– ¿Volveremos a ver alguna vez a nuestros amigos? -preguntó Nicolás una tarde mientras ella le cortaba el cabello y Sasha jugaba con Sava.
– No lo sé, cariño.
La antigua niñera le había escrito hacía unos meses.
Estaba muy contenta en casa de los Van Alen y mencionaba la puesta de largo de Barbara Hutton el verano anterior, y de Doris Duke en Newport. A Zoya le pareció una ironía que la niñera aún formara parte de aquel mundo y ella ya no. Tal como sus amistades la evitaron en principio, creyéndola una antigua bailarina del Folies-Bergère, ahora Zoya los evitaba a ellos por ser justamente lo que creyeron en principio, es decir, una vulgar corista de un teatro de variedades. Por otra parte, ahora que lo había perdido todo, tampoco querían saber nada de ella. La condesa que tanto llamara la atención ya no existía. Ahora no era nadie. Una simple bailarina. Había desaparecido bajo las aguas. Como Clayton y tantas otras personas. Solo echaba de menos de vez en cuando a Serge Obolensky con su corte de aristócratas rusos. Pero ellos no hubieran podido entender lo que le ocurrió ni por qué hacía lo que hacía. El príncipe aún estaba casado con la acaudalada Alice Astor.
Para entonces, Elsa Maxwell ya se había convertido en una célebre cronista de sociedad. Cuando de vez en cuando Zoya echaba un vistazo a los periódicos y leía los comentarios de Cholly Knickerbocker sobre las personas que frecuentó durante su matrimonio con Clayton, casi le parecía imposible que alguna vez las hubiera conocido. Allí se hablaba de ruinas económicas, suicidios, bodas y divorcios. Zoya se alegraba de no pertenecer a ese mundo. Poco después se enteró por la prensa de la muerte de la Pavlova, en La Haya, a causa de una pleuresía. En mayo llevó a los niños a ver la inauguración del famoso rascacielos Empire State Building. Fue una preciosa tarde de mayo del año 1931. Nicolás contempló asombrado la impresionante estructura. Subieron en ascensor hasta la plataforma de observación del piso ciento dos y hasta Zoya tuvo la sensación de volar. Fue su tarde más feliz en mucho tiempo. Regresaron al apartamento a pie mientras Sasha correteaba y se reía alegremente a su alrededor. A los seis años, la niña se parecía mucho a Clayton y tenía un llamativo cabello dorado rojizo.
Había tenderetes de manzanas por las calles y más de una mujer contempló con admiración a los dos hermanos. Nicolás cumpliría diez años en agosto, pero la ciudad ya sufría desde hacía varios días una terrible ola de calor. El 2 de julio fue el día más caluroso que se recordaba. Ambos niños estaban todavía despiertos cuando Zoya se marchó a trabajar, luciendo un vestido blanco de algodón con florecitas azules. Nicolás sabía que trabajaba, pero ignoraba dónde y tampoco le importaba demasiado.
Zoya dejó preparado un jarro de limonada y le dijo a Nicolás que vigilara a Sasha. Las ventanas estaban abiertas de par en par para que corriera un poco de aire en el sofocante apartamento.
– No dejes que se acerque demasiado a las ventanas -le advirtió Zoya mientras el niño acompañaba a su hermana al dormitorio. La chiquilla iba descalza y llevaba solo unas bragas cuando se despidió de su madre agitando su manecita-. Os portaréis bien, ¿verdad?
Antes de salir de casa Zoya les preguntaba siempre lo mismo. Sentía tener que dejarlos solos, pero no podía evitarlo.
Hacía tanto calor que apenas podía dar un paso. Aunque era de noche, de las aceras parecía emanar vapor. Los agujeros en las suelas de los zapatos le causaban molestias al andar. Zoya se preguntó cómo podrían sobrevivir y hasta cuándo tendría que seguir brincando en un escenario, adornada con plumas y vestida con trajes ridículos.
Debido al calor agobiante aquella noche asistió muy poco público. Los que podían, se habían ido a Long Island y Newport, y los demás languidecían en sus casas o permanecían sentados en sus porches, confiando en que pronto refrescara. Cuando terminó el espectáculo, Zoya regresó a casa, muy fatigada. No se inquietó cuando oyó en la distancia sirenas de bomberos. Solo cuando se acercó a su calle y aspiró el acre olor del humo, sintió que todo su cuerpo se estremecía de miedo. Cuando dobló la esquina, vio toda la manzana en llamas. Echó a correr hacia su casa, frente a cuya fachada se encontraban estacionados los vehículos de los bomberos.
– ¡No! ¡No! -gritó mientras trataba de abrirse paso entre la multitud que ocupaba la calle, contemplando los tres edificios en llamas.
Al llegar a la puerta, los bomberos le impidieron la entrada.
