Zoya lo miró como si sopesara algo mentalmente y después asintió muy despacio con la cabeza.
– Sí -dijo con una leve vacilación-. El zar y mi padre eran primos. Yo me crié con sus hijos. -Después le habló de Mashka, de los veranos en Livadia y de los inviernos en el palacio de Alejandro-. Era casi una hermana para mí. Sufrí mucho cuando me enteré de la noticia. Después vino Clayton y nos casamos -añadió con lágrimas en los ojos.
Simon le tomó la mano, asombrado de que hubiera sido tan fuerte y valiente. Era como si acabara de conocer a alguien de otro mundo, un mundo que siempre lo fascinó y desconcertó. En su infancia leyó libros sobre el zar, para gran disgusto de su madre, pero siempre sintió curiosidad por conocer mejor a aquel hombre. Zoya le comentó ahora su simpatía y su encanto. Era una faceta del zar que él ignoraba por completo.
– ¿Cree usted que habrá otra guerra?
Parecía increíble que pudieran producirse dos grandes guerras en su vida y, sin embargo, algo le decía que era posible.
– Creo que sí, aunque espero que no -contestó Simon, confirmando sus temores.
– Yo también. Fue terrible que murieran tantos jóvenes. Hace veinte años París estaba desierto. Todos habían marchado a la guerra. No quiero ni pensarlo.
Sobre todo, ahora que tenía un hijo, le dijo a Simon.
– Algún día me gustaría conocer a sus hijos.
– Son un encanto. Nicolás es muy serio y Sasha está bastante mimada. Era la preferida de su padre.
– ¿Se parece a usted?
– Pues, no. Más bien a su padre -contestó Zoya, sacudiendo la cabeza.
Pero no invitó a Simon a visitarla en Nueva York. Quería mantener las distancias. Era muy amable y simpático, pero se sentía tan a gusto con él que temía llegar demasiado lejos.
Simon la acompañó al camarote y se despidió junto a la puerta. A la mañana siguiente, cuando Zoya y Axelle salieron a dar un paseo por la cubierta, Simon estaba esperándolas. Jugó al tejo con Zoya, las invitó a almorzar y la tarde pasó volando. Aquella noche Zoya y Simon cenaron juntos y después bailaron. Notó que estaba un poco tensa, y cuando más tarde salieron a pasear por la cubierta le preguntó el motivo.
Zoya contempló su hermoso rostro en la oscuridad y decidió sincerarse.
– Tal vez porque tengo miedo.
– ¿De qué? -preguntó Simon, un poco ofendido. Él no pretendía causarle ningún daño. Muy al contrario.
– De usted. Y espero que no lo tome como una descortesía.
– No es una descortesía, pero estoy perplejo. ¿Yo la asusto?
Nadie lo había acusado jamás de semejante cosa.
– Un poco. Quizá tengo más miedo de mí misma que de usted. Hace mucho tiempo que no voy a ningún sitio con un hombre, y tanto menos a almorzar, cenar y bailar en un barco. -Zoya recordó su luna de miel con Clayton en el Paris-. No ha habido nadie desde que murió mi marido. Y no quiero que cambie la situación.
– ¿Por qué no? -preguntó Simon, sorprendido.
– Pues… -Zoya se detuvo a pensarlo-. Porque soy demasiado mayor y debo pensar en mis hijos…, porque amaba mucho a mi marido…, por todas estas cosas, supongo.
– No puedo discutirle el amor por su marido, pero es ridículo que se considere demasiado mayor. ¿Qué soy yo entonces? ¡Le llevo tres años!
– Bueno, su caso es distinto… -Zoya rió-. Nunca estuvo casado y yo sí. Todo eso forma parte de mi vida.
– ¡Qué tontería! ¿Cómo puede decir tal cosa a su edad? La gente se enamora y se casa todos los días, muchas personas son viudas o divorciadas, otras están casadas… ¡Y muchas le doblan la edad!
– Puede que yo no sea tan interesante como esas otras personas -dijo Zoya sonriendo.
– Se lo advierto, no pienso cruzarme de brazos. Usted me gusta mucho. -Simon la miró con sus cálidos ojos castaños y Zoya sintió que en su interior se agitaba algo latente desde hacía muchos años-. No me daré por vencido. ¿Sabe lo que hay por ahí para un hombre como yo? Chicas de veintidós años que cuando hablan ríen como estúpidas, chicas histéricas de veinticinco años, divorciadas de treinta años en busca de alguien que les pague el alquiler y otras de cuarenta que son auténticas zorras. No conozco a nadie como usted desde hace veinte años y no admitiré que me diga que es demasiado mayor, ¿está claro, condesa Nikolaevna Ossupov? -Zoya sonrió a su pesar-. Y le advierto que soy un hombre muy obstinado. La perseguiré aunque tenga que montar una tienda frente a la entrada del salón de Axelle. ¿Le parece razonable?
