– ¡Sí! -contestó Zoya, adelantándose a su prima al tiempo que señalaba con la mano el frasco de Lilas-. ¡Es precisamente mi perfume preferido! -Los ojos de la zarina miraron a María con expresión inquisitiva y esta abandonó la estancia riéndose. Su madre continuó conversando con Zoya-. ¿Está bien tío Nicolás?

– Sí, aunque apenas le veo. El pobrecillo volvió del frente para descansar y se encuentra en casa con un asedio de sarampión.

Ambas rieron, y en aquel momento María entró de nuevo en la habitación llevando en brazos algo envuelto en una manta. Se oyó un extraño pío pío como de pajarillo e, instantes después, apareció una cara marrón y blanca con largas y sedosas orejas y ojos brillantes como el ónice. Era uno de los cachorros de la perra.

– ¡Oh, qué bonito es! Hacía muchas semanas que no veía ninguno -exclamó Zoya, y extendió una mano mientras el animalillo emitía una serie de sonidos y le lamía las manos.

– Es niña y se llama Sava -dijo orgullosamente María, mirando a Zoya emocionada-. Mamá y yo queremos regalártela -añadió, sosteniendo en alto a la perrita mientras Zoya la admiraba.

– ¿Para mí? Oh…, pero ¿qué…?

Iba a decir «qué dirá mi madre», pero se detuvo inmediatamente porque no quería perder ese regalo.

Sin embargo, la zarina lo comprendió con toda claridad.

– Es cierto… -dijo-, a tu madre no le agradan los perros, ¿verdad, Zoya? Lo había olvidado. ¿Se enfadará mucho conmigo?

– ¡No! No…, de ninguna manera -contestó, tomando el cachorro y estrechándolo en sus brazos mientras Sava le daba lametones en las mejillas, la nariz y los ojos, y ella echaba la cabeza hacia atrás para que la pequeña cocker no le mordisqueara el cabello-. ¡Qué bonita es! ¿De verdad es para mí?

– Me harías un gran favor si te la quedaras, querida.

La zarina sonrió y suspiró, sentándose en una de las dos sillas. Se la veía extremadamente cansada y Zoya advirtió entonces que iba vestida con el uniforme de la Cruz Roja. Se preguntó si se lo habría puesto para atender a sus hijos y a su amiga enfermos o si aquel día habría trabajado también en el hospital. La soberana se tomaba muy en serio su labor en el hospital e insistía siempre en que sus hijas colaboraran.

– Mamá, ¿te apetece un poco de té?

– Te lo agradeceré, Mashka.

María tocó la campanilla y la doncella se presentó de inmediato, sabiendo que la zarina estaba allí con las muchachas. Poco después regresó con una tetera humeante. María sirvió té para las tres.

– ¿Cómo está tu abuela, Zoya? -preguntó la zarina, refiriéndose a la prima lejana de su marido-. Llevo varios meses sin verla. He estado muy ocupada aquí y apenas voy a San Petersburgo.

– Está muy bien, tita, muchas gracias.

– ¿Y tus padres?

– Bien. Mamá teme que envíen a Nicolai al frente y papá dice que eso la tiene muy nerviosa y preocupada. -Natalia Ossupov se ponía nerviosa por cualquier cosa, era tremendamente frágil, y su marido satisfacía todos sus caprichos y deseos. A menudo la zarina le comentaba en privado a María que no le parecía conveniente que él la mimara tanto, aunque, por fortuna, Zoya nunca se las daba de mártir. Estaba llena de fuego y de vida, y no conocía la timidez. Alejandro se imaginaba siempre a la madre de Zoya reclinada en un sillón, toda vestida de seda blanca y adornada con sus increíbles perlas, con su pálida piel, su rubio cabello y una mirada de terror en los ojos como si la vida fuera para ella una carga insoportable. Al inicio de la guerra, le había pedido que la ayudara en su tarea de la Cruz Roja, pero Natalia contestó que no podría resistirlo. No era precisamente uno de los mejores ejemplares de la especie humana, pero la zarina se abstuvo de hacer comentarios y solo asintió con la cabeza.

– Dale recuerdos de mi parte cuando vuelvas a casa.

Zoya miró a través de la ventana y, al ver que ya había oscurecido, se levantó de un salto y consultó horrorizada su reloj.

– ¡Oh! ¡Debo marcharme ahora mismo! ¡Mamá se pondrá furiosa!

– ¡Y con razón! -dijo la zarina riéndose. Después se levantó, destacando con su elevada estatura al lado de la joven-. ¡No mientas a tu madre sobre dónde estuviste! Aunque ya sé lo mucho que le disgustará saber que te has expuesto al contagio del sarampión. ¿Lo tuviste de niña?

