– Lo lamento.

– Mmm…

La madre de Simon la miró enfurecida y se fue a la cocina a terminar de preparar la cena. Cuando la tuvo lista, su marido encendió las velas y entonó la plegaria del sabat. Sofía solo preparaba platos kosher, es decir, con alimentos autorizados por la religión judía, y aquel día había guisado la tradicional challah, que se servía con un vino especial. Toda aquella experiencia era novedosa para Zoya.

– ¿Sabe usted qué es el kosher? -preguntó Sofía cuando ya se había sentado a cenar.

– No…, bueno, sí. En realidad, no mucho -contestó Zoya en ruso, avergonzada de su ignorancia-. Creo que no se puede beber leche cuando se come carne -añadió insegura.

Sofía miró a su hijo con mal disimulada rabia, llamándolo constantemente «Shimon» y hablando con él en yiddish en lugar de ruso.

– Todo hay que mantenerlo separado. Los derivados de la leche nunca deben entrar en contacto con la carne. -Todo tenía que estar separado. Gracias a su nueva prosperidad, Sofía disponía de dos cocinas. Mientras esta le explicaba orgullosamente su fidelidad a las leyes talmúdicas, Zoya pensó que todo aquello era muy complicado-. Es tan listo -añadió Sofía, mirando a su hijo- que hubiera podido ser rabino. En su lugar, ¿qué es lo que ha hecho? Irse a la Séptima Avenida y echar a su familia del negocio.

– Mamá, eso no es cierto -dijo Simon sonriendo-. Papá se retiró, y lo mismo hicieron tío Joe y tío Isaac.

Mientras lo escuchaba, Zoya se percató de que aquel era un aspecto de su vida que aún no conocía por entero. Una cosa era que él se lo contara, y otra muy distinta verlo directamente. De repente, temió no estar a la altura de lo que se esperaba de ella. No sabía nada de su religión ni de la importancia que tenía para él. Ni siquiera sabía si Simon era religioso, aunque sospechaba que no. La religión no era para ella demasiado importante, aunque creía en Dios. Solo en Pascua y Navidad visitaba el templo ortodoxo.

– ¿A qué se dedicaba su padre?

Sofía Hirsch disparó la pregunta a bocajarro mientras Zoya la ayudaba a quitar la mesa. Ya sabía que Zoya trabajaba en una tienda y que Simon la conoció en París.

– Mi padre pertenecía al ejército -contestó Zoya.

– ¿No sería un cosaco? -preguntó Sofía casi a gritos.

– No, mamá, por supuesto que no -terció Simon. De pronto, a Zoya le pareció todo muy gracioso. Las vidas de ambos, de comienzos tan distintos, se cruzaron en determinado momento y, tras pasar varios años beneficiándose de su título, ahora tenía que asegurarle a aquella mujer que su padre no era un cosaco. Con el rabillo del ojo vio que a Simon también le parecía divertido. Era como si hubiera adivinado sus pensamientos y quisiera tomarle un poco el pelo a su madre. Sabía que el detalle le causaría una favorable impresión aunque fingiera horrorizarse. Ya había adivinado que su padre aprobaba la elección y su madre también, aunque no quisiera reconocerlo-. Zoya es condesa, mamá. Lo que pasa es que su sencillez le impide utilizar el título.

– ¿Condesa de qué? -preguntó Sofía.

– Absolutamente de nada. En eso tiene usted razón -contestó Zoya, soltando una carcajada-. Todo terminó.

La revolución ocurrió hacía diecinueve años y, aunque ella no la había olvidado, era como si formara parte de otra vida.

Tras un largo silencio, Simon decidió marcharse con Zoya, pero justo en aquel momento, su madre dijo en tono quejumbroso:

– Lástima que no sea judía. -Simon sonrió. Era la manera que tenía Sofía de decirle que la chica le gustaba-. ¿Crees que querrá convertirse? -le preguntó su madre como si Zoya no estuviera presente.

– Pues claro que no, mamá. ¿Por qué iba a hacerlo?

El padre le ofreció otro vaso de vino y su madre la miró con renovado interés.

– Simon dice que tiene usted hijos.

Era una acusación más que una pregunta.

– Sí, tengo dos -contestó Zoya con orgullo.

– Es usted divorciada.

Simon hizo una mueca de desagrado.

– No, soy viuda -dijo Zoya sonriendo-. Mi marido murió hace siete años de un ataque al corazón.

Prefirió explicárselo para que no supusiera que lo había matado ella.

– Lástima. ¿Cuántos años tienen?

– Nicolás casi quince y Alejandra once.

Sofía asintió, aparentemente satisfecha por una vez. Simon aprovechó la ocasión para levantarse y Zoya lo imitó, agradeciéndole a Sofía la cena.

