En enero, Zoya subió la calle Diecisiete Oeste hasta la esquina de la Sexta Avenida y la calle Cuarenta y nueve. Se le había ocurrido un plan. Ofreció sus servicios a varios restaurantes, pero los propietarios ya estaban hartos de mujeres como ella. «¿Qué sabe usted del trabajo de camarera?», le preguntaban. Se le caerían las bandejas, rompería los platos y sería demasiado refinada como para trabajar largas horas a cambio de un salario escaso. Zoya insistía en que podría hacerlo, pero en todas partes la rechazaban. Lo único que podía hacer era bailar, pero no en una compañía de ballet como en París.

Más de una vez pensó en la posibilidad de la prostitución, tal como habían hecho otras mujeres, pero sabía que no podría. El recuerdo de Clayton era demasiado fuerte. Fue el único hombre de su vida y no soportaba la idea de que otro hombre la tocara, aunque con ello pudiera alimentar a sus hijos.

Solo le quedaba el baile, pero llevaba más de once años sin bailar y le faltaba práctica para poder incorporarse a una compañía de ballet. Tenía una figura esbelta y flexible, pero cuando entró en el teatro del que le habían hablado se sintió enormemente cansada. Ya había ido a ver al promotor Ziegfield, pero allí le dijeron que no era suficientemente alta. Por consiguiente, solo le quedaban los teatros de variedades. Había uno cinco manzanas al sur del Ziegfield Theater. Cuando entró por la puerta de los artistas, no la sorprendió verlo lleno de mujeres semidesnudas.

– ¿Sí? -le dijo la encargada con aire burlón-. ¿Es usted bailarina?

– Lo era -contestó Zoya y tragó saliva.

Se la veía demasiado recatada con su sencillo vestido negro de Chanel. Hubiera debido ponerse algo más alegre y desenfadado, pero lo vendió casi todo y solo le quedaban las prendas más prácticas y abrigadas que le parecieron útiles para protegerse del frío en el apartamento.

– Bailé en el Ballet Russe en París. Y antes estudié en Rusia.

– Conque una bailarina clásica, ¿eh? -La encargada contempló con aire burlón su pelirrojo cabello recogido hacia atrás en un moño y el rostro sin maquillaje-. Mire, señora, aquí no nos interesan las bailarinas clásicas. ¡Esto es el Salón Fitzhugh! -exclamó con orgullo mientras Zoya experimentaba un súbito acceso de furia.

– Tengo veinticinco años -mintió Zoya-, y bailo muy bien.

– Ah, ¿sí? ¿Y qué tipo de baile es el suyo? Apuesto a que nunca hizo nada de esto.

Zoya estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para mantener a sus hijos. De pronto recordó la prueba realizada en París para el Ballet Russe trece años antes.

– Déjeme probar. Solo una vez, puedo aprender, por favor… -dijo con lágrimas en los ojos mientras pasaba por su lado un hombre gordo y bajito con un cigarro en la boca.

– ¡Serán idiotas! -gritó el hombre, dirigiéndose a dos individuos que trasladaban unos decorados-. ¡Lo vais a romper! Las malditas chicas han pillado el sarampión -añadió con gesto de hastío, mirando a la mujer que hablaba con Zoya-. ¿Te lo puedes creer? Tengo unas bailarinas de mierda que se ponen enfermas como niñas. La semana pasada, tres; ahora hay siete indispuestas… La madre que las parió. ¿Qué le voy a decir a la gente que ha pagado su buen dinero para ver el espectáculo? Que si lo desean sacaré al escenario a unas tías llenas de ronchas para que muevan el trasero delante de ellos. Lo haría con mucho gusto si vinieran a trabajar.

Zoya intervino sin esperar a que el hombre le dirigiera la palabra.

– Me gustaría hacer una prueba para trabajar como bailarina.

Hablaba con un ligero acento extranjero que ninguno de sus interlocutores identificó como ruso. Al verla con su elegante vestido negro y su aire de superioridad, la mujer pensó que era francesa. No era eso precisamente lo que necesitaban en el Salón Fitzhugh.

– ¿Usted baila? -preguntó el hombre, mirándola con indiferencia.

– Sí -contestó Zoya sin más explicaciones.

– Bailarina clásica -especificó la mujer en tono despectivo.

– ¿Ya ha pasado el sarampión?

Eso era lo más importante en aquel momento. Diez bailarinas estaban enfermas y cualquiera sabía cuántas contraerían la enfermedad en las semanas siguientes.

– Sí -contestó Zoya, rezando en silencio para que su cuerpo recordara bailar. Quizá lo había olvidado todo.

El hombre se encogió de hombros y volvió a meterse el cigarro apagado en la boca.

– Que te muestre lo que sabe hacer, Maggie. Con tal de que se sostenga en pie y sepa hacer alguna cosita, podrá quedarse hasta que vuelvan las demás.

