El mayordomo de Axelle sirvió champán y, a las cuatro en punto de la tarde, Simon regresó en el Cadillac con su nueva familia al apartamento de Zoya. Decidieron quedarse allí de momento y buscarse una casa más grande a la vuelta de su luna de miel. Pasarían tres semanas en Sun Valley, la estación de vacaciones inaugurada precisamente aquel año. Cogieron un tren con destino a Idaho desde la estación Pennsylvania. Simon compró a los niños varios juegos para que se entretuvieran y, cuando llegaron a Chicago, Sasha ya parecía más contenta. Pasaron la noche en el hotel Blackstone y, al día siguiente, reanudaron el viaje. Al llegar a Ketcham, todos estaban de muy buen humor, sobre todo Simon y Zoya tras una noche de pasión desenfrenada. Ninguno de los dos había vivido nunca una relación física tan intensa.

Se conocían desde hacía apenas tres meses, pero era como si hubieran estado juntos toda la vida. Simon enseñó a Nicolás a pescar y todos practicaban a diario la natación. A finales de mes, regresaron bronceados y felices al apartamento de Zoya. La primera vez que vio a Simon afeitarse en el cuarto de baño, Zoya se echó a reír, acarició la piel que tanto amaba y le dio un cariñoso beso.

– ¿De qué te ríes? -preguntó Simon, mirándola con una sonrisa.

– Es que, de repente, parece todo real, ¿no crees?

– Porque lo es.

Simon se inclinó para besarla y le dejó la cara cubierta de espuma de afeitar. Zoya cerró la puerta del dormitorio y de nuevo hicieron el amor antes de ir al trabajo. Zoya prometió a Axelle que se quedaría en el salón de modas hasta finales de septiembre. Los días pasaron volando. Tres semanas después, encontraron un piso muy bonito en la esquina de Park Avenue y la calle Sesenta y ocho. Tenía habitaciones muy amplias y bien ventiladas, y el dormitorio principal se encontraba en el otro extremo con respecto a los que ocuparían los niños. Nicolás tenía una habitación muy grande y Sasha se empeñó en que pintaran la suya de color púrpura.

– Yo también tenía una habitación púrpura cuando era pequeñita…, más o menos cuando tenía tu edad -dijo Zoya, recordando el famoso tocador malva de tía Alix.

Sintió una punzada de dulce añoranza mientras se lo describía a Sasha.

Nicolás puso en su habitación una fotografía de Clayton y, a su lado, otra de Simon. Los dos hombres de la familia salían a dar largos paseos por la tarde cuando Simon volvía a casa del trabajo. Un día, cuando ya llevaban una semana en el nuevo apartamento, Simon se presentó en casa con un cachorro de cocker spaniel.

– ¡Mira, mamá! -gritó Nicolás, emocionado-. ¡Es como Sava!

A Zoya le sorprendió que todavía se acordara de la perrita. Sasha pasó todo el día haciendo pucheros porque no era un galgo ruso. La raza aún estaba muy de moda, aunque no tanto como a finales de los años veinte. Era un animalito muy cariñoso y le pusieron por nombre Jamie. Se encontraban muy a gusto en el nuevo apartamento en el que incluso había una habitación de invitados contigua a la biblioteca. Simon le dijo en broma a Zoya que sería para el primer hijo que tuvieran.

– Tuve a mis hijos hace mucho tiempo, Simon. -A los treinta y siete años, no le apetecía tener más-. Cualquier día de estos seré abuela -añadió riéndose mientras Simon sacudía la cabeza.

– ¿Querrás que te compre un bastón, abuelita? -preguntó y la abrazó mientras ambos permanecían sentados en la cama de matrimonio, conversando hasta altas horas de la noche tal como solía hacer Zoya con Clayton en otros tiempos.

Sin embargo, la vida con Simon era muy distinta. Ambos tenían intereses y amigos comunes y eran personas adultas unidas a partir de una situación de fuerza y no de debilidad. Zoya era apenas una niña cuando en 1919 Clayton la había rescatado de los horrores de su vida en París, llevándola consigo a Nueva York. Todo era muy diferente, pensó Zoya mientras se dirigía al trabajo, apurando al máximo sus últimos días en el salón de modas de Axelle.

– ¿Qué voy a hacer ahora? -dijo al llegar el último día, sentada junto a su escritorio Luis XV, mientras tomaba una taza de té con Axelle-. ¿En qué me voy a entretener todo el día?

– ¿Por qué no te vas a casa y tienes un hijo? -replicó Axelle, riéndose.

