– Es una historia muy interesante, señor Hirsch -dijo Axelle. Una de las típicas historias que habían configurado el éxito de su país de adopción-. Sus abrigos son fantásticos y en nuestra casa se venden muy bien.
– Me alegra mucho saberlo -dijo Simon, esbozando una sonrisa de satisfacción. Su negocio iba viento en popa y casi todo lo había hecho él solo-. Mi padre temió que lo llevara a la ruina. El año pasado me dio un voto de confianza cuando se retiró, y ahora finge que no le interesa. Pero siempre que salgo, mis sastres y cortadores me dicen que hace la ronda por los talleres. Y usted, señora condesa…, perdón, Zoya… ¿cómo llegó al salón de Axelle?
– Pues, siguiendo un camino muy largo -contestó Zoya, y rió-. Lo perdimos todo en el crac de la Bolsa. De la noche a la mañana, nos quedamos sin un céntimo, tuvimos que vender nuestras dos casas, los muebles, mis vestidos y pieles, e incluso la porcelana. -Era la primera vez que hablaba de todo aquello en presencia de Axelle, pero no le importó-. Tenía dos hijos que mantener y prácticamente no sabía hacer nada. Aquí en París había bailado en el Ballet Russe durante la guerra y también en otra compañía de ballet, pero, en 1929, había perdido la práctica y no podía dedicarme otra vez al baile clásico. -Axelle no estaba preparada para lo que Zoya reveló a continuación-. Me presenté para trabajar en las Follies de Ziegfield, pero no tenía suficiente estatura y entonces conseguí un empleo en un salón de variedades. -Axelle se quedó mirándola asombrada y Simon Hirsch sintió inmediatamente un profundo respeto por ella. Pocas mujeres hubieran pasado de la riqueza a la pobreza con tanta valentía, y pocas hubieran confesado su trabajo como coristas-. Probablemente te sorprenderás, Axelle, porque nadie lo sabe, ni siquiera mis hijos. Fue horrible. Estuve allí un año y medio hasta que una noche… -Los ojos se le llenaron de lágrimas al recordarlo-. Hubo un terrible incendio mientras yo actuaba en el salón, y por poco pierdo a mis hijos. Son lo que más quiero en este mundo y comprendí que ya no podría dejarlos solos por las noches. Puse lo poco que me quedaba en dos cajas, me fui a un hotel con cien dólares que me prestó un amigo y llamé a la puerta de Axelle. No creo que ella adivinara lo desesperada que estaba yo en aquellos momentos -añadió y miró con gratitud a su amiga, mientras Axelle trataba de asimilar sus palabras-. Tuve la suerte de que me contratara. Allí estoy desde entonces y allí espero seguir. Y después fueron felices y comieron perdices -añadió sin darse cuenta de lo emocionados que estaban sus interlocutores, especialmente Simon.
– Qué historia tan extraordinaria -dijo mientras Axelle se secaba discretamente los ojos con un pañuelo de encaje.
– ¿Por qué no me lo dijiste entonces? -preguntó Axelle.
– Temía que no quisieras contratarme. Hubiera hecho cualquier cosa con tal de conseguir el trabajo. Incluso saqué a relucir el título, cosa que hasta entonces jamás me había atrevido a hacer. De lo contrario, me hubieran obligado a brincar como una loca mientras desde detrás del telón alguien gritaba: «¡Y ahora, para ustedes, la actuación de nuestra condesa particular!». -Los tres se echaron a reír, y Zoya más que nadie. Ambos estaban muy impresionados por su relato. Solo Axelle sabía lo despiadada que hubiera sido la gente de haberse enterado alguien de que la condesa Nikolaevna Ossupov bailaba en un salón de variedades-. En la vida una tiene que hacer lo que pueda. Durante la guerra, aquí en París algunos de nuestros amigos cazaban palomas en el parque y las comían.
Simon se preguntó qué otras tragedias habría sufrido Zoya. La revolución debió de ser un golpe terrible. En ella había mucho más de lo que se apreciaba a primera vista. Y él quería averiguarlo todo. Lamentó que el almuerzo acabara y las acompañó al Ritz antes de reunirse con el representante de una fábrica francesa de tejidos.
Estrechó la mano de Zoya y luego la miró desde el taxi. Pensó que era una mujer extraordinaria. Quería saberlo todo sobre ella, cómo escapó, cómo sobrevivió, cuál era su color preferido, cómo se llamaba su perro y cuáles eran sus temores de infancia. Le parecía una locura, pero, en el breve lapso de una tarde, se había enamorado de la mujer de sus sueños. Tardó cuarenta años, pero un día en París, a cuatro mil kilómetros de su casa, acababa de encontrarla.