La mujer llamada Maggie puso cara de asco. Allí no necesitaban para nada a una bailarina clásica. Pero su jefe tenía razón. Estando las demás chicas enfermas, algo tenían que hacer para salir del apuro.

– Bueno, pues -dijo a regañadientes. -. ¡Jimmy! -gritó-. ¡Ven aquí a tocar!

Inmediatamente apareció un negro con una ancha sonrisa en los labios.

– Hola, nena, ¿qué quieres que toque? -preguntó a una asustada Zoya y se sentó al piano.

Zoya estuvo a punto de soltar una carcajada. ¿Qué podía decirle? ¿Chopin? ¿Debussy? ¿Stravinsky?

– ¿Qué se suele tocar en las pruebas? -preguntó mientras el negro la miraba sonriendo.

Se notaba a las claras que era una blanca arruinada de la alta sociedad. Al ver sus grandes ojos verdes y su triste sonrisa, el negro se compadeció de ella. Parecía una niña desvalida, pensó, y temió que jamás en su vida hubiera puesto los pies en un escenario. Sabía de otras como ella que bailaban en salas de fiestas tras haber creado sus propios conjuntos, como Cobina Wright y Cobina Junior.

– ¿De dónde eres? -le preguntó mientras Maggie hablaba con alguien.

Jimmy llegó a la conclusión de que la chica le era simpática.

Zoya sonrió, rezando para no hacer el ridículo, aunque merecía la pena correr el riesgo.

– De Rusia, salí de allí hace tiempo y vine a Estados Unidos al terminar la guerra.

– ¿Has bailado alguna vez, nena? -preguntó el negro, bajando la voz-. Dime la verdad, ahora que Maggie no nos oye. A Jimmy se lo puedes decir. No podré ayudarte si ignoro lo que sabes bailar.

– Soy bailarina clásica, pero llevo once años sin bailar -contestó Zoya en un susurro, agradeciéndole en silencio su ayuda.

– Pues, vaya… -El negro sacudió la cabeza-. Aquí en el Fitzhugh no se baila clásico. -En aquel momento pasaron por su lado dos coristas semidesnudas-. Verás -añadió Jimmy con cara de complicidad-, voy a tocar una pieza muy lenta y tú mira de reojo, sonríe, pega unos saltitos, mueve el trasero, enseña las piernas y todo irá bien. ¿Has traído ropa de teatro?

Al ver su expresión, Jimmy comprendió que no.

– Lo siento, yo no…

– No importa.

Maggie volvió a mirarlos.

– ¿Te vas a pasar todo el día sentado sobre tu negro trasero o vamos a hacer esta prueba, Jimmy? Si quieres que te diga la verdad, me importa un bledo, pero Charlie quiere que vea lo que sabe hacer.

La mujer miró con expresión malévola a Zoya. Esta siguió el consejo del negro hasta que volvió a pasar Charlie y le dijo que se diera prisa. Aún tenía que hacer unas pruebas a dos actores y una bailarina de strip-tease.

– Mierda, aquí no queremos señoritas refinadas -le dijo a modo de insulto-. Mueve el trasero, así, vamos a ver esas piernas…, un pocoEEE más… -Zoya se levantó la falda y se ruborizó intensamente mientras bailaba al ritmo de la música que tocaba Jimmy. Tenía unas piernas muy bonitas y no había perdido la gracia de sus trece años de bailarina-. Pero ¿tú qué eres, muchacha? -rugió el gordo-. ¿Una doncella recatada? Aquí la gente no viene a rezar sino a ver bailar a las chicas. ¿Te parece que puedes hacerlo con esa cara de niña recién violada?

– Lo intentaré, señor, haré todo lo que pueda.

– Bueno, pues. Vuelve aquí esta noche a las ocho en punto.

Maggie se fue muy ofendida. Jimmy gritó de júbilo y se levantó para abrazar a Zoya.

– ¡Lo conseguimos, nena!

– No sé cómo darle las gracias -dijo Zoya y estrechó su mano-. Tengo dos hijos y yo… -Miró al viejo negro sin poder contener el llanto-. Necesito este trabajo… -añadió, enjugándose las lágrimas que resbalaban lentamente por sus mejillas.

– No te preocupes. Lo harás muy bien. Nos veremos esta noche -dijo el negro, y se alejó sonriendo para reanudar la partida de cartas que interrumpiera cuando lo llamó Maggie.

Zoya regresó a pie al apartamento, pensando en lo que acababa de hacer. A diferencia de lo ocurrido cuando hizo la prueba para el Ballet Russe, esta vez no experimentó la menor sensación de triunfo. Se alegraba de haber encontrado un trabajo, pero se avergonzaba de su humillación. Sin embargo, no podía hacer otra cosa y, además, siendo un trabajo nocturno, no tendría que dejar a Sasha con personas extrañas. De momento, le pareció lo mejor que podía hacer.

