– ¿De quién es esta casa, Simon?

– Ojalá pudiera decir que es mía. Pertenece a una maravillosa dama inglesa que la convirtió en posada para pagar los gastos. La descubrí hace años y a veces vengo aquí para relajarme del ajetreo de Nueva York. Entra, te la presentaré.

Simon no se lo dijo a Zoya, pero aquella mañana había llamado a la señora Whitman, advirtiéndola de su llegada. Cuando pasaron a la acogedora salita con tapicería inglesa de cretona floreada, vieron sobre la mesa un típico té inglés. Había una resplandeciente tetera de plata y bandejas con bocadillos y pastas que la señora Whitman llamaba «galletas». Era una alta y delgada mujer de cabello blanco, acento muy cerrado, ojos risueños y largas manos estropeadas por las faenas del huerto.

– Cuánto me alegro de verlo, señor Hirsch -dijo, estrechando la mano de Simon sin apartar los ojos de Zoya.

Cuando Simon la presentó como su prometida, exclamó:

– ¡Qué buena noticia! Entonces, ¿son novios desde hace poco?

– Muy poco -contestaron al unísono mientras la señora Whitman servía el té y los invitaba a sentarse en su agradable salón.

En la estancia había una hermosa chimenea y varias piezas antiguas que la señora Whitman había traído consigo cuando se trasladó a Estados Unidos, hacía cincuenta años. Había vivido en Londres y Nueva York, pero, al morir su marido, se fue a vivir al campo. Reconoció inmediatamente el acento de Zoya y algo en su aspecto le hizo comprender que en aquella joven había bastante más de lo que se veía a primera vista. Pensó que Simon había hecho una buena elección y no tuvo reparo en decírselo. Para celebrar el compromiso, sacó una botella del mejor jerez.

El sol poniente iluminaba el jardín cuando brindó por ellos. Al poco rato, la señora Whitman tomó su copa y se retiró discretamente. Sus habitaciones estaban en la parte trasera de la casa y, cuando tenía huéspedes importantes, les permitía utilizar el salón y los dormitorios del piso de arriba. Había dos, comunicados por un amplio cuarto de baño victoriano, con unas elegantes camas inglesas con dosel.

– Ven a echar un vistazo -dijo Simon.

– ¿No le importará, Simon? -preguntó Zoya.

No sabía dónde se había metido la señora Whitman y parecía haber transcurrido una eternidad, pero se encontraba tan a gusto en aquel alegre salón, tomando jerez con él, que no le importaba en absoluto. Aun así, le parecía un poco raro subir arriba sin previa invitación.

– No seas tonta. Conozco este lugar como si fuera mi propia casa.

Simon la tomó de la mano y la acompañó a los dormitorios del piso de arriba. Zoya sonrió al verlos. Las luces estaban encendidas y las camas tenían los cobertores doblados hacia atrás como si la señora Whitman esperara invitados de un momento a otro. Cuando Zoya se volvió para bajar, Simon la atrajo riendo hacia sus brazos y la besó en la boca, dejándola casi sin aliento y con el cabello alborotado. La miró con una sonrisa pícara y la empujó hacia la cama.

– ¡Simon! -exclamó Zoya, tratando de zafarse de sus caricias-. ¡Qué pensará la señora Whitman! ¡Suéltame!…, vamos a desordenar la cama… ¡Simon!

Simon se tendió en la cama y rió.

– Eso espero.

– ¡Simon! ¿Te levantas o no? -dijo Zoya sin poder reprimir la risa.

Se lo veía completamente a sus anchas, tendido en uno de los dos dormitorios para invitados de la señora Whitman.

– No.

– ¡Estás borracho!

Sin embargo, Simon apenas bebió en todo el día, exceptuando la copita de jerez que tomó en la salita y que en modo alguno lo hubiera emborrachado. Extendió sus largos brazos y atrajo a Zoya hacia la cama.

– No estoy borracho, pero tenías razón esta mañana cuando dijiste que te había secuestrado. Pensé que te sentaría bien irte conmigo a algún sitio. Y aquí estamos, ocultos en mi escondrijo secreto. Por consiguiente, considérate secuestrada -añadió Simon, besándola cariñosamente en los labios.

– ¿Hablas en serio? ¿Nos quedaremos aquí?

– Pues claro -contestó Simon-. Incluso me he tomado la libertad de traer algunas cosas por si las necesitabas -dijo y sonrió tímidamente.

