– Hay que reconocer que sabe usted cómo tratarlos, ma chère -le dijo la elegante francesa.

Apreciaba a la joven y le tenía mucha simpatía al pequeño Nicolás con sus aires de principito. Ahora ya no le cabía la menor duda de que eran ciertos los relatos que una tarde le contó el príncipe Obolensky sobre Zoya y las hijas del zar. Era una muchacha extraordinaria, nacida en un desdichado período de la historia. Si las cosas hubieran ocurrido de otro modo, probablemente se hubiera casado con un príncipe y hubiera vivido en uno de los palacios que solía visitar en su infancia. Parecía injusto, pero no más que la depresión que estaba viviendo el país. Aquel año, todo el mundo pasaba hambre, menos las clientas de Axelle.

Por Navidad, Zoya llevó a Nicolás a ver una película de Tarzán y después fueron a un salón de té. El niño estaba muy contento. Iba a la Trinity School y era un alumno muy aplicado. A sus once años, ya decía que de mayor quería ser hombre de negocios como su padre. Sasha, en cambio, quería ser actriz de cine. Zoya le compró una muñeca con la cara de Shirley Temple, que la niña llevaba consigo a todas partes junto con Annabelle, la superviviente del incendio. A pesar de las dificultades pasadas, los niños eran muy felices. Al llegar la primavera, Zoya fue nombrada gerente adjunta de Axelle. Ganaría más dinero y prestigio, y Axelle podría disponer de un poco más de tiempo libre. Zoya la convenció de que encargara a Elsie de Wolfe la remodelación del establecimiento, y el volumen de negocios se multiplicó.

– ¡Bendito sea el día en que entraste por esta puerta! -le dijo Axelle y la miró con una sonrisa por encima de las cabezas de sus entusiasmados clientes el primer día de la inauguración. A la recepción asistió incluso el alcalde Fiorello La Guardia. Como premio a sus desvelos, Axelle le regaló a Zoya un precioso abrigo de visón con el que estaba muy elegante cuando tomaba cada día el autobús para regresar a casa. Al cabo de un año, Zoya se mudó a un nuevo apartamento, situado a solo tres manzanas de su lugar de trabajo y donde los niños tenían un dormitorio para cada uno. Nicolás estaba a punto de cumplir trece años y se alegraba de no tener a Sasha constantemente estorbando.

Dos años más tarde, cuando Sasha tenía once, Axelle invitó a Zoya a que la acompañara a París en su primer viaje de compras. Zoya dejó a Nicolás con una amiga y contrató a una niñera para Sasha durante las tres semanas de su ausencia, y zarpó con Axelle en el Queen Mary en medio de un revuelo de emoción y champán. Mientras el barco se alejaba lentamente de la dársena de Nueva York, Zoya contempló la estatua de la Libertad y pensó en lo lejos que había llegado desde la muerte de Clayton. Habían transcurrido siete años, ella contaba treinta y siete y tenía la sensación de haber vivido varias existencias distintas.

– ¿En qué piensas, Zoya? -preguntó Axelle, contemplándola de pie en la cubierta mientras el barco navegaba en alta mar.

Zoya lucía un elegante vestido verde esmeralda del mismo color que sus ojos, y un gracioso sombrerito de piel.

– Pienso en el pasado.

– Me parece que piensas demasiado en eso -dijo Axelle en voz baja. Respetaba mucho a Zoya y a menudo se preguntaba por qué no hacía más vida social. Oportunidades no le faltaban, desde luego. Sus clientes la adoraban y sobre su escritorio había siempre un montón de invitaciones, dirigidas simplemente a la «condesa Zoya», pero ella raras veces salía, alegando que «todo aquello ya lo conocía»-. Puede que París ponga algo más de emoción en tu vida.

– No, gracias, ya he tenido bastantes emociones en mi vida -contestó Zoya, riéndose. Revoluciones, guerras y una boda con un hombre al que amaba apasionadamente. Aún estaba enamorada de Clayton a pesar de los años transcurridos y sabía que regresar sin él a París sería muy doloroso. Era el único hombre al que había amado y nunca habría otro igual, exceptuando tal vez a su hijo… Sonrió al pensarlo y aspiró la brisa marina-. Voy a París a trabajar -anunció, y soltó una carcajada ante la respuesta de Axelle.

– No estés tan segura, querida.

Después, ambas regresaron al camarote. Zoya deshizo el equipaje y colocó las fotografías de sus hijos al lado de su cama. No necesitaba nada más y nunca lo necesitaría. Aquella noche, leyó un poco en la cama y después hizo una lista de las prendas que comprarían en París.