– He tenido mucho gusto en conocerla -dijo Sofía a regañadientes mientras su marido sonreía. El hombre apenas había abierto la boca en toda la noche. Era muy tímido y había pasado medio siglo a la sombra de su dominante esposa-. Venga a vernos otra vez -añadió la madre de Simon mientras Zoya estrechaba de nuevo su mano y le reiteraba su gratitud, hablando en su aristocrático ruso.

Simon sabía que su madre lo llamaría al día siguiente y le soltaría un sermón.

Acompañó a Zoya hasta el Cadillac aparcado en la calle. Cuando se sentó al volante suspiró de alivio y miró cariñosamente a su amada.

– Lo siento. No hubiera debido traerte aquí.

Zoya rió al ver la expresión de su rostro.

– No seas tonto -dijo besándolo-. Mi madre hubiera sido mucho peor. Agradece que no tengas que enfrentarte con ella.

– Hace preguntas increíbles y después se sorprende de que nunca lleve a nadie a casa. ¡Ni que estuviera loco! Meshurgge! -«Estúpido», añadió en yiddish, dándose unas palmadas en la frente para explicárselo a Zoya mientras ella reía.

– Ya verás cuando Sasha empiece a darte la lata -dijo Zoya mientras regresaban lentamente a casa-. Hasta ahora, ha sido un ángel.

– En tal caso, estamos empatados. Juro que nunca te volveré a hacer una cosa semejante.

– La harás, pero no me importa. Tenía miedo de que preguntara algo sobre el zar. No hubiera querido mentirle, pero tampoco me hubiera gustado decirle la verdad -dijo Zoya-. Me alegro de no llamarme Romanov. Se hubiera desmayado del susto.

Simon rió al pensarlo y la llevó un rato a la sala de fiestas Copacabana para tranquilizarse un poco y beber unas copas de champán. A su juicio, la noche había sido bastante movida. En cambio, a Zoya la sorprendió que todo hubiera transcurrido como la seda. Temía cosas mucho peores.

– ¿Qué otra cosa hubiera podido ser peor? -preguntó Simon, horrorizado.

– Hubiera podido decirme que me marchara. En determinado momento, pensé que lo haría.

– No se hubiera atrevido. No es tan mala como parece. Y hace una sopa de pollo exquisita -añadió Simon, esbozando una tímida sonrisa.

– Le pediré la receta -dijo Zoya. Súbitamente recordó algo que la intrigaba-. ¿Tendremos que preparar comida kosher? -Simon soltó una carcajada-. Pero, bueno, ¿sí o no?

– Mi madre estaría encantada de que lo hiciéramos, pero permíteme decirte, amor mío, que en tal caso, me negaría a comer en casa. No te preocupes por esas cosas, ¿de acuerdo? ¿Me lo prometes? -Simon se inclinó para darle un beso mientras la orquesta iniciaba los acordes de su melodía preferida, I’ve got you under my skin, de Cole Porter-. ¿Me concede este baile, señora Andrews, o acaso debo llamarla condesa Ossupov?

– ¿Qué tal simplemente Zoya? -dijo ella riéndose mientras lo acompañaba a la pista.

– ¿Qué tal Zoya Hirsch? ¿Te suena bien?

Zoya lo miró sonriendo mientras bailaba con él. Era ciertamente un nombre algo raro para una prima del zar.

40

Consiguieron ocultarles el secreto a los niños hasta el mes de junio, cuando un día Sasha los sorprendió besándose apasionadamente en la cocina. La niña los miró escandalizada y después se encerró en su habitación y no quiso salir hasta después de cenar, cuando Nicolás la amenazó con derribar la puerta si no salía y se comportaba como una persona. Estaba muy dolido por el comportamiento de su hermana. Le gustaba Simon y esperaba que albergara intenciones serias con respecto a su madre. Había sido muy cariñoso con ellos, llevándolos de paseo los domingos por la tarde, invitándolos a cenar siempre que podía y haciéndoles constantes y costosos regalos. Más de una vez había acudido a recogerlo a la escuela en su Cadillac e incluso les había regalado una radio con la que se divertían muchísimo.

– ¡Compórtate como es debido! -advirtió Nicolás a su hermana-. ¡Y ve a pedirle perdón a mamá!

– ¡No pienso hacerlo! Estaba besando a Simon en la cocina.

– Bueno, ¿y qué? Lo quiere.

– Pero así, no…, es repugnante.

– Tú sí que eres repugnante. Ve a disculparte.

Sasha se dirigió a regañadientes al salón y se negó a mirar a Simon. Aquella noche, cuando él se fue, Zoya decidió comunicarles la noticia.

– Estoy muy enamorada de él, Sasha.