– ¡Simon, eres fantástico! -tendiéndose a su lado en la cama como una chiquilla, Zoya le arrojó los brazos al cuello y lo besó. Simon le había comprado un precioso camisón de raso con salto de cama y chinelas a juego, y toda clase de cremas, lociones y aceites de baño, dos barras de labios, un cepillo de dientes nuevo y un dentífrico de la marca que antes había visto en su cuarto de baño. Lo introdujo todo en un maletín que fue a buscar al piso de abajo y dejó en el dormitorio contiguo. Zoya lo examinó en medio de breves exclamaciones de alegría y preguntó-: ¿Qué pensará la señora Whitman de nuestra estancia aquí? Sabe que no estamos casados.

Simon sabía que aquella mujer de apariencia tan seria era, en realidad, mucho menos remilgada de lo que parecía y tenía un extraordinario sentido del humor. Además, hubiera sido difícil oponerse a los planes de dos personas tan visiblemente enamoradas.

– ¿Qué quieres que piense, Zoya? Tenemos dormitorios separados.

Zoya asintió en silencio y fue a la otra habitación para ordenar los tesoros que Simon le había comprado. Se emocionó al descubrir un gran frasco de su perfume preferido.

– Eres increíble, Simon, estás en todo.

– Eso espero.

Simon la abrazó de nuevo y bajó por el resto de los bocadillos y algo más de jerez. Después la invitó a cenar fuera, pero Zoya insistió en que no tenía apetito.

– Me encanta este sitio -dijo Zoya. Simon encendió la chimenea y ambos se sentaron frente a ella, saboreando los bocadillos de berros y las exquisitas galletas inglesas de la señora Whitman, exactamente iguales a las que le daba su abuela cuando era pequeña en Rusia-. Es estupendo, ¿verdad?

Simón se inclinó para besarla. Zoya era todo lo que siempre había deseado.

Hacia las nueve, Zoya se retiró a su habitación. Ambos estaban cansados. Simon intuyó su inquietud. La oyó abrir el grifo del baño y, al cabo de un buen rato, oyó ruido en la habitación y se preguntó qué estaría haciendo y qué tal le sentaría el camisón de raso color marfil. Era digno de una noche de bodas, tal como él imaginaba que sería su fin de semana secreto. Se acercó despacio a la puerta y llamó suavemente con los nudillos. Se le cortó la respiración al verla. El camisón de raso moldeaba perfectamente su cuerpo y la melena pelirroja caía sobre sus hombros, enmarcando la lechosa piel de su cuello.

– Santo cielo, estás preciosa.

Jamás había visto a una mujer más hermosa. Hubiera deseado estrecharla en sus brazos, pero no se atrevió porque parecía una delicada figura de porcelana inglesa como las que la señora Whitman tenía en su salón.

– Es un camisón muy bonito, Simon, te lo agradezco -dijo Zoya, mirándolo tímidamente.

– Zoya…

Ella esbozó una lenta sonrisa no de niña, sino de mujer profundamente enamorada de su dulzura, consideración y amabilidad. Al mirarlo, bendijo el día en que lo conoció.

– ¿Por qué no entras un momento? -preguntó, haciéndose a un lado.

Simon cruzó el umbral y, venciendo sus reservas, la estrechó en sus brazos. El camisón resbaló de los hombros de Zoya. Bastó un leve contacto para que la prenda resbalara hacia la cintura y se deslizara por sus finas caderas hasta el suelo.

– Te quiero mucho -dijo Simon, contemplando casi sin habla su cuerpo.

Después la besó en los labios y el cuello y, con un poderoso gesto, la levantó en brazos y la llevó a la cama, tendiéndose inmediatamente a su lado. Al final, permanecieron tendidos el uno junto al otro, unidos ya para siempre. Zoya era mucho más de lo que él se atrevía a soñar.

– Te quiero, Simon.

Zoya comprendió que lo amaba como jamás había amado a ningún otro hombre en su vida. Ahora ya era su mujer y siempre lo sería. El presente y el futuro eran suyos, y el pasado no era más que un vago recuerdo. Al cabo de un rato se dirigieron al dormitorio de Simon, apagaron las luces y se tendieron en la cama mientras el fuego se convertía en rescoldo. Después, hicieron de nuevo el amor y se durmieron el uno en brazos del otro, formando un solo cuerpo como si aquella fuera su noche de bodas. Fue una noche inolvidable. Por la mañana, el desayuno apareció como por ensalmo en el salón de la señora Whitman. Zoya se cubrió el cuerpo con el salto de cama y siguió a Simon al piso de abajo.

– Esto es totalmente pecaminoso, ¿no te parece? -dijo en un susurro mientras saboreaba unos panecillos de arándanos.