35

Axelle había reservado habitaciones en el Ritz de la Place Vendôme, en el que resplandecía todo el lujo que Zoya casi había olvidado. Llevaba años sin utilizar una bañera de mármol como la que tenía en su casa de Sutton Place. Cerró los ojos y permaneció inmóvil en la bañera llena de agua caliente. Iniciarían las compras a la mañana siguiente. Aquella tarde, Zoya salió a dar un paseo en solitario y se sintió abrumada por los recuerdos mientras vagaba por las calles, los bulevares y los parques que antaño compartiera con Clayton. Fue a tomar una copa al Café de Flore y, sin poder resistir la tentación, tomó un taxi y se dirigió al Palais Royal. Allí contempló en silencio la casa donde vivió con Eugenia. Habían transcurrido diecisiete años desde su muerte, diecisiete años de alegrías y tristezas y de duro esfuerzo en compañía de sus queridos hijos. Las lágrimas resbalaron lentamente por sus mejillas mientras recordaba a su abuela y a su marido muertos. Fue casi como si esperara que él le tocara el hombro tal como la noche en que ambos se conocieron. Aún podía oír su voz. Se volvió despacio, se dirigió a pie a las Tullerías y se sentó en un banco, sumida en sus pensamientos mientras contemplaba jugar a los niños en la distancia. Se preguntó qué tal le habría ido la vida si hubiera regresado a París con Nicolás y Sasha. Probablemente lo hubiera tenido todo más fácil que en Nueva York, pero allí su existencia se movía a un ritmo más rápido y su trabajo en Axelle confería una finalidad a su vida. Llevaba cinco años en Axelle y le encantaba encargarse de las compras, en lugar de atender a una interminable caterva de mujeres exigentes. Las comprendía muy bien y sabía manejarlas porque las conocía de toda la vida. Muchas veces le recordaban a su propia madre. Zoya era muy apreciada también por los hombres, porque era capaz no solo de vestir elegantemente a sus mujeres, sino también de equipar discretamente a sus amantes. Ni un solo chisme escapaba jamás de su boca, ni una sola crítica, únicamente sugerencias de buen gusto. Sin ella, Axelle sabía que su negocio jamás hubiera alcanzado el actual éxito. «La condesa», tal como todo el mundo la llamaba, aportaba un aire inequívocamente aristocrático a las vidas de los acaudalados neoyorquinos. Pero ahora de pronto Zoya se sentía lejos de todo aquello. Volvía a ser una adolescente y recordaba con dolor la nueva vida que inició al marcharse de París.

Tomó un taxi y regresó al hotel. El corazón le dio un vuelco al pensar que tal vez encontraría a Vladimir Markovsky. Buscó infructuosamente su nombre en la guía telefónica. Tal vez hubiera muerto. En aquellos momentos, el príncipe tendría casi ochenta años.

Aquella noche Axelle la invitó a cenar al Maxim’s, pero ella declinó la invitación, alegando que estaba cansada y deseaba acostarse temprano para iniciar al día siguiente su recorrido por las distintas tiendas de modas. No le confesó que los recuerdos de Clayton resultarían demasiado dolorosos para ella. En París, tenía que cerrar constantemente la puerta al pasado. Le parecía que se encontraba a solo un paso de San Petersburgo. Ya no estaba a medio mundo de distancia, sino en los lugares descubiertos con Eugenia y Vladimir y que solía visitar con Clayton. Quería ponerse a trabajar para olvidar el pasado y sumergirse en el presente.

Aquella noche, llamó a casa de su amiga y habló con Nicolás. Le contó todo lo que había visto y le prometió llevarlo a París algún día. Era una ciudad maravillosa que había desempeñado un importante papel en su vida. Nicolás dijo que se cuidara y le reiteró cuánto la quería. A pesar de que tenía casi quince años, el niño no se avergonzaba de sus emociones. «Es la sangre rusa que corre por tus venas», le decía Zoya en broma, pensando en lo mucho que a veces se parecía a Nicolai, sobre todo cuando le tomaba el pelo a Sasha. La llamada a su hija fue también muy típica. Sasha le había entregado una lista de cosas que quería, entre ellas un vestido rojo y varios pares de zapatos franceses. A su modo, estaba tan mimada como Natalia y era casi tan exigente como ella. Zoya se preguntó qué hubiera pensado Mashka de ellos y cómo hubieran sido los hijos de su prima si se hubiera casado.