Aquella noche le dijo a Nicolás que tenía que salir. No le explicó por qué ni adónde. No quería decirle que trabajaba como corista. Aún resonaban en sus oídos las palabras de Charlie: «… mueve el trasero…, vamos a ver esas piernas…, pero ¿tú qué eres, muchacha? ¿Una doncella recatada?». A sus treinta y un años y a pesar de todas las penalidades, siempre estuvo protegida de las personas como él y de la gente para quien tendría que bailar.

– ¿Adónde vas, mamá?

– Salgo un ratito. -Sasha ya estaba acostada-. No te quedes levantado mucho rato -dijo a Nicolás, abrazándolo por un instante como si estuvieran a punto de ejecutarla-. Vete a la cama dentro de media hora.

– ¿Cuándo volverás? -preguntó el niño, mirándola con recelo desde la puerta del dormitorio.

– Más tarde.

– ¿Pasa algo, mamá?

Era un niño muy perspicaz y ya había aprendido las vueltas que podía dar la vida.

– No, no pasa nada, cariño, no te preocupes -contestó Zoya, sonriendo.

Por lo menos, tendría un poco de dinero. Sin embargo, Zoya no estaba preparada para los chistes vulgares, la ordinariez de las chicas, los trajes atrevidos y los cómicos que le pellizcaban el trasero al pasar. Cuando sonó la música, hizo todo lo posible para animar a los ruidosos espectadores y nadie le llamó la atención cuando más de una vez perdió el compás. A diferencia del Ballet Russe, allí nadie se daba cuenta de nada. La gente solo quería ver piernas bonitas y un grupo de mujeres medio desnudas. Las chicas lucían lentejuelas y abalorios, cortos calzones de raso y sombreros a juego, enormes boas de plumas y llamativos tocados. Una burda imitación de las prendas que lucían las chicas de Ziegfield. Zoya lamentó en silencio no haber sido lo suficientemente alta como para que la contratara el amable Florenz Ziegfield. Al terminar, devolvió la ropa a la chica que se la había prestado y regresó lentamente a casa, sin quitarse el maquillaje. Al pasar por delante de un portal, un hombre le ofreció cinco centavos para que le hiciera «lo que pudiera». Echó a correr con lágrimas en los ojos, pensando en el horrible destino que le esperaba en el Salón Fitzhugh.

Nicolás estaba profundamente dormido cuando Zoya regresó a casa. Le dio un beso y le manchó la mejilla de carmín. Mientras lo miraba con cariño, pensó que no era posible que Clayton la hubiera dejado en aquella situación. Si él lo supiera…, pero ya era tarde para lamentaciones. Regresó de puntillas a la salita donde dormía, se quitó el maquillaje y se puso el camisón. Ya no tenía prendas de seda, raso y encaje. Usaba gruesos camisones de franela para protegerse del frío.

A la mañana siguiente, le preparó el desayuno a Nicolás antes de que se fuera a la escuela. Solo pudo darle un vaso de leche, una rebanada de pan y una naranja comprada la víspera, pero el niño nunca se quejaba. La miró con una sonrisa, le dio una palmada en la mano y salió corriendo hacia la escuela tras darle un beso a Sasha.

Aquella noche, Zoya regresó al teatro y durante varias semanas hizo lo mismo hasta que las bailarinas se recuperaron del sarampión. Charlie le dijo que podía quedarse porque tenía buenas piernas y nunca causaba problemas. Para celebrarlo, Jimmy la invitó a una cerveza robada de una cercana taberna clandestina. Zoya le dio las gracias y para no ofenderlo tomó un sorbo. No le dijo que aquel día cumplía treinta y un años.

Jimmy era su único amigo y siempre se mostraba amable con ella. Los demás intuyeron inmediatamente que era «distinta», y nunca le contaban chistes ni le hablaban de sus novios ni de los hombres que las visitaban en los camerinos. Más de una vez se largaban con el primero que les ofrecía un poco de dinero. Eso era lo que más le gustaba a Charlie de ella. No era muy alegre, pero, por lo menos, podía contar con ella. Al cabo de un año, le aumentaron el sueldo. A Zoya le parecía imposible haber aguantado allí tanto tiempo, pero no tenía ningún otro sitio adonde ir. Le explicó a Nicolás que trabajaba en una modesta compañía de ballet y le dejó el número de teléfono del local por si ocurría algo. Por suerte, el niño nunca tuvo necesidad de llamarla. Intuyendo que su madre se avergonzaba de su trabajo, Nicolás nunca le pidió asistir a una función. Zoya le agradeció el detalle y el cariño que siempre le manifestaba. Una noche, Sasha se despertó con tos y mucha fiebre. Nicolás esperó a su madre despierto, pero no quiso llamarla al teatro para no asustarla. Su presencia fue un enorme consuelo para Sasha.