– En absoluto, señor Hirsch. Me parece absurdo.
– Muy bien, pues. Compraré la tienda en cuanto regrese a Nueva York. A no ser que acceda a cenar conmigo la noche de nuestra llegada.
– Llevo tres semanas sin ver a mis hijos.
Zoya no tuvo más remedio que reconocer en su fuero interno lo mucho que le gustaba aquel hombre. Tal vez más adelante aceptara su amistad.
– Bueno, pues -dijo Simon-, al día siguiente. Y puede llevar a sus hijos, si quiere. Quizá ellos sean más razonables que usted -añadió y contempló aquellos ojos verdes que le habían robado el corazón en cuanto los vio en el salón de Schiaparelli.
– No esté muy seguro -dijo Zoya, pensando en sus hijos-, son muy fieles al recuerdo de su padre.
– Eso está muy bien, pero usted tiene derecho a algo más en su vida, y ellos también. Por mucho que usted se esfuerce, no podrá dárselo todo. Su hijo necesita a un hombre en casa y probablemente su hijita también.
– Tal vez -dijo Zoya en tono evasivo. De pronto, Simon la pilló por sorpresa y la besó suavemente en los labios-. Por favor, no vuelva a hacer eso -susurró ella sin demasiada convicción.
– No lo haré -replicó, y volvió a besarla.
– Gracias -dijo Zoya, mirándolo con ojos soñadores.
Después cerró la puerta del camarote y él subió al suyo, sonriendo como un chiquillo.
37
Mientras navegaban rumbo a Nueva York el idilio floreció a pesar de Zoya. Cenaban, bailaban y se besaban sin cesar. Tenían los mismos intereses, los mismos gustos e incluso los mismos temores. Axelle los dejó solos y reía para sus adentros, observándolos de lejos. La última noche, Simon miró a su amada con tristeza.
– Te echaré terriblemente de menos, Zoya.
– Yo a ti también -confesó-, pero así debe ser. -Sabía que esto tenía que terminar, pero no comprendía exactamente por qué razón. La cosa hubiera tenido sentido hace muchos años, pero, en estos momentos, ya no. Deseaba estar a su lado tanto como él al suyo-. No hubiéramos tenido que empezar, Simon -dijo.
– Estoy enamorado de ti, Zoya Nikolaevna Ossupov.
Le encantaba el sonido de su nombre ruso y de vez en cuando le gastaba bromas sobre el título que utilizaba por motivos de trabajo.
– No lo digas, Simon. Solo servirá para dificultar las cosas.
– Quiero casarme contigo -dijo Simon sin la menor vacilación.
– Eso es imposible.
– No lo es. Cuando volvamos a casa, les diremos a tus hijos que estamos enamorados.
– Es una locura. Acabamos de conocernos.
Zoya ni siquiera aceptó hacer el amor. Tenía miedo y permanecía demasiado atada al recuerdo de su difunto marido.
– De acuerdo, pues. Esperaremos una semana.
Zoya rió mientras él la besaba.
– ¿Te casarás conmigo?
– No.
– ¿Por qué?
– Porque estás loco -contestó Zoya riéndose-. Incluso podrías ser peligroso.
– Seré muy peligroso si no te casas conmigo. ¿Has visto alguna vez a un judío ruso loco de atar en un barco inglés? ¡Podría causar un incidente internacional! Piensa en cuánta gente se llevaría un disgusto por tu culpa… Creo que es mejor que aceptes…
– Simon, por favor, sé razonable. Podrías odiarme cuando volviéramos a vernos en Nueva York.
– Mañana por la noche te lo diré. En caso de que no te odie, ¿te casarás conmigo?
– ¡No!
A veces, a Zoya le resultaba imposible ponerse seria con él. Otras, en cambio, Simon parecía capaz de llegar hasta el fondo de su alma.
– Nunca le había pedido a una mujer que se casara conmigo -dijo Simon, tomando sus manos en las suyas-. Soy un hombre responsable. Estoy enamorado de ti. Tengo un negocio. Mi familia me considera muy inteligente. Te lo suplico, Zoya, amor mío, cásate conmigo, por favor.
– No puedo, Simon. ¿Qué pensarían mis hijos? Dependen enteramente de mí, no están preparados para que un desconocido entre en sus vidas, ni yo tampoco. Llevo demasiado tiempo sola.
– Es cierto -dijo Simon en voz baja-. Demasiado. Pero no tienes por qué seguir así. ¿Lo pensarás?
– Lo haré -contestó Zoya, derritiéndose como la cera cuando él la miró-. Pero eso no significa que acaso lleguemos a un resultado.