Zoya sacudió la cabeza, pensando que hubiera deseado seguir trabajando con Axelle, pero Simon quería que disfrutara de un poco más de libertad. Llevaba siete años trabajando allí y ahora no lo necesitaba para vivir. Podría gozar de sus hijos y su marido y concederse ciertos lujos y caprichos, pero aun así a Zoya le parecía que se aburriría muchísimo sin ir a la tienda cada día.

– Hablas como mi marido.

– Él tiene razón.

– Sin el trabajo, me aburriré muchísimo.

– Lo dudo, querida.

Pero a Axelle no pudo evitar las lágrimas cuando aquella tarde Simon acudió a recoger a Zoya. Ambas mujeres se abrazaron emocionadas y Zoya prometió pasar al día siguiente para almorzar con Axelle.

Simon rió y le hizo una advertencia a la mujer que fuera la defensora de su idilio desde un principio.

– Tendrás que cerrar las puertas bajo llave para que no entre. Yo le digo constantemente que ahí afuera tiene todo un mundo por descubrir.

En octubre, Zoya se dio cuenta de que no sabía cómo ocupar su ocio. Visitaba a Axelle casi a diario, iba a los museos y recogía a Sasha en la escuela. A veces se presentaba incluso en el despacho de Simon y escuchaba ávidamente sus planes y proyectos. Simon había añadido a su negocio una nueva línea de abrigos infantiles y le interesaban mucho los consejos de Zoya. Su infalible sentido del estilo lo ayudó a añadir ciertos detalles que, de otro modo, ni siquiera se le hubieran ocurrido.

– Simon, lo echo mucho de menos -confesó Zoya en diciembre mientras regresaban a casa en taxi tras asistir a una función de teatro. Simon la había llevado a la representación inaugural de la obra Te lo puedes llevar si quieres, con Frank Conlan y Josephine Hull en el Booth Theater. Fue una velada muy agradable, pero se sentía muy inquieta y aburrida. Llevaba muchos años trabajando y no sabía quedarse en casa sin hacer nada-. ¿Y si volviera una temporadita al salón de Axelle?

Simon lo pensó y, al llegar a casa, dijo:

– A veces es difícil retirarse a tiempo, cariño. ¿Por qué no pruebas otra cosa?

¿Cómo qué?, pensó Zoya. Sus conocimientos se limitaban al baile y la moda, y el baile estaba ciertamente excluido. Rió para sus adentros al llegar a casa y Simon se volvió a mirarla. Estaba guapísima con su piel lechosa, sus brillantes ojos verdes y su llamativo cabello pelirrojo. Era tan hermosa que con solo mirarla Simon se encendía de deseo. Nadie hubiera dicho que tenía un hijo de quince años. Zoya se sentó en un sillón y pensó que Simon estaba muy apuesto con esmoquin. Le habían confeccionado el traje en Londres, para gran disgusto de su madre. «Tu padre hubiera podido hacerte uno mucho mejor», le dijo.

– ¿De qué te ríes? -preguntó Simon.

– Una tontería. Recordaba mis tiempos de corista en el Fitzhugh. Fue horrible, Simon, no podía soportarlo.

– No te imagino meneando el trasero y agitando el collar de perlas -dijo Simon con una sonrisa. Sin embargo, admiraba su valentía. Ojalá la hubiera conocido en aquellos momentos. Se hubieran casado y la hubiera salvado de aquel horror. Ahora no necesitaba que nadie la salvara, era fuerte y sabía desenvolverse sola. Simon hubiera querido que se incorporara a su negocio, pero su familia no la hubiera aceptado. Ella no estaba hecha para la Séptima Avenida, sino para un mundo mucho más exquisito. De pronto, a Simon se le ocurrió una idea. Se sirvió un coñac, descorchó una botella de champán para ella, y se sentaron a conversar frente a la chimenea-. ¿Por qué no inauguras tu propio establecimiento?

– ¿Un salón como el de Axelle? -preguntó Zoya, intrigada.

Sin embargo, aunque la idea la entusiasmaba, pensó en su amiga y sacudió la cabeza.

– No sería justo. No quiero competir con Axelle.

Por nada del mundo hubiera querido hacerle daño. Simon tenía otras ideas.

– Pues, entonces, haz otra cosa.

– ¿Como qué?

– Abárcalo todo, ropa de mujer, de hombre, incluso ropa infantil, pero solo lo mejor, que a ti se te da tan bien. Accesorios de todas clases: zapatos, bolsos, sombreros… Enseña a vestirse a la gente en general, no solo a las mujeres de postín que visitan el salón de Axelle, sino también a las demás personas que tienen dinero pero no saben vestirse como es debido. -Las clientas de Axelle eran las mejor vestidas de Nueva York, pero casi todas vestían también en París, como, por ejemplo, lady Mendl, Doris Duke y Wallis Simpson-. Podrías poner un pequeño negocio e irlo ampliando poco a poco. ¡Podrías incluso vender mis abrigos!