– No -contestó Zoya, riéndose-, pero tampoco lo pillaré ahora, y si lo pillo…

Se encogió de hombros y estalló en otra carcajada mientras María la miraba sonriente.

Era una de las cosas que más le gustaba de ella, su valentía y despreocupación. Juntas habían cometido muchas travesuras a lo largo de los años, aunque nunca cosas peligrosas o auténticamente perjudiciales.

– Ahora te mandaré a casa. Tengo que atender a los niños y a la pobre Ana…

La zarina se despidió de ambas jóvenes con un beso y se retiró. María recogió el cachorro de donde estaba escondido, lo envolvió de nuevo en la manta y se lo entregó a Zoya.

– ¡No te olvides de Sava!

– ¿De veras me puedo quedar con ella? -preguntó Zoya con los ojos rebosantes de amor.

– Es tuya. Lo decidí al principio, pero quería darte una sorpresa. Protégela con tu abrigo por el camino. Así conservará el calor. -La perrilla tenía solo siete semanas y había nacido el día de la Navidad rusa. Zoya se entusiasmó al verla por primera vez en Navidad cuando la familia acudió a palacio para cenar con el zar y sus allegados-. Tu madre se pondrá furiosa, ¿verdad? -preguntó María, riéndose.

– Sí -contestó Zoya-, pero yo le diré que la tuya se ofenderá muchísimo si la devolvemos. Y mamá no querrá disgustarla.

María acompañó a su prima a la planta baja y la ayudó a ponerse el abrigo mientras sostenía a la perrilla. Después le puso el sombrero de martas sobre el cabello pelirrojo y la abrazó con cariño.

– ¡Cuídate mucho y no te pongas enferma! -dijo Zoya.

– No tengo la menor intención de hacerlo.

María le entregó el frasco de perfume y Zoya lo tomó con su mano enguantada.

La doncella anunció que Fiodor ya estaba preparado.

– Vendré dentro de uno o dos días, te lo prometo… ¡Y gracias por todo!

Zoya abrazó rápidamente a María y corrió hacia la troika donde Fiodor la estaba esperando. El hombre tenía las mejillas y la nariz bastante coloradas, y Zoya comprendió que había estado bebiendo con sus amigos en las caballerizas, pero no le importó. Le haría falta para defenderse del frío durante el rápido regreso a San Petersburgo. La muchacha se acomodó en su asiento y se alegró de que hubiera cesado de nevar.

– Tenemos que darnos prisa, Fiodor; mamá se enfadará mucho si me retraso.

Sin embargo, sabía que no llegaría a tiempo para la cena. Ya estarían en el salón cuando llegara… ¡Y, por si fuera poco, la perrita! Zoya rió para sus adentros mientras la fusta restallaba en el frío aire nocturno y la troika se ponía en movimiento detrás de los briosos caballos negros. Instantes después cruzaron la verja y los cosacos a caballo se desvanecieron a su espalda mientras atravesaban a toda prisa la aldea de Tsarskoe Selo.

2

Mientras la troika conducida por Fiodor recorría a toda velocidad la avenida Nevsky, Zoya abrazó efusivamente a la perrilla y trató afanosamente de inventarse alguna excusa que ablandara a su madre. Sabía que no temería por su seguridad porque Fiodor la acompañaba, pero sin duda el retraso la molestaría y al ver a la perrita se disgustaría. Tendría que presentarla más tarde. Al llegar a Fontanka giraron bruscamente a la izquierda y los caballos se lanzaron casi al galope, sabiendo que ya estaban muy cerca de casa y de las caballerizas. Fiodor, que conocía bien el terreno, les dio rienda suelta y a los pocos momentos ayudaba a Zoya a descender del vehículo. Con súbita inspiración, la joven se sacó de debajo del abrigo el cachorro envuelto en la manta y lo depositó en sus manos con mirada suplicante.

– Por favor, Fiodor, me la regaló la zarina…, se llama Sava. Llévala a la cocina y dásela a Galina. Yo bajaré por ella más tarde.

El hombre contempló sus ojos de chiquilla asustada y sacudió la cabeza, riéndose.

– ¡La condesa pedirá mi cabeza, mademoiselle! Y puede que también la suya.

– Lo sé, a lo mejor papá… -Papá que siempre intercedía en su favor, que era siempre tan bueno y cariñoso con su madre. Era un hombre maravilloso y ella lo adoraba-. Rápido, Fiodor…, tengo que darme prisa.