36
Zoya lamentó que su viaje finalizara. La última noche, cenaron en Cordon Bleu y regresaron a pie al hotel. Axelle le deseó que descansara y le dio las gracias por haberla ayudado a seleccionar la nueva línea de otoño. Aún no salía de su asombro al recordar la historia contada por Zoya durante el almuerzo en el George V.
No habían vuelto a ver a Simon y Zoya se preguntó si aún estaría en París. Le dejó una nota, dándole las gracias por el almuerzo y deseándole suerte para el resto del viaje. Al final, compraron más sombreros y algunas joyas de Chanel. El último día, Zoya lo dedicó a compras para sus hijos. Encontró el vestido rojo que quería Sasha y a Nicolás le compró una chaqueta, un abrigo, unos libros para que practicara el francés y un reloj de oro de Cartier, muy parecido al que tenía Clayton. A Sasha le compró también una muñeca preciosa y una fina pulsera de oro. Tenía las maletas llenas de cosas para ellos y ya había hecho el equipaje. A la mañana siguiente tenían que tomar el tren con destino a Le Havre, pero aquella noche quería hacer algo que no le había comentado a Axelle. Al día siguiente se celebraba la Pascua rusa y, tras pensarlo mucho, decidió asistir a la misa de medianoche en la catedral de San Alejandro Nevsky. Fue una decisión muy dolorosa porque había estado allí con Clayton, Eugenia y Vladimir, pero no podría abandonar París sin visitar aquel templo. Era como si una parte de sí misma estuviera todavía allí y ella no pudiera sentirse libre hasta enfrentarse con su pasado. Jamás podría volver a casa, San Petersburgo ya no existía, pero necesitaba tocar y sentir por última vez aquel retazo de su vida antes de regresar a Nueva York junto a sus hijos.
Dio las buenas noches a Axelle y, a las once y media, bajó, detuvo un taxi e indicó al taxista la dirección de la rue Daru. Al contemplar el majestuoso templo, contuvo la respiración. Estaba igual que siempre, nada había cambiado desde aquella Nochebuena tan lejana en el tiempo.
El oficio religioso fue tan bello y emocionante como lo recordaba y, en su transcurso, Zoya entonó los solemnes himnos y sostuvo la vela en sus manos, sintiendo más cerca que nunca a sus seres perdidos. Al concluir la ceremonia, experimentó una extraña sensación de paz mientras contemplaba a los rusos, charlando en voz baja en la acera. De pronto, vio un rostro conocido: Yelena, la hija de Vladimir. Bajó en silencio la escalinata sin decirle nada, levantó los ojos al cielo con una sonrisa y saludó a las almas de quienes antaño formaron parte de su vida. Regresó en taxi al hotel. Cuando se acostó, sintió deseos de llorar, pero fueron lágrimas de un dolor que el tiempo había mitigado y ahora solo recordaba de vez en cuando.
A la mañana siguiente, no le contó nada a Axelle. Tomaron el tren a Le Havre y embarcaron en el Queen Mary. Sus camarotes eran los mismos de la travesía de ida. Mientras el buque zarpaba, Zoya recordó la vez que zarpó con Clayton en el Paris, rumbo a Estados Unidos.
– La veo muy triste…
Zoya se sobresaltó. Se volvió y vio a Simon mirándola con dulzura. Mientras Axelle se quedaba en el camarote deshaciendo el equipaje, ella había decidido salir a cubierta para afrontar a solas sus pensamientos. Con el cabello alborotado por el viento, Simon parecía más apuesto que nunca.
– No estoy triste, simplemente recordaba.
– Habrá tenido usted una vida muy interesante, sospecho que mucho más de lo que contó en el almuerzo.
– El resto ya no importa -dijo Zoya con la mirada perdida en la inmensidad del mar. Simon hubiera querido acariciarle la mano, hacerla sonreír y devolverle la alegría-. El pasado solo interesa en la medida en que influye en nosotros, señor Hirsch. Me costó mucho regresar, pero ahora estoy contenta de haberlo hecho. París está lleno de recuerdos para mí.
– Lo debió de pasar usted muy mal aquí durante la guerra -dijo Simon-. Yo quise participar, pero mi padre no me dejó. Al final me enrolé, pero demasiado tarde. No salí de Estados Unidos. Me enviaron a una fábrica de Georgia, de tejidos, naturalmente. Al parecer estoy predestinado al negocio de los trapos. Lo debió de pasar muy mal cuando estaba aquí -repitió con expresión muy seria.