Zoya tomó un sorbo de champán y miró en silencio a su marido. Le gustaba la idea, pero abrigaba ciertas dudas.

– ¿Nos lo podríamos permitir?

Sabía que a Simon le iban muy bien las cosas, pero ignoraba de cuánto capital disponía. Era algo sobre lo que nunca hablaban. Tenían más que suficiente para vivir, pero los padres de Simon aún vivían en Houston Street y él los mantenía no solo a ellos, sino también a los hermanos de su padre.

– Creo que ya es hora de que hablemos seriamente de este asunto -dijo Simon, sentándose a su lado.

Zoya sacudió la cabeza y se ruborizó. No quería saberlo, pero, si de verdad pensaba abrir una tienda, tal vez no tendría más remedio.

– Simon, no quiero fisgonear. El negocio es tuyo.

– No, amor mío. También es tuyo, y marcha viento en popa. Estupendamente.

Simon le dijo lo que había ganado el año anterior y Zoya lo miró asombrada.

– ¿Hablas en serio?

– Verás, hubiera podido obtener mayores beneficios de haber pedido más lana de cachemira a Inglaterra -contestó Simon, interpretando erróneamente la expresión de sus ojos-. No sé por qué no lo hice. La próxima temporada haré un pedido más grande.

– ¿Estás loco? -dijo Zoya, riéndose-. No creo que el Banco de Inglaterra manejara tanto dinero el año pasado. ¡Simon, es increíble! Yo pensé…, quiero decir, que tus padres…

Esta vez fue Simon quien rió.

– A mi madre no conseguirías sacarla de Houston Street ni a punta de pistola. Aquel barrio le encanta. -Todos sus intentos de trasladarlos a una vivienda más lujosa en la parte alta de la ciudad fracasaron. Sofía fue a vivir al East Side cuando llegó a Nueva York, y allí moriría-. Creo que a mi padre le gustaría vivir en la parte alta, pero a mi madre no.

La mujer utilizaba batas de estar por casa y se enorgullecía de tener un solo abrigo «bueno», pese a que hubiera podido comprar todos los que tenía Axelle en su tienda, de haberlo querido.

– ¿Y qué haces con todo eso? ¿Invertirlo?

Zoya se estremeció al recordar a su difunto marido y sus desdichadas aventuras en la Bolsa, pero Simon era mucho más hábil que Clayton y tenía un instinto infalible para ganar dinero.

– He invertido una parte en bonos y el resto lo he reinvertido en el negocio. El año pasado compré, además, dos fábricas de tejidos. Creo que si fabricamos nuestros propios artículos, obtendremos mayores beneficios que con las importaciones y podremos controlar mejor la calidad. Las fábricas están en Georgia, donde la mano de obra es baratísima. Tardaremos unos años, pero creo que, a la larga, las ganancias serán muy superiores. -A Zoya le daba vueltas la cabeza. Simon había construido su imperio de la nada en veinte años y ahora, a los cuarenta, ya era dueño de una inmensa fortuna-. Por consiguiente, amor mío, si quieres abrir una tienda, no te prives. No le quitarás a nadie la comida de la boca. En realidad, creo que sería una inmejorable inversión.

– Simon, ¿querrás ayudarme? -preguntó Zoya, dejando la copa.

– Tú no necesitas ayuda, cariño, como no sea en la firma de los cheques. -Simon se inclinó para darle un beso-. Conoces este negocio mejor que nadie y tienes un sentido innato para descubrir qué tendrá éxito y qué no. Hubiera tenido que hacerte caso a propósito del Shocking Pink, cuando estábamos en París.

Simon rió al recordar que casi tuvo que comerse aquel tejido color de rosa pues no recibió ningún pedido. Los neoyorquinos no estaban preparados para aquella extravagancia, a excepción de los que acudían directamente a Schiaparelli y lo compraban en París.

– ¿Por dónde podría empezar? -dijo Zoya, entusiasmándose de repente.

– En los próximos meses, podrías buscar el local. En primavera, podríamos ir a París a comprar algunos artículos para la temporada de otoño. Si te pones en marcha ahora mismo -Simon hizo un rápido cálculo-, podrías inaugurar el establecimiento en septiembre.

– Es muy pronto. -Solo faltaban nueve meses y tendrían que solucionarse muchos detalles-. Me gustaría encargarle la decoración a Elsie. Tiene una intuición infalible para adivinar lo que le gusta a la gente, aunque ni ella misma lo sepa.