Ofreció uno a Simon y le sirvió una taza de café. Era como si jamás hubiera pertenecido a otro hombre. Había transcurrido mucho tiempo desde su matrimonio con Clayton. Ahora era una mujer distinta.

– Yo no me siento en pecado -contestó Simon, mirándola con una sonrisa-. Me siento simplemente casado.

– Yo también.

Zoya lo miró con dulzura y, sin mediar palabra, Simon la acompañó otra vez al piso de arriba, sin preocuparse de los panecillos y el café.

39

En cuestión de dos semanas, todo cambió entre ambos. Se pertenecían el uno al otro y lo sabían. El único obstáculo eran los padres de Simon, a quienes Zoya no conocía. Temía conocerlos, pero Simon la tranquilizó lo mejor que pudo. Un viernes por la noche le anunció por sorpresa que cenarían en casa de sus padres.

– ¿Qué ha dicho tu madre? -preguntó Zoya, preocupada.

Simon no la advirtió de antemano para no asustarla.

Y ahora, a pesar de lo ocurrido entre ambos hacía dos semanas en casa de la señora Whitman, Zoya se sentía una chiquilla atemorizada.

– ¿De veras quieres saberlo? -Simon se echó a reír-. Me ha preguntado si eras judía.

– Oh, no, ya verás cuando oiga mi acento. Cuando se entere de que soy rusa, será tremendo.

– No seas tonta.

Pero Zoya tenía razón. Tan pronto como Simon hizo las presentaciones, su madre miró a Zoya con los ojos entornados.

– ¿Zoya Andrews? Pero ¿qué clase de nombre es ese? ¿Acaso es usted de ascendencia rusa?

Pensó que le habrían puesto el nombre de una abuela o de alguna parienta lejana.

– No, señora Hirsch. -Zoya la miró con sus grandes ojos verdes, rezando para que no se abatiera sobre ella una tormenta-. Soy rusa.

– ¿Es usted rusa?

La señora Hirsch hizo la pregunta en su lengua materna y Zoya esbozó una leve sonrisa al oír su acento. Era el propio de los campesinos que había conocido en su infancia y, por un instante, le recordó a Fiodor y a su dulce esposa Ludmila.

– Soy rusa -volvió a reconocer Zoya, pero esta vez en su propia lengua; hablaba con la suave y elegante dicción de las clases altas.

Sabía que aquella mujer la identificaría inmediatamente.

– ¿De dónde?

La inquisición prosiguió implacablemente mientras Simon miraba con gesto impotente a su padre. Este constató que Zoya era muy atractiva y tenía excelentes modales y educación. Simon había elegido bien, pensó su padre, sabiendo que no podría impedir que su mujer, Sofía, prosiguiera su interrogatorio.

– De San Petersburgo -contestó Zoya con una serena sonrisa.

– ¿San Petersburgo? -preguntó Sofía, secretamente impresionada-. ¿Cuál es el apellido de su familia?

Por primera vez en su vida, Zoya se alegró de no llamarse Romanov, aunque su propio apellido no fuera mucho mejor. Estuvo a punto de soltar una risa nerviosa ante aquella gigantesca mujer de brazos quizá tan poderosos como los de un hombre. A su lado, se sentía casi una niña.

– Ossupov. Zoya Nikolaevna Ossupov.

– ¿Por qué no nos sentamos y hablamos tranquilamente? -sugirió Simon al ver que su madre no hacía el menor gesto hacia las sillas del salón de su pequeño apartamento de Houston Street.

– ¿Cuándo vino aquí? -preguntó bruscamente Sofía mientras Simon hacía una mueca de desagrado, adivinando lo que se avecinaba.

– Al finalizar la guerra, señora. Me fui a París en 1917, después de la revolución.

No tenía por qué ocultar lo que era. Zoya lo sintió por Simon, que estaba pasándolo muy mal debido a los ataques de su madre contra la mujer con quien iba a casarse. Sin embargo, sabía que nada ni nadie podría separarlo de ella.

– Conque la echaron después de la revolución.

– Más o menos -dijo Zoya sonriendo-. Me fui con mi abuela cuando mataron a todos los miembros de mi familia -añadió, poniéndose muy seria.

– También mataron a la mía -replicó Sofía Hirsch. Su verdadero apellido era Hirschov, pero el funcionario de inmigración de Ellis Island no se tomó la molestia de transcribirlo bien y, a partir de entonces, se llamaron Hirsch en lugar de Hirschov-. A mi familia la mataron los cosacos del zar en los pogromos.

En su infancia, Zoya había oído ciertos comentarios al respecto, pero nunca pensó que algún día se vería en la necesidad de defenderlos.