– Eso podrías hacerlo tú -dijo Simon, mirándola con ternura.
– No lo creo.
– Bueno, no importa. De todos modos, no tendrías tiempo. Bastante ocupada estarás buscando local, contratando personal y haciendo compras. Deja que lo piense. En la búsqueda del local podrían ayudarte unos amigos míos.
– ¿Lo dices en serio? -Los ojos de Zoya se encendieron como un fuego verde-. ¿Crees de veras que debo hacerlo?
– Pues claro. Vamos a probarlo. Si no funciona, lo cerramos y cubriremos las pérdidas en cuestión de un año.
Ahora Zoya sabía que podían permitirse aquella aventura.
Durante tres semanas no habló de otra cosa. Cuando acudió con Simon a la misa de la Navidad rusa, pasó casi toda la ceremonia cuchicheando con él. Uno de los amigos de Simon había encontrado un local que parecía perfecto, y Zoya estaba deseando verlo.
– Tu madre se desmayaría del susto si te viera en esta iglesia -dijo Zoya sonriendo.
La función religiosa no la hizo llorar como otras veces; estaba demasiado emocionada con su proyecto.
En la iglesia se tropezó con Serge Obolensky por primera vez en muchos meses. El príncipe saludó cortésmente a Simon cuando Zoya se lo presentó y ambos conversaron un momento en inglés, en atención a Simon, aunque enseguida pasaron a su aristocrático ruso.
– Me sorprende que no te casaras con él -comentó Simon más tarde, tratando de disimular sus celos.
Zoya lo miró riéndose mientras ambos regresaban a casa en el Cadillac verde.
– Serge nunca me interesó, cariño. Es demasiado listo como para casarse con un pobre título ruso. A él le gustan mucho más los exponentes de la alta sociedad norteamericana.
– Pues no sabe lo que se pierde -dijo Simon y la atrajo para darle un beso.
Al día siguiente, Zoya invitó a Axelle a almorzar y le comentó emocionada sus planes. Quiso exponerle el proyecto a su amiga desde un principio, subrayándole su propósito de no competir directamente con ella.
– ¿Y por qué no? -dijo Axelle asombrada-. ¿Acaso no compite Chanel con Dior? ¿Y Elsa con todos los demás? No seas tonta. ¡Eso animará el sector!
Zoya no lo había pensado, pero contar con la bendición de Axelle la alegró.
Cuando vio el local encontrado por el amigo de Simon, quedó encantada. Se hallaba en la esquina de la calle Cincuenta y cuatro y la Quinta Avenida, a solo tres manzanas del salón de Axelle, y previamente había sido un restaurante. El estado de conservación era pésimo, pero Zoya comprendió de un vistazo que era justo lo que necesitaba. Por si fuera poco, podría alquilar el primer piso, situado directamente encima.
– Alquila la planta y el piso -le aconsejó Simon.
– ¿No te parece que será demasiado grande?
Precisamente, el restaurante había fracasado porque el local era demasiado grande para su exigua clientela. Simon sacudió la cabeza.
– En la planta baja puedes vender la ropa de mujer y arriba la de hombre. Y si el negocio marcha bien -añadió, guiñándole el ojo a su amigo-, compraremos todo el edificio. Es más, podríamos comprarlo ahora mismo antes de que abran los ojos y nos suban el alquiler. -Simon hizo unos rápidos cálculos en un bloc de notas y añadió-: Adelante, Zoya, puedes comprarlo.
– ¿Comprarlo? -preguntó Zoya, casi atragantándose con la palabra-. ¿Y qué haré con los tres pisos restantes?
– Alquílalos con contratos por un año. Si la tienda tiene éxito, podrás recuperarlos. Es posible que algún día te alegres de tener cinco pisos a tu disposición.
– ¡Simon, es una locura! -exclamó Zoya sin poder reprimir su entusiasmo.