– Es cierto, pero nuestro destino fue mucho más fácil que el de quienes se quedaron en Rusia. -Zoya pensó en Mashka y en los demás. Simon no quiso hacerle más preguntas para no incomodarla-. Pero eso ya no importa -añadió Zoya, mirándolo con una sonrisa-. ¿Ha sido fructífero su viaje?
– Pues, sí. ¿Y el de ustedes?
– Estupendo. Creo que Axelle está muy contenta con los pedidos que hemos hecho.
Zoya hizo ademán de marcharse y Simon sintió el impulso de retenerla.
– ¿Cenará usted conmigo esta noche?
– Tendré que preguntarle a Axelle qué desea hacer. Pero se lo agradezco mucho. Le transmitiré su invitación -contestó Zoya.
Quería darle a entender con toda claridad que no estaba disponible. Le gustaba mucho aquel hombre, pero, a su lado, se sentía vagamente incómoda. Su mirada era tan intensa y su apretón de manos tan fuerte, e incluso tan poderoso el brazo con que la sostuvo cuando el barco empezó a balancearse, que Zoya tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para resistir. Casi lamentaba viajar con él en el mismo barco. No le apetecía verlo muy a menudo. Cuando le comunicó su invitación a Axelle, esta se mostró entusiasmada.
– Acéptala, por lo que más quieras. Yo misma le dejaré una nota.
Axelle lo hizo, pero, en el último momento, anunció que estaba mareada y dejó a Zoya con Simon en el comedor, contrariando los deseos de su amiga. A los pocos minutos, Zoya olvidó sus recelos y empezaron a conversar animadamente. Simon describió el año que pasó en la fábrica de tejidos de Georgia, y aseguró que como no entendía ni una palabra del acento sureño, en venganza, les hablaba en yiddish. Después le habló de su familia. Su madre debía de ser casi tan autoritaria como la de Zoya, a pesar de que ambos pertenecían a ambientes muy distintos.
– Quizá es que todas las mujeres rusas son así -dijo Zoya y rió-. Mi abuela era muy distinta, gracias a Dios. La mujer más tolerante y cariñosa que he conocido en mi vida. Le debo la vida en muchos sentidos. Creo que a usted le hubiera gustado mucho -añadió.
– Sin duda -convino Simon-. Es usted una mujer sorprendente. Ojalá la hubiera conocido hace mucho tiempo.
– Puede que entonces no le hubiera agradado tanto -dijo Zoya riéndose-. La adversidad humilla a las personas y yo entonces estaba demasiado mimada. -Recordó las comodidades de las que disfrutaba en Sutton Place-. Estos últimos diez años me han enseñado muchas cosas. Siempre pensé, durante la guerra, que si mi vida volvía a mejorar, nunca daría nada por descontado, pero lo hice. Ahora lo valoro todo mucho más… El salón de modas, mi trabajo, mis hijos, todo lo que tengo.
– Quisiera saber cómo fue su vida en Rusia -dijo Simon medio enamorado.
Al terminar la cena, salieron a dar un paseo por la cubierta. El suave balanceo del barco no incomodaba a Zoya, que lucía un vestido de noche de raso gris, creado por la modista de Axelle a partir de un diseño de madame Grès, y un chaquetón de zorro plateado que la favorecía sobremanera.
– ¿Por qué quiere saberlo? -preguntó Zoya, intrigada.
¿Qué podía importarle? ¿Sería simple curiosidad o algo más profundo? No estaba muy convencido de lo que buscaba en ella y, sin embargo, a su lado se sentía muy seguro.
– Quiero saber todo sobre usted porque está llena de belleza, fuerza y misterio.
Zoya sonrió. Nadie le había dicho jamás algo semejante, ni siquiera Clayton, aunque entonces era apenas una niña. Ahora tenía bastante experiencia.
– Ya sabe usted muchas más cosas que otras personas -dijo-. Nunca había revelado a nadie que fui corista. La pobre Axelle casi se muere del susto, ¿verdad?
– Y yo también -reconoció Simon-. Jamás había conocido a una corista de un salón de variedades.
– ¡Imagínese qué contenta se pondría su madre! -dijo Zoya y rió-. En cualquier caso, no creo que le hiciera mucha gracia. Si sus padres huyeron de Rusia escapando de los pogromos, dudo que tengan mucha simpatía hacia los rusos.
– ¿Los conoció usted de pequeña?
Simon no quería turbarla, diciéndole que estaba en lo cierto. Su madre hablaba del zar como de una figura odiosa, responsable de todos sus males, y su padre era apenas un poco más comprensivo.
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