– ¿Tendrán la amabilidad de disculparme, señoras? Mi ayudante les mostrará los tejidos con los que pueden confeccionarse los abrigos. El señor Hirsch me espera en mi despacho.

Ambas mujeres discutieron largo rato los detalles con la ayudante y, al final, pidieron que el modelo de abrigo se confeccionara en rojo, negro y gris paloma, el color que tanto gustaba a Zoya, que aquel día llevaba un vestido malva diseñado por Madame Grès y comprado en Axelle con un importante descuento.

Cuando abandonaron el establecimiento, vieron que las seguía un hombre moreno de elevada estatura, cuyo rostro parecía esculpido en mármol. Más tarde lo encontraron de nuevo en el ascensor del hotel.

– No las sigo, es que yo también vivo aquí -dijo, y miró a Zoya con una sonrisa infantil en los labios. Después añadió, tendiéndole la mano a Axelle-: Creo que ha comprado usted algunas cosas de mi línea. Soy Simon Hirsch.

– Ah, claro, yo soy Axelle Dupuis. Permítame presentarle a mi colaboradora, la condesa Nikolaevna Ossupov.

Fue la primera vez que Zoya se avergonzó de su título. Se sintió ridícula ante aquel hombre de apariencia tan sencilla y simpática, cuyos ojos castaños miraban directamente a los suyos con la mayor naturalidad del mundo.

– ¿Es usted rusa? -preguntó Hirsch cuando el ascensor se detuvo.

– Sí -contestó Zoya en un susurro e inevitablemente se ruborizó, tal como solía ocurrirle.

La habitación de Hirsch estaba casi al lado de la suya y, mientras caminaban con él por los anchos pasillos, ambas se sintieron diminutas. Tenía hombros de jugador de rugby y desprendía energía por todos sus poros.

– Yo también. Mejor dicho, mi familia. Yo nací en Nueva York -dijo Hirsch. Ambas mujeres se detuvieron frente a la puerta de la habitación de Zoya-. Les deseo muy buenas compras. Bonne chance! -añadió mientras abría la puerta de su habitación.

Una vez en la habitación de Zoya, Axelle se quitó los zapatos.

– Los pies me duelen terriblemente… Me alegro de haberlo conocido. Tiene una línea muy buena. Cuando volvamos, quiero echarle un vistazo. Necesitamos más abrigos para la temporada de otoño y, si no los llevamos todos de aquí, podríamos comprarle algunos modelos a él, siempre que nos haga buen precio.

Zoya pidió que les subieran un té y ambas repasaron juntas los pedidos del día. Quedaban solo cuatro días de estancia en París, antes de embarcar en el Queen Mary rumbo a Nueva York.

– Deberíamos comprar unos cuantos zapatos y sombreros más -dijo Zoya con aire pensativo-. Tenemos que ofrecer a nuestras clientas algo más que vestidos y trajes de noche. Esta ha sido siempre nuestra fuerza. Los complementos y accesorios que tanto agradan a las señoras.

– Y que tú sabes elegir tan sabiamente. -Mientras contemplaba a su bella colaboradora vestida de malva y con su cabello pelirrojo en cascada sobre su espalda, Axelle añadió-: Es guapo, ¿verdad?

– ¿Quién? -preguntó Zoya, visiblemente perpleja.

En aquel instante estaba pensando en los sombreros y las fabulosas joyas de Chanel, aunque sus clientas tenían tantas joyas que no sabía si comprenderían la originalidad de las creaciones de Chanel.

– El fabricante de abrigos de Nueva York, mujer. Si yo tuviera veinte años menos, lo cazaría sin pensarlo ni un minuto.

Zoya rió ante la imagen de la comedida Axelle cazando a alguien. Se imaginó al hombre huyendo de la habitación, perseguido por ella.

– Me gustaría que lo hicieras -le dijo.

– Tiene un aire un poco duro, pero simpático. Me gustan los hombre así. -Era casi tan alto como Clayton, pero con la espalda mucho más ancha, aunque Zoya apenas se había fijado en él-. Te llevaré conmigo cuando vaya a su salón de exposiciones. Quizá te invite a cenar. Al fin y al cabo, ambos sois rusos.

Axelle hablaba en broma, pero no del todo. Había advertido cómo miraba el hombre a Zoya y el brillo en sus ojos cuando supo su título.

– No seas tonta, Axelle. El pobrecillo solo quería ser amable.

– Mon oeil! Tengo muy buen ojo. -Axelle agitó un dedo en dirección a Zoya-. Eres demasiado joven para comportarte como una monja. ¿Sales alguna vez con alguien?

Era la primera vez que Axelle se atrevía a preguntárselo. Lejos de casa, de la tienda y de sus clientas, resultaba mucho más fácil hacer preguntas de tipo personal.