Nunca había soñado con ser propietaria de una tienda. Contrataron los servicios de Elsie de Wolfe y de varios arquitectos y, en pocas semanas, Zoya se vio rodeada de planos, dibujos y proyectos. Tenía la biblioteca llena de muestras de mármol, tejidos y maderas para los revestimientos de las paredes. Al final, Simon le cedió un despacho y una secretaria para que la ayudara en su tarea. El comentarista de sociedad Cholly Knickerbocker publicó la noticia en su columna e incluso se escribió un artículo al respecto en el New York Times. «¡Cuidado, Nueva York! -decía el articulista-. Cuando en julio pasado Zoya Nikolaevna Ossupov, la célebre condesa del salón Axelle, y Simon Hirsch, propietario del imperio de la Séptima Avenida, unieron sus fuerzas, es muy posible que pusieran en marcha un proyecto de gran envergadura.» Fueron palabras proféticas.
En marzo, ambos embarcaron rumbo a Francia en el Normandie. Comprarían en París las líneas de Simon y seleccionarían los principales artículos de la primera colección de Zoya. Esta vez eligió lo que más le gustaba sin tener que consultarlo con Axelle. Se divirtió muchísimo comprando, pues Simon le había concedido un presupuesto ilimitado. Se alojaron en el hotel George V, donde disfrutaron de unos momentos de intimidad que fueron como una segunda luna de miel. Regresaron a Nueva York al cabo de un mes, más felices y enamorados que nunca. Su vuelta a casa solo fue empañada por la noticia de que Sasha había sido expulsada de la escuela. A los doce años, la niña se comportaba de una forma inadmisible.
– ¿Cómo pudo ocurrir eso, Sasha? -preguntó Zoya a su hija por la noche. Nicolás acudió a recibirlos al puerto en el nuevo automóvil Duesenberg adquirido por Simon poco antes de que dejaran de fabricarlo el año anterior. El muchacho se alegró mucho de verlos, pero no tuvo más remedio que informar a Zoya sobre el comportamiento de su hermana. La niña utilizaba carmín de labios y se pintaba las uñas para ir a la escuela, y un día la sorprendieron besando a uno de sus profesores. El profesor fue inmediatamente despedido y Sasha expulsada sin posibilidad de readmisión-. ¿Por qué? -preguntó Zoya-. ¿Cómo pudiste hacer eso?
– Porque me aburría -contestó Sasha, encogiéndose de hombros-, y me parece una tontería estudiar en una escuela solo de niñas.
Simon le había pagado la matrícula de la prestigiosa escuela Marymount y Zoya se alegraba mucho de que su hija pudiera estudiar en un centro de tanto prestigio. Nicolás seguía en el Trinity, donde se encontraba muy a gusto. Le quedaban dos años para terminar y después se matricularía en la Universidad de Princeton como su padre. Sasha solo duró seis meses en el Marymount, pero no se avergonzaba en absoluto de su comportamiento. Pese a que solo había dos profesores varones en la escuela, el de música y el de danza, siendo el resto todas monjas, Sasha se las arregló para provocar un escándalo. Zoya se preguntó si sería su manera de castigarla por haber permanecido ausente tanto tiempo y dedicar tanta atención a su nuevo negocio. Por primera vez, tuvo sus dudas, pero ya era demasiado tarde.
Antes de viajar había efectuado todos sus pedidos norteamericanos y ahora había comprado y pagado el resto en París. Tenía que inaugurar la tienda y no era un buen momento para que Sasha provocara conflictos. Pero Sasha no era la única preocupación que tenía Zoya.
– ¿No te avergüenzas? -preguntó Zoya a su hija-. Piensa en lo bueno que fue Simon enviándote a esta escuela.
Sasha se encogió de hombros. Zoya comprendió que no había logrado llegar hasta ella y regresó a su dormitorio, donde Simon estaba deshaciendo el equipaje.
– Lo siento, Simon. Ha sido una ingrata, comportándose de esa manera.
– ¿Qué te ha dicho? -Simon miró preocupado a su mujer. Algo en Sasha lo turbaba desde hacía unos meses. La niña lo miraba a menudo con una expresión que hubiera inducido a más de un hombre sin escrúpulos a tratarla como una mujer y no como una chiquilla, pero él jamás se lo comentó a Zoya y fingía no darse cuenta, lo que acrecentaba la irritación de Sasha. Aunque solo tenía doce años, la niña poseía la gélida belleza germánica de su abuela y el fuego ruso de su madre-. ¿Está arrepentida? -preguntó Simon.
– Ojalá lo estuviera -contestó Zoya, sacudiendo tristemente la cabeza.
Sasha no daba la menor muestra de remordimiento.
– ¿Qué vas a hacer ahora?
