse unos cuantos meses.
– ¿No vamos a quedarnos con nada, mamá? -preguntó Nicolás, mirando desolado a su alrededor.
– Solo lo necesario para el nuevo apartamento.
Zoya recorrió las calles varios días, incluso en barrios que no conocía, hasta que, al final, encontró una vivienda de dos habitaciones en la calle Diecisiete Oeste. Era un pequeño apartamento en una casa sin ascensor, con dos ventanas que daban a la parte trasera de otro edificio y a través de las cuales se aspiraba constantemente un penetrante olor a basura. Durante tres días, Zoya efectuó la mudanza con la ayuda de la niñera y de un anciano negro que contrató por un dólar. Pusieron dos camas, un escritorio, el canapé de su tocador, una pequeña alfombra y unas lámparas, y colgaron el cuadro de Nattier que Elsie de Wolfe les había traído recientemente de París. Zoya lamentaba tener que llevar a sus hijos allí, pero a finales de noviembre consiguió vender la casa de Sutton Place y dos días más tarde se despidieron con lágrimas en los ojos de la niñera, que besó a la pequeña Sasha sin poder contener su emoción.
– ¿Nunca más volveremos aquí, mamá? -preguntó Nicolás, y miró por última vez a su alrededor con la barbilla temblorosa y los ojos enrojecidos por el llanto.
Zoya hubiera dado cualquier cosa con tal de evitarle aquel dolor, pero solo pudo tomar su mano en la suya mientras se envolvía en su cálido abrigo de lana.
– No, cariño, no volveremos -le contestó.
Se llevaría casi todos los juguetes de sus hijos y una caja de libros para ella, aunque sabía que en tales circunstancias no podría concentrarse en la lectura. Alguien le regaló Adiós a las armas, de Hemingway, pero aún no había tenido ocasión de leerlo. Apenas podía pensar, mucho menos leer. Estaría muy ocupada buscando trabajo. Con suerte, el dinero de la venta de la casa solo les permitiría vivir unos cuantos meses. Todo carecía de valor y la gente vendía casas, abrigos de pieles, antigüedades y tesoros cuyo valor consistía en lo que los compradores estuvieran dispuestos a pagar. El mercado estaba saturado de objetos otrora valiosos, pero ahora casi sin valor. Parecía increíble que pudiera haber alguien no afectado por la caída de la Bolsa, pero Cholly Knickerbocker seguía informando sobre sus bodas, fiestas y bailes. Aún había personas que bailaban todas las noches en el Embassy Club o en el Casino de Central Park, al ritmo de la música de Eddie Duchin. Cuando bajó por última vez con sus hijos los peldaños de la entrada principal de su casa, llevando las maletas y la mejor muñeca de Sasha bajo el brazo, Zoya pensó que nunca más volvería a bailar. Como si aquellos acontecimientos hubieran ocurrido la víspera, recordó el incendio del palacio de Fontanka, la imagen de su madre arrojándose por la ventana con el camisón en llamas… y a Eugenia, sacándola a toda prisa por la puerta trasera del pabellón para llevarla a la troika donde las aguardaba Fiodor.
– ¿Mamá…? -Sasha estaba diciéndole algo cuando subieron al taxi. Nicolás saludaba con la mano a la niñera, que se había quedado llorando en la acera. De momento, la joven se alojaría en casa de unos amigos, aunque ya había recibido una oferta de trabajo de los Van Alen en Newport-. Mamá…, contéstame -dijo Sasha, tirando insistentemente de su manga mientras Zoya le indicaba al taxista su nueva dirección con los ojos distantes y el rostro inmóvil e inexpresivo. Le pareció que, dejando la casa, dejaba también a Clayton y todo lo que habían compartido. Diez años se habían esfumado en un abrir y cerrar de ojos ahora llenos de lágrimas. Zoya se reclinó en el asiento y trató de concentrarse en sus hijos.
– Perdona, Sasha, ¿qué me decías? -preguntó en un susurro.
Atrás quedaban la belleza y las comodidades perdidas bruscamente aquel fatídico día de octubre.
– Decía que quién cuidará de nosotros ahora.
La niña no estaba disgustada por la marcha de la niñera, pero sentía simple curiosidad por quién la iba a sustituir.
Todo era extraño y desconcertante, incluso para Nicolás, cuatro años mayor que su hermana.
– Yo misma, cariño.
– ¿Tú?
Sasha la miró asombrada y Nicolás esbozó aquella encantadora sonrisa suya tan parecida a la de Clayton. Al pensarlo Zoya sintió una punzada de dolor. Todo le recordaba lo que habían perdido, tal como ocurriera en los primeros tiempos tras su huida de Rusia.
– Yo te ayudaré, mamá -dijo Nicolás, tomando valientemente la mano de su madre-. Yo cuidaré de ti y de Sasha.
Era lo que su padre hubiera deseado y él no quería decepcionarlo. De pronto, se había convertido en el hombre de la familia. En el breve espacio de un mes, su vida alegre y feliz se había trastocado por completo, pero él quería estar a la altura de las circunstancias, lo mismo que Zoya, que no quería dejarse vencer. Lucharía por sus hijos, trabajaría y algún día volverían a ser felices. No permitiría que su vida terminara en derrota, como la de tantas otras personas.
– ¿Guisarás tú para nosotros, mamá? -preguntó Sasha, acariciando el pelo de su muñeca.