Eran las siete pasadas y aún tenía que cambiarse de ropa antes de presentarse en el comedor. Fiodor tomó la perrita y Zoya subió corriendo los peldaños de mármol de su hermoso palacete estilo medio ruso y medio francés, ordenado construir por su abuelo para su mujer. La abuela vivía ahora en un pabellón al otro lado del jardín con un pequeño parque propio, pero en aquellos momentos Zoya no tenía tiempo de pensar en ella. Tenía mucha prisa. Entró rápidamente, se quitó el sombrero, entregó el abrigo a una doncella y subió corriendo la escalinata principal para alcanzar su dormitorio, pero al punto oyó tronar una conocida voz a su espalda.

– ¡Alto! ¿Quién anda ahí?

– ¡Cállate! -dijo Zoya en un susurro. Su hermano se encontraba de pie junto a la escalera-. ¿Qué haces tú aquí?

Estaba muy guapo de uniforme, y Zoya sabía que todas sus compañeras del Smolny suspiraban por él. Lucía la insignia de la célebre Guardia Preobrajensky, pero eso ahora no le impresionó.

– ¿Dónde está mamá? -preguntó, pese a que ya conocía la respuesta.

– En el comedor, desde luego. ¿De dónde vienes?

– Vete. Tengo prisa… -Aún tenía que cambiarse y su hermano la estaba entreteniendo-. Voy a llegar tarde.

El joven rió y sus ojos verdes la miraron con expresión burlona.

– Será mejor que vayas tal como estás. Mamá se pondrá furiosa como te sigas retrasando.

Zoya vaciló un instante y luego preguntó:

– ¿Dijo algo? ¿La has visto?

– Todavía no. Acabo de llegar. Quiero hablar con papá después de la cena. Ve a cambiarte. Yo los distraeré. -La quería más de lo que ella imaginaba; era la hermanita de la que solía presumir ante sus amigos, los cuales suspiraban por ella desde hacía años. Sin embargo, los habría matado si se hubieran atrevido a tocarla. La muchacha era una pequeña belleza, pero aún no lo sabía y era demasiado joven para coquetear con ellos. Algún día se casaría con un príncipe o, por lo menos, con alguien tan importante como su padre, un conde o coronel que inspirara admiración y respeto entre sus conocidos-. Vete, bestezuela -le gritó Nicolai a su espalda-. ¡Date prisa!

Zoya corrió a su habitación, y a los diez minutos bajó luciendo un vestido azul marino de seda con cuello de encaje. Detestaba aquel vestido, pero sabía que a su madre le gustaba mucho y no quería predisponerla aún más. Hubiera resultado imposible acceder al comedor sin llamar la atención. Mientras entraba con aire de serena inocencia, su hermano esbozó una sonrisa pícara, sentado entre su madre y su abuela. La condesa estaba insólitamente pálida y vestía un precioso modelo de raso gris y un collar de brillantes y perlas negras. Cuando levantó lentamente el rostro y miró a su hija, con expresión de reproche, sus ojos eran casi del mismo color que el vestido.

– ¡Zoya! -exclamó sin levantar la voz.

Zoya la miró con candor y corrió a besarle la fría mejilla mientras miraba nerviosa a su padre y a su abuela.

– Lo siento muchísimo, mamá, me retrasé un poco en la clase de ballet. Después fui a ver a una amiga, perdóname, yo…

– ¿Dónde has estado exactamente? -preguntó la gélida voz de su madre mientras el resto de la familia contemplaba la escena en silencio.

– Tuve que… Te pido perdón…

Natalia miró a su hija directamente a los ojos mientras esta fingía alisarse el cabello. Parecía habérselo peinado a toda prisa, tal como de hecho sucedió.

– Quiero saber la verdad. ¿Has ido a Tsarskoe Selo?

– Yo… -Hubiera sido inútil. Su madre era demasiado fría, demasiado bella y aterradora, y dominaba por entero la situación-. Sí, mamá -contestó, sintiéndose de nuevo una niña de siete años y no una joven de diecisiete-. Perdóname.

– Eres una insensata. -Los ojos de Natalia se encendieron de furia mientras miraba a su marido-. Konstantin, se lo prohibí expresamente. Todos los niños tienen el sarampión y ahora ella se ha expuesto al contagio. Ha sido un descarado acto de desobediencia.

Zoya miró nerviosamente a su padre; en los ojos de este brillaba el mismo fuego esmeralda que en los suyos y el conde apenas si podía reprimir una sonrisa. Adoraba a su hija de la misma manera que amaba a su esposa. Esta vez, Nicolai intercedió en su favor, cosa que en raras ocasiones hacía, tal vez porque la vio muy preocupada y se compadeció.

– Quizá le pidieron que fuera, mamá, y Zoya no se atrevió a negarse.