La niña rompió a llorar mientras Nicolás escuchaba desde la puerta.

– ¿Y papá? ¿Es que no lo querías?

– Pues claro que sí…, pero, cariño, él murió. Hace mucho tiempo que se fue. Sería bonito tener a alguien que nos quisiera. Simon os quiere mucho a ti y a Nicolás.

– A mí me gusta -intervino Nicolás en defensa de Simon mientras Zoya lo miraba conmovida-. ¿Os vais a casar? -le preguntó a su madre.

Mirando a sus dos hijos, Zoya asintió en silencio con la cabeza.

– ¡Te odio! -gritó histéricamente Sasha-. ¡Me destrozaréis la vida!

– ¿Por qué, Sasha? -Zoya se inquietó ante la reacción de su hija-. ¿A ti no te gusta? Es un hombre muy simpático y será muy bueno con nosotros.

Trató de abrazar a la niña, pero esta no lo permitió.

– ¡Os odio a los dos! -gritó Sasha sin saber por qué lo decía, como no fuera para disgustar a su madre.

Nicolás se enfadó y se acercó de un salto a la sollozante figura de su hermana.

– ¡Pide perdón si no quieres que te suelte un tortazo!

– ¡Ya basta los dos! Esta no es manera de empezar una nueva vida.

– ¿Cuándo os casaréis? -preguntó Sasha, interrumpiendo sus gimoteos.

– Todavía no lo sabemos. Queremos esperar un poco.

– ¿Por qué no este verano para que podamos irnos todos juntos? -sugirió Nicolás.

Zoya sonrió. No le parecía una mala idea y estaba segura de que a Simon le gustaría. Sin embargo, Sasha no parecía muy de acuerdo.

– No iré a ningún sitio con vosotros.

– Irás aunque tengamos que encerrarte en una maleta. Así por lo menos no te oiremos -dijo Nicolás.

– ¡Te odio! -le gritó Sasha a su hermano-. No iré a ninguna parte con vosotros -añadió, mirando con rabia a su madre.

– ¿Sabes lo que te pasa? -preguntó Nicolás, dirigiéndole una mirada acusadora-. ¡Que estás celosa! ¡Estás celosa de mamá y de Simon!

– ¡No es verdad!

– ¡Sí lo es!

Ambos hermanos siguieron discutiendo mientras Zoya los miraba impotente. Al día siguiente, cuando le contó la escena a Simon, Sasha ya se había calmado, aunque se negaba ostensiblemente a dirigirle la palabra a su hermano.

– Me gusta la idea de Nick -dijo Simon. Sabía lo difícil que era a veces el trato con Sasha. Se llevaba bien con ella, pero la niña le exigía constantemente cosas a su madre, su atención, su tiempo, nuevos vestidos y nuevos zapatos, poniendo en todo momento a prueba su paciencia-. ¿Por qué no nos casamos en julio y nos vamos a Sun Valley con los niños?

– ¿No te importaría que vinieran en nuestro viaje de luna de miel?

Zoya estaba asombrada de que pudiera ser tan bueno y estuviera dispuesto a aceptar a sus hijos como si fueran suyos.

– Pues claro que no. ¿A ti te gustaría?

– Me encantaría.

– Entonces está hecho -dijo Simon, besándola antes de echar un vistazo al calendario-. ¿Qué tal si nos casáramos el 12 de julio? -preguntó abrazando cariñosamente a Zoya.

Zoya llevaba mucho tiempo sin sentirse tan dichosa. El período de espera antes de la boda le estaba resultando muy difícil. Quería ser suya para toda la vida.

– ¿Qué dirá tu madre?

– Le diremos que hable con Sasha -contestó Simon, tras pensarlo un momento-. Son tal para cual. Zoya rió y él la besó.

41

El 12 de julio de 1936 Simon Ishmael Hirsch y Zoya Alejandra Eugenia Nikolaevna Ossupov Andrews se casaron ante un juez en el jardín de la preciosa casa de piedra arenisca que tenía Axelle en la calle Cuarenta y nueve Este.

La novia lucía un vestido de Norell color crema y un sombrerito con velo color marfil. La madre de Simon optó por no asistir a la boda en señal de que no aprobaba el que Zoya no fuese judía. En cambio, asistieron su padre, dos chicas de la tienda, un puñado de amigos y, por supuesto, los hijos de Zoya. Nicolás actuó como padrino y Sasha permaneció de pie a su lado con el rostro enfurruñado. Zoya hubiera podido organizar una boda por todo lo alto e invitar a clientas importantes como Barbara Hutton o Doris Duke, que hubieran asistido encantadas, pero decidió no hacerlo porque aunque las conocía muy bien no eran íntimas amigas suyas. Prefirió que la boda tuviera un carácter más cálido y familiar.