– Nunca -contestó Zoya con serena sonrisa-. Nunca he salido con nadie desde que murió mi marido.

– ¡Pero eso es tremendo! ¿Cuántos años tienes?

– Treinta y siete. No puedo comportarme como una niña, tal como algunas de nuestras clientas.

Axelle entornó los ojos en gesto de amistosa desaprobación y Zoya le sirvió otra taza de té tomando la tetera de la bandeja de plata. Los lujos del Ritz eran casi una costumbre para ella.

– ¡No seas ridícula! -exclamó Axelle-. A tu edad yo tenía dos amantes -añadió y miró con picardía a su joven amiga-. Por desgracia, ambos estaban casados. -Sin embargo, uno de ellos le puso la tienda, según los rumores que Zoya nunca creyó, pero que tal vez fueran ciertos-. Te diré más, en estos momentos mantengo una relación muy agradable con un hombre de Nueva York. No puedes pasarte la vida entre la tienda y tus hijos. Un día crecerán y ¿qué harás entonces?

– Trabajar más que antes -contestó Zoya, riendo-. En mi vida no hay espacio para un hombre, Axelle. Estoy en la tienda hasta las seis de la tarde y después me ocupo de Sasha y Nicky hasta las nueve o las diez. Me doy un baño, echo un vistazo a los periódicos, leo algún libro y ya está. Si alguien me invitara a cenar, me dormiría sobre el plato.

Axelle sabía cuánto trabajaba Zoya, pero lamentaba que en su vida hubiera aquel doloroso vacío del que tal vez ni ella misma era consciente.

– Convendría que por tu bien te despidiera -dijo en broma.

Ambas sabían que no había peligro de tal cosa. Zoya era demasiado importante en aquel negocio donde, al fin, había encontrado un seguro refugio.

A la mañana, cuando regresaron a Dior para comprar algunos modelos de zapatos, se tropezaron de nuevo con Simon Hirsch, descendiendo de un taxi al mismo tiempo que ellas.

– Veo que volvemos a encontrarnos. ¡Como no me ande con cuidado, van ustedes a vender los mismos abrigos que yo! -dijo.

Pero no parecía preocupado. Miró de nuevo a Zoya, vestida esta vez con un juvenil modelo de hilo rosa.

– No se preocupe, señor Hirsch -respondió Axelle-, hemos venido a comprar zapatos.

– Loado sea Dios.

Entraron juntos en el salón y a la salida volvieron a coincidir.

– Convendría que combináramos nuestros programas -dijo Hirsch-. Así ahorraríamos tiempo y dinero en taxis. -Miró a Zoya y consultó su reloj. Llevaba zapatos ingleses hechos a mano, traje impecable y reloj de pulsera recién comprado en Cartier-. Señoras, ¿tienen tiempo para almorzar conmigo o están demasiado ocupadas?

Zoya iba a declinar la invitación, pero ante su sorpresa Axelle aceptó. Sin más preámbulos, Hirsch paró un taxi e indicó al taxista la dirección del recién inaugurado hotel George V.

– Tienen una cocina estupenda. La última vez que estuve en París me alojé allí. Eso fue hace un año, cuando viajé a Alemania, pero esta vez no pienso volver -añadió Hirsch, y súbitamente se puso muy serio-. Fue una experiencia muy desagradable.

Descendieron del taxi frente a la entrada del hotel situado a dos pasos de los Campos Elíseos y se dirigieron al comedor. El maître los acompañó a una mesa excelente. Tras pedir la comida, Hirsch les preguntó si planeaban ir a algún otro sitio.

Axelle contestó que solo tenían tiempo para visitar París.

– Antes de venir aquí, compré unos tejidos muy bellos en Inglaterra y Escocia -dijo Hirsch y pidió el vino mientras Zoya lo miraba en silencio-. Pero no volveré a poner los pies en Alemania, con todo este jaleo que hay con Hitler.

– ¿Piensa usted que hará de verdad las cosas que dice?

Zoya había oído hablar de su hostilidad hacia los judíos, pero no acababa de creérselo.

– Sin ninguna duda. Los nazis han creado una atmósfera de antisemitismo que invade todo el país. Los judíos tienen miedo de hablar con la gente. Estoy seguro de que se avecinan graves problemas.

– Parece increíble -dijo Zoya, pero también lo parecía la revolución.

– Estas locuras siempre lo parecen. Mi familia abandonó Rusia a causa de los pogromos. Ahora las persecuciones contra los judíos han llegado hasta aquí de forma un poco más sutil, pero no demasiado. Perseguir a los judíos nunca es sutil. -Los ojos de Hirsch se encendieron de cólera ante la atónita mirada de ambas mujeres. Después, como si quisiera cambiar de tema, se dirigió a Zoya y preguntó-: ¿Cuándo se fue usted de Rusia, señora condesa?