Se llamaba Annabelle y estaba muy bien cuidada. Las restantes muñecas la esperaban en el nuevo apartamento. Zoya trató por todos los medios de que el lugar resultara cómodo y acogedor, pero la zona no les pareció demasiado acogedora cuando el taxi se detuvo en la calle Diecisiete Oeste. Zoya se estremeció de angustia mientras Nicolás subía con ella la escalera medio mareado por los malos olores.
– Que mal huele -dijo Sasha.
Mientras el taxista les llevaba el equipaje, Zoya se juró a sí misma no tomar más taxis. A partir de aquel momento, viajarían en autobús o irían a pie. Ya no habría ni taxis ni automóviles. El Hispano-Suiza lo vendió a los Astor.
Zoya mostró a sus hijos el único dormitorio del apartamento, presidido por dos camas y los juguetes cuidadosamente ordenados en un rincón. Sobre la cama de Sasha había colgado los cuadros del cuarto infantil y, junto a la de Nicolás, una fotografía de Clayton vestido de uniforme durante la guerra. Zoya tenía una maleta llena de fotografías de Clayton y sus hijos, y otras más amarillentas de Nicolás, Alejandra y sus hijos en Livadia y Tsarskoe Selo. También conservaba el preciado huevo imperial, envuelto en unos calcetines de Clayton, y una caja llena de gemelos de camisa y botones de cuello, pero las joyas que le quedaban tendría que subastarlas. A las personas que aún tenían dinero se les ofrecían fantásticas oportunidades en todas partes, collares de brillantes, diamantes y preciosas sortijas de esmeraldas compradas a precio de saldo en subastas o ventas privadas. Las acaudaladas señoras Hutton y Duke las compraban en grandes cantidades, tanto para sí mismas como para sus hijas.
– ¿Y tú, dónde vas a dormir, mamá? -preguntó Nicolás preocupado mientras recorría el pequeño apartamento de un solo dormitorio.
Nunca había visto una casa tan pequeña. Sus criados de Sutton Place tenían habitaciones mucho más bonitas que aquellas.
– Dormiré aquí en el canapé, cariño. Es muy cómodo -contestó, inclinándose para darle un beso en la mejilla.
No era justo que sus hijos tuvieran que soportar aquella situación, pensó, y reprimió la oleada de cólera que últimamente sentía contra Clayton. Otros fueron más prudentes que él y no cometieren el error de arriesgarlo todo. Si, por lo menos, no se hubiera muerto, tal vez las circunstancias hubieran sido distintas. Juntos hubieran podido luchar codo con codo. Ahora, en cambio, Zoya estaba más sola que nunca y tenía que asumir toda la responsabilidad, tal como antaño hiciera Eugenia. Su fortaleza y valentía le sirvió ahora de ejemplo, mientras miraba con una sonrisa a su hijo.
– Quédate con mi cama, mamá. Yo dormiré aquí.
– No, cariño, estaré muy bien aquí. Ahora vete a vigilar un ratito a Sasha mientras yo preparo la cena.
Zoya colgó su chaqueta y las de sus hijos, alegrándose de haber traído consigo ropa de abrigo. El apartamento era frío y ni siquiera tenía una chimenea como el de París.
– ¿Por qué no sacas a pasear un poco a Sava?
La vieja perra permanecía sentada junto a la puerta, como si esperase que alguien la llevara a su antigua casa.
Nicolás le puso la correa y le dijo a Sasha que se portara bien mientras él bajaba a la calle y su madre preparaba el pollo traído de la casa de Sutton Place. Sabía muy bien que las provisiones no durarían demasiado, y tampoco el dinero.
La Navidad fue un día como otro cualquiera, exceptuando la muñeca que Zoya compró a Sasha y el reloj de bolsillo de Clayton que tenía guardado como regalo para Nicolás. Se sentaron los tres juntos, tratando de no llorar por todo lo que habían perdido. En el apartamento hacía un frío glacial, las alacenas estaban vacías y Zoya había vendido en subasta sus joyas por una suma ridícula. Quería conservar a toda costa el huevo imperial de Pascua, pero, aparte de eso, no le quedaba casi nada y pronto tendría que buscarse un trabajo, aunque no sabía dónde. Pensó en trabajar como dependienta, pero no quería dejar solos a los niños todo el día. Sasha aún no iba al parvulario y no podía dejarla sola cuando Nicolás fuera a una escuela cercana, cuyos alumnos eran niños harapientos que vivían en barracas a la orilla del río Hudson. Se multiplicaban las barriadas pobres habitadas por personas que en otros tiempos fueran corredores de bolsa, hombres de negocios y abogados. Preparaban las comidas en hogueras al aire libre y por la noche merodeaban por las calles, buscando comida y objetos desechados que todavía pudieran ser útiles. A Zoya se le partía el corazón de pena al ver los grandes ojos y los rostros demacrados de los niños sentados alrededor de las hogueras para protegerse del frío. En comparación con todo aquello, su apartamento parecía casi el paraíso. Cuando ya se estaba acabando el dinero, Zoya decidió buscar un trabajo en serio. Tendría que ser algo por las noches, cuando los niños ya estuvieran acostados. Sabía que Nicolás cuidaría de Sasha cuando volviera de la escuela. Tenía un gran sentido de la responsabilidad y era siempre muy cariñoso con su hermana, compartía sus juegos y la ayudaba a arreglar sus juguetes rotos mientras le hablaba de su padre. Zoya regresó a la salita y se puso a llorar en silencio mientras acariciaba a Sava. La perra estaba casi ciega y Nicolás tenía que llevarla en brazos cuando la bajaba a la calle.
"Zoya" отзывы
Отзывы читателей о книге "Zoya". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Zoya" друзьям в соцсетях.