– ¡Aquí no se puede entrar, señora!
Hablaban a gritos sobre un trasfondo de ruidos de derrumbamientos. Los cristales estallaban hacia todas partes y un fragmento le hizo un corte en el brazo. La sangre le empapó el vestido blanco y los bomberos la empujaron hacia atrás.
– ¡Le he dicho que no puede entrar!
– ¡Mis hijos! -gritó Zoya con voz entrecortada-. ¡Mis niños! -forcejeó con el bombero y, por un instante, se zafó e intentó huir, pero el hombre volvió a sujetarla-. ¡Suélteme! -El bombero la inmovilizó con sus poderosas manos, los vecinos contemplaban la escena horrorizados-. Mis hijos están ahí dentro… Oh, Dios mío…, déjeme entrar -dijo entre sollozos.
El humo le quemaba los ojos y la garganta cuando llamó a dos bomberos que en aquellos momentos entraban de nuevo en el edificio. Ya habían sacado a varias ancianas y un joven yacía inconsciente en la acera donde otros dos bomberos trataban de reanimarlo.
– ¡Oye, Joe! -gritó un bombero a uno de sus compañeros, volviéndose rápidamente a mirar a Zoya-. ¿Dónde están, señora? ¿En qué apartamento?
– El de arriba, un niño y una niña… -Zoya había visto que las escaleras de los bomberos solo llegaban al tercer piso-. Déjeme entrar, por favor…
El bombero transmitió la información a sus dos compañeros y estos entraron de nuevo en el edificio. Transcurrió una eternidad durante la cual Zoya pensó que si sus hijos morían no podría resistirlo. Eran lo único que le quedaba en el mundo, los únicos seres que amaba y por quienes vivía. Los bomberos no volvieron a salir, pero entraron otros tres, provistos de hachas. Cuando se vino abajo parte del tejado se oyó un terrible estruendo y una explosión de chispas y llamas. Zoya casi se desmayó al verlo. De repente, echó a correr hacia el portal, dispuesta a encontrarlos o a morir con ellos. Pasó como una exhalación por delante de los bomberos y, al entrar en el zaguán, vio algunos bomberos envueltos en una densa humareda. Dos de ellos llevaban algo en sus brazos. Fue entonces cuando oyó llorar a un niño en medio del rugido de las llamas. Era Nicolás, llorando y agitando los brazos hacia ella. El tercer bombero la levantó como si fuera una niña y los tres hombres salieron del edificio con sus preciosas cargas, mientras las lenguas de fuego trataban de engullirlos. Echaron a correr alejándose del muro de llamas mientras Nicolás tosía y lloraba. Zoya le besó repetidamente la cara y vio que Sasha estaba inconsciente. Se arrodilló a su lado en la acera, y la llamó por su nombre mientras los bomberos intentaban reanimarla. Poco a poco, la pequeña se movió y entonces Zoya le acarició los bucles y la estrechó emocionada en sus brazos.
– Mi niña…, mi niña…
Le pareció que era un castigo, por haberlos dejado solos todas las noches. Pensó en lo que hubiera ocurrido si al volver a casa… No quería ni imaginarlo. Permaneció sentada en la acera abrazando a sus hijos mientras el fuego consumía el edificio y, con él, todas sus pertenencias.
– Lo importante es que estáis vivos -dijo Zoya una y otra vez, recordando la noche en que murió su madre durante el incendio del palacio de Fontanka.
Los bomberos trabajaron hasta el amanecer a pesar del sofocante calor de julio. Luego informaron de que tendrían que pasar varios días antes de que pudieran entrar en la casa. Entretanto, tendrían que buscarse otro sitio donde vivir. Ya regresarían más tarde para buscar entre las cenizas los restos de sus pertenencias. Zoya recordó las fotografías de Clayton, los detalles que conservaba, las fotografías de sus padres, de sus abuelos, del zar…, pensó en el huevo de Pascua que guardaba por si alguna vez necesitaba venderlo, pero ahora no podía preocuparse por aquellas cosas. Lo importante era que Nicolás y Sasha estaban a salvo. De repente, se acordó de Sava y sintió una aguda punzada de dolor. La perrita que la acompañó desde San Petersburgo había muerto en el incendio.
– No conseguí hacerla salir, mamá, estaba escondida debajo del sofá cuando entraron los hombres -dijo Nicky entre sollozos-. Quería llevármela, mamá…, pero ellos no me dejaron…
– Chis, no llores, cariño. -Su larga melena pelirroja se le había soltado cuando forcejeó con los bomberos para que le permitieran entrar en la casa y ahora estaba desparramada sobre su desgarrado vestido blanco de algodón con florecitas azules. Tenía la cara tiznada de ceniza y la camisa de noche de Nicolás apestaba a humo-. Te quiero mucho… Era muy mayor, Nicky…, no llores, mi niño, no llores…
Sava tenía casi quince años y siempre había estado con ellos, pero, en aquel momento, Zoya solo podía pensar en sus hijos.