– Por favor -dijo Zoya, ruborizándose-, llámeme simplemente Zoya. En la vida real, mi nombre es Zoya Andrews -añadió y apartó el rostro un instante antes de responder-. Me fui de Rusia en 1917. Inmediatamente después de la revolución.

– Debió de ser muy doloroso para usted. ¿La acompañó su familia?

– Solo mi abuela. -Zoya ya podía hablar de ello, pero tardó casi veinte años en conseguirlo-. A casi todos los demás los mataron antes de que nos fuéramos. Y a algunos un año más tarde.

Hirsch no comprendió que se refería al zar porque no le pasó por la cabeza que fuera pariente suyo.

– ¿Y entonces se fue a Nueva York?

– No -contestó Zoya sonriendo mientras el camarero servía el exquisito vino de 1926 pedido por Simon-. Vinimos a París y vivimos aquí dos años, hasta que me casé y fui a Nueva York con mi marido.

Hirsch vio consternado que aún llevaba la alianza de matrimonio en el dedo.

Axelle también lo vio y comprendió que Zoya no iba a dar explicaciones.

– La condesa es viuda -explicó mientras Zoya le dirigía una mirada de reproche.

– Lo siento -dijo Hirsch cortésmente-. ¿Tiene usted hijos?

– Dos, un niño y una niña -contestó Zoya con orgullo-. Y usted, señor Hirsch, ¿tiene hijos?

Lo preguntó simplemente por educación mientras esperaban que los sirvieran. Axelle se alegró del giro que tomaba la conversación. Hirsch le gustaba mucho y este parecía muy interesado por Zoya.

– No -contestó Hirsch, sacudiendo la cabeza-. Nunca me casé y no tengo hijos. Me faltó tiempo porque pasé veinte años levantando el negocio. Casi toda mi familia trabaja conmigo. Mi padre se retiró el año pasado y creo que mi madre ya ha perdido la esperanza. Cree que, si no me he casado a los cuarenta, ya nunca lo haré. Antes me volvía loco con sus exigencias. Soy hijo único y esperaba por lo menos diez nietos, o algo por el estilo.

Zoya esbozó una sonrisa nostálgica, recordando sus conversaciones con Mashka sobre los hijos que tendrían. Ella quería seis y Mashka cuatro o cinco, pero sus vidas no discurrieron por los cauces previstos.

– Probablemente se casará dentro de unos años y sorprenderá a su madre con quintillizos.

Simon Hirsch fingió atragantarse con el vino.

– Tendré que decírselo para que me deje en paz. -La comida llegó por fin: deliciosas albóndigas de ave para Axelle y codorniz para Zoya. Simon había pedido bistec y se disculpó por su paladar norteamericano-. ¿Puedo preguntarles sobre sus compras, señoras, o acaso es un secreto?

Zoya miró sonriendo a su amiga.

– Creo que los secretos no son necesarios con usted, señor Hirsch, exceptuando tal vez los abrigos.

Zoya comentó algunas compras, especialmente los jerséis de Schiaparelli.

– Este nuevo modelo de jersey cerrado es magnífico -comentó-, y los zapatos que hoy hemos comprado a Dior son una maravilla.

– Tendré que ir a verlos cuando los reciban. ¿Han comprado algo de este nuevo Shocking Pink de Elsa?

Era un rosa tan acertado que Simon quería introducirlo en su línea.

– Aún no estoy muy segura -contestó Zoya-. Es un poco atrevido para algunas de nuestras clientas.

– Pues a mí me parece estupendo.

A Zoya le hizo gracia que aquel hombre con pinta de jugador de fútbol contara las alabanzas del Shocking Pink de Elsa Schiaparelli. Sin embargo, no cabía duda de que sus abrigos eran los mejores de Estados Unidos y de que tenía un gusto exquisito en cuestión de moda y tonalidades.

– Mi padre era sastre -explicó Hirsch- y mi abuelo también. Con sus dos hermanos, fundó la compañía Hirsch en el Lower East Side. Confeccionaban vestidos y abrigos para sus amigos hasta que alguien de la Séptima Avenida oyó hablar de ellos y empezó a hacerles pedidos. Entonces mi padre dijo qué demonios, se trasladó a la Séptima Avenida y abrió un taller. Más tarde, cuando yo entré en el negocio, cambié todo de arriba abajo e introduje el concepto de la moda. Tuvimos terribles peleas y, cuando mis tíos se retiraron, empecé a trabajar en serio con lanas inglesas y unos colores que a mi padre le erizaban los pelos. Comenzamos a fabricar abrigos de señora y, en los últimos diez años, venimos haciendo lo que soñé en un principio. Las perspectivas son muy buenas, sobre todo ahora que papá se ha retirado y yo adquiero los nuevos diseños en París.