Aquella noche se alegró de conseguir huir de los recuerdos cuando se fue a la cama. El viaje a París estaba resultándole más difícil de lo previsto en principio. Soñó con Alexis, María, Tatiana y los demás, y se despertó a las cuatro de la madrugada. No pudo conciliar el sueño hasta casi las seis. A la mañana siguiente, cuando pidió café solo y cruasanes, se sentía muy cansada.

– Alors, ¿preparada? -preguntó Axelle cuando se presentó en su habitación con un precioso vestido rojo de Chanel, el cabello blanco impecablemente peinado y un bolso de bandolera de Hermès. Parecía muy francesa, pensó Zoya, con un vestido azul de seda y un abrigo a juego de Lanvin. Zoya llevaba la melena pelirroja recogida en un moño y estaba guapísima cuando el portero del hotel les abrió la portezuela del taxi. Sonrió al reconocer el acento del conductor. Era uno de los muchos ancianos rusos que aún conducían taxis en París. Le preguntó si conocía a Vladimir y el hombre sacudió la cabeza. No recordaba a nadie con ese nombre ni creía haberlo conocido jamás. Era la primera vez en muchos años que Zoya hablaba en ruso. Incluso con Serge Obolensky hablaba en francés. Axelle escuchó la musical cadencia de las palabras mientras el vehículo se detenía frente a la entrada de la casa Schiaparelli en la rue de la Paix. Zoya y Axelle se volvieron locas al entrar. Hicieron un importante pedido de jerséis para la tienda y mantuvieron una larga conversación con la diseñadora, explicándole las necesidades y preferencias de su clientela. Era una persona muy interesante solo tres años mayor que Zoya. Su éxito era por entonces casi tan grande como el de Gabrielle Chanel, cuya tienda se encontraba todavía en la rue Cambon, adonde se dirigieron aquel mismo día. Más tarde visitaron la casa Balenciaga, donde Zoya seleccionó varios vestidos de noche y se los probó para ver qué tal resultaban mientras Axelle admiraba su elegancia.

– Hubieras debido ser diseñadora -dijo Axelle con una sonrisa-. Tienes mucha intuición para la ropa.

– Siempre me gustaron los vestidos bonitos -confesó Zoya, contemplando las complejas creaciones del genio español-. Ya de niñas, María y yo analizábamos los vestidos de nuestras madres y sus amigas, y criticábamos los que nos parecían de mal gusto -añadió y rió al recordarlo.

– ¿Era tu hermana? -preguntó Axelle ante la nostálgica mirada de sus ojos.

– No. -Zoya apartó el rostro porque no solía abrir a nadie las puertas de su pasado, y tanto menos a Axelle con quien mantenía casi siempre una mera relación de trabajo. Sin embargo, allí se encontraba tan cerca de los acontecimientos que le resultaba difícil-. Era mi prima.

– ¿Una de las hijas del zar? -Zoya asintió en silencio-. Qué terrible fue todo aquello.

Aquella noche cenaron en sus habitaciones y examinaron las listas de lo ya comprado, de lo que más les gustaba y lo que pensaban comprar. A la mañana siguiente, fueron a ver los diseños de Dior. Axelle no pensaba comprar nada; solo quería verlos para trazar unos bocetos que más tarde su costurera pudiera copiar. De este modo, las ganancias se acrecentarían.

Tuvieron ocasión de conocer personalmente a Christian Dior, un hombre simpatiquísimo. Axelle le presentó a Zoya con su título completo. Allí coincidieron con lady Mendl, de soltera Elsie de Wolfe. Cuando se marcharon, Elsie le contó a Dior todos los detalles de la vida de Zoya con Clayton.

– Fue una lástima que lo perdieran todo en el veintinueve -comentó Elsie en el momento en que entraba Wallis Simpson, la futura duquesa de Windsor, con sus dos perros caniches. Dior era gran admirador suyo.

Aquella tarde, Zoya y Axelle visitaron de nuevo a Elsa Schiaparelli en su lujoso salón construido dos años antes en la place Vendôme y pudieron admirar el divertido sofá en forma de labios, diseñado para ella por Salvador Dalí. Axelle quería hacer un importante pedido de abrigos, a pesar de que ya se les estaba acabando el presupuesto. El mundo de la moda en París era irresistible.

Más tarde, Schiaparelli tuvo que dejarlas pues estaba citada con un fabricante norteamericano de abrigos. Era, como ellas, uno de sus mejores clientes extranjeros, explicó. En aquel momento, entró una de sus colaboradoras y le susurró algo en italiano.