Un vecino los acogió en su casa y durmieron sobre unas mantas en el suelo de una salita. Zoya bañó a sus hijos y lavó repetidamente sus cabellos, pero no conseguía eliminar el olor del humo. Sin embargo, cada vez que miraba por la ventana y veía el carbonizado esqueleto en la otra acera, daba gracias a Dios por su suerte.
Al día siguiente, llamó al teatro y avisó que no podría ir a trabajar. Por la noche, acudió al local para cobrar la paga que le debían. Aunque desfallecieran de hambre, jamás volvería a dejar solos a sus hijos.
La paga les alcanzaría para un poco de comida y algunas ropas, pero no tenían dónde alojarse ni adónde ir. Muy fatigada, Zoya buscó a Jimmy para despedirse.
– ¿Nos dejas?
El negro lamentó que se fuera, pero comprendió sus razones cuando supo lo ocurrido.
– Ya no puedo seguir trabajando aquí. Si algo les pasara…
Podía volver a ocurrir y hubiera sido un pecado imperdonable dejarlos otra vez solos. Tendría que buscarse otra cosa. Jimmy asintió con la cabeza, sin sorprenderse demasiado.
– De todos modos, este no es tu sitio, nena. Nunca lo fue. -Se notaba en su forma de moverse que aquella chica tenía educación, aunque ella nunca le habló de su pasado. Jimmy sentía lástima cuando la veía pegar brincos en el escenario-. Búscate otra cosa. Un buen trabajo con gente fina como tú. Esto no está hecho para ti. -Sin embargo, le había servido para vivir durante un año y medio-. ¿No tienes familia ni amigos que puedan echarte una mano? -Zoya sacudió la cabeza y pensó en lo afortunada que era por no haber perdido a sus hijos-. ¿No tienes ningún sitio adonde ir? ¿A Rusia o algo así?
Zoya sonrió ante lo poco que sabía Jimmy sobre la devastación que había dejado a su espalda.
– Ya buscaré algo -dijo sin tener ni idea de lo que haría.
– ¿Dónde te alojas ahora?
– En casa de un vecino.
Jimmy la hubiera invitado gustosamente a vivir con él en su casa de Harlem, pero no era un lugar apropiado para ella. La gente de su clase iba al Cotton Club a bailar y armar jaleo, pero no se trasladaba a vivir a Harlem con el viejo pianista de un teatro de mala muerte.
– Bueno, pues ya me dirás qué tal te va. ¿De acuerdo?
Zoya se inclinó para darle un beso en la mejilla y él la miró extasiado mientras iba a buscar su cheque. Después, antes de irse, Zoya le estrechó cariñosamente la mano. Aquella noche Zoya los encontró: cinco billetes de veinte dólares que Jimmy introdujo en su bolso cuando ella fue a recoger el cheque. Los había ganado justo aquella tarde en una partida de cartas y se alegró de poder hacerle aquel regalo. Zoya comprendió que había sido Jimmy. Quiso regresar al teatro para devolvérselos, pero le hacían mucha falta. En su lugar, le escribió una nota de agradecimiento, prometiéndole pagar la deuda en cuanto pudiera. Tenía que encontrar enseguida un trabajo y un sitio donde vivir.
A finales de semana, el edificio ya se había enfriado y los antiguos ocupantes pudieron entrar. De dos apartamentos enteramente destruidos apenas se pudo recuperar nada. Zoya subió lentamente la escalera, preguntándose qué encontraría. Abrió la puerta con cuidado y tanteó el suelo con una pala. Aún se aspiraba un intenso olor a humo. La salita estaba destruida y todas las prendas de vestir y los juguetes habían desaparecido. Introdujo los platos en una caja ennegrecida por el humo y descubrió con asombro que la maleta de las fotografías aún estaba intacta. Gracias a Dios, pensó mientras rebuscaba entre los restos de una cómoda. De repente, lo vio…, el esmalte estaba ligeramente resquebrajado pero, por lo demás, el huevo imperial estaba intacto. Zoya lo contempló en silencio y se echó a llorar. Era la última reliquia de una vida perdida para siempre. Apenas quedaba nada más. Colocó en una caja algunas cosas de los niños, su vestido negro de Chanel, dos trajes de chaqueta, un vestido de hilo rosa y un par de zapatos. Tardó solo diez minutos. Cuando se volvió para echar un último vistazo, vio a Sava tendida bajo el sofá, inmóvil como si estuviera durmiendo. La observó en silencio y después cerró suavemente la puerta a su espalda. Bajó con las cajas a toda prisa por la escalera y se reunió con sus hijos que la aguardaban al otro lado de la calle.
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