Para Simon fue más que suficiente. Ambos pasaron varias horas conversando en cubierta.
A las siete en punto de la mañana siguiente, Simon llamó a la puerta de Zoya.
– Vayamos a ver la estatua de la Libertad.
– ¿A esta hora? -Zoya iba todavía en camisón y llevaba el cabello recogido en una larga trenza-. ¿Qué hora es?
– Hora de levantarse, perezosa -contestó y contempló con una sonrisa su camisón-. Ya te vestirás más tarde. Ahora ponte solo un abrigo y zapatos.
Zoya se puso el abrigo de visón regalo de Axelle hacía unos años, se calzó zapatos de tacón alto y salió con Simon a cubierta sin importarle demasiado su extraño atuendo.
– Si me viera alguna de mis clientas, jamás volvería a fiarse de mis consejos.
– Estupendo. En tal caso, Axelle te despediría y yo podría salvarte de tu terrible destino. -Ambos contemplaron en silencio la silueta de los rascacielos de Nueva York y la estatua de la Libertad mientras el barco se aproximaba lentamente al puerto-. Es bonito, ¿verdad?
– Sí -contestó Zoya, íntimamente feliz.
Rindió tributo al pasado y ahora volvía a mirar hacia el futuro. Todo le parecía nuevo y emocionante, y el solo hecho de contemplarlo le producía una inefable sensación de dicha. Simon la estrechó en sus brazos mientras el buque atracaba. Luego, Zoya bajó corriendo a su camarote para vestirse y cerrar los baúles. No volvió a verlo hasta el momento de desembarcar. Simon se ofreció a acompañarlas, pero rechazaron su invitación pues Axelle tenía un automóvil esperándola. No obstante, las acompañó por la escalerilla, llevando su equipaje de mano. De pronto, Zoya gritó y echó a correr. Nicolás la esperaba en el muelle, más guapo que nunca. Zoya lo llamó por su nombre y se arrojó a sus brazos mientras él la abrazaba con fuerza. El muchacho había decidido ir solo al puerto tras dejar a Sasha en la escuela. Simon contempló la escena con envidia mientras ayudaba a Axelle a llevar las maletas. Después se acercó a Zoya, estrechó solemnemente su mano y sonrió al muchacho. Le hubiera gustado tener un hijo como él.
– Hola, me llamo Simon Hirsch -dijo-. Tú debes de ser Nicolás.
Nicky sonrió tímidamente y después se echó a reír.
– ¿Cómo lo sabe?
– Tu madre habla constantemente de ti.
– Yo también hablo siempre de ella -dijo Nicolás, tomando del brazo a Zoya. Tenía casi quince años y ya era tan alto como Clayton-. ¿Lo pasaste bien? -preguntó mientras esperaban los baúles tras pasar por la aduana.
– Sí. Pero os eché mucho de menos -Zoya añadió algo en ruso y Nicolás rió. Al ver que Simon también reía, Zoya se dio cuenta de que la había entendido-. ¡Eso es jugar con ventaja! -exclamó.
Le había dicho a su hijo que llevaba el pelo demasiado largo y parecía un perro peludo.
– ¿Habla usted ruso, señor? -preguntó Nicolás, súbitamente interesado por Simon.
– Un poco. Mis padres son de Vladivostok. Mi madre también solía decirme cosas así en ruso, y a veces todavía me las dice -contestó Simon, riéndose.
Tras cumplimentar los trámites de aduana, Axelle y Zoya subieron al automóvil y Simon permaneció de pie en el muelle. Mientras el vehículo se ponía en marcha las despidió con la mano.
– ¿Quién es? -preguntó Nicolás a su madre en ruso.
– Un amigo de Axelle. Nos lo encontramos en el barco.
– Parece simpático.
– Lo es -dijo Zoya sin darle mayor importancia.
Después preguntó a su hijo cómo estaba Sasha.
– Tan insoportable como siempre. Ahora se ha empeñado en que quiere un perro. Un galgo ruso, a ser posible. Dice que causan furor y no parará hasta que le compres uno. A mí me parecen horribles. Si compramos un perro, que sea un dogo o un bóxer.
– ¿Y quién ha dicho que vamos a comprar un perro?
– Sasha, y lo que Sasha quiere, lo consigue.
Axelle sonrió sin entender sus palabras. Zoya le dijo a Nicolás que no fuera maleducado y prosiguieron su conversación en francés.
– Ah, ¿sí?
– ¿Acaso no es cierto?
– No siempre -contestó Zoya, ruborizándose. Pero Nicolás tenía razón. Sasha era una niña muy obstinada y a veces era mejor ceder a sus caprichos para que no diera la lata-. Aparte de eso, ¿qué tal se ha portado?
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