– Buscar otra escuela, supongo. Aunque es un poco tarde para eso -ya estaban a mediados de abril-. Podría ponerle un profesor particular hasta otoño, pero no estoy segura de que sea la mejor solución.
A Simon le gustaba la idea.
– Creo que deberías hacerlo, por lo menos, de momento. Eso la sosegaría un poco.
Siempre y cuando la encomendaran a una mujer y no a un hombre. Sin embargo, Zoya solo pudo encontrar a un nervioso joven, el cual le aseguró que controlaría a Sasha sin ninguna dificultad. Huyó aterrorizado al cabo de un mes sin decirle a Zoya que la víspera la niña lo recibió vestida con un camisón perteneciente sin duda a su madre, y le pidió que la besara.
– Eres una mocosa -la acusaba constantemente Nicolás.
Estaba a punto de cumplir dieciséis años y comprendía a su hermana mucho mejor que Zoya. La niña peleaba con él como una gata e incluso le arañaba la cara cuando se enfadaba. Simon estaba secretamente preocupado por ella, pero, cuando ya casi había perdido la esperanza, Sasha se mostraba súbitamente sumisa y encantadora.
La construcción de la tienda proseguía a buen ritmo y, en julio, comprendieron que podrían inaugurarla en septiembre, según lo previsto. Zoya y Simon celebraron su aniversario en una casa alquilada en Long Island, dos días después de que la aviadora Amelia Earhart desapareciera sobre el Pacífico. Nicolás la admiraba muchísimo y le había confesado a Simon en secreto su deseo de aprender a pilotar un avión. Charles Lindbergh era el héroe de su infancia y el Hindenburg, el famoso dirigible que estalló sobre Nueva Jersey a principios de mayo, le interesaba bastante. Por suerte, cuando el muchacho trató de convencer a Zoya y Simon de que lo utilizaran para viajar a Europa, Zoya tuvo miedo y ambos optaron por viajar en barco, en recuerdo de la travesía que hicieran el año anterior en el Queen Mary.
– Bueno, señora Hirsch, ¿qué le parece? -preguntó Simon, en la sección de zapatería femenina de la nueva tienda, a principios de septiembre-. ¿Es lo que tú querías?
Zoya miró a su alrededor con lágrimas en los ojos. Elsie de Wolfe había logrado crear una atmósfera de belleza y elegancia en sedas gris perla y pavimentos de mármol rosa. La iluminación era indirecta y, sobre las elegantes mesas Luis XV, se habían dispuesto unos bellísimos arreglos florales de seda.
– ¡Es como un palacio!
– No te merecías menos, amor mío -dijo Simon, besándola.
Aquella noche lo celebraron con champán. Pensaban inaugurar la tienda a la semana siguiente con una fastuosa fiesta a la que asistiría la flor y nata de Nueva York.
Zoya compró en Axelle el modelo que luciría en la fiesta.
– ¡Será bueno para el negocio! ¡Puede que, en mi próximo anuncio, diga que la condesa Zoya Nikolaevna Ossupov es cliente de mi casa! -dijo Axelle.
Ambas mujeres eran íntimas amigas y sabían que nada podría empañar su amistad.
Zoya y Simon discutieron bastante sobre el nombre de la tienda.
– ¡Ya lo tengo! -exclamó Simon al final con un brillo perverso en los ojos.
– Yo también -replicó orgullosamente Zoya-. Hirsch y Compañía.
– No. -A Simon le parecía un nombre muy poco romántico-. No comprendo cómo no se me ocurrió antes. ¡Condesa Zoya!
En principio Zoya pensó que sonaba un poco pretencioso, pero, al final, Simon consiguió convencerla. La gente quería sentir el misterio de la aristocracia, tener un título aunque hubiera que comprarlo o, en este caso concreto, adquirir los modelos previamente seleccionados por una condesa. Las columnas de sociedad se hicieron eco de la inauguración del salón Condesa Zoya y, por primera vez en muchos años, Zoya asistió a fiestas donde era presentada como la condesa Zoya y Simon como el señor Hirsch. Los miembros de la alta sociedad se morían de ganas de conocerlos y Zoya estaba guapísima con sus modelos de Chanel, Madame Grès o Lanvin. Todos querían visitar su tienda y las mujeres estaban convencidas de que saldrían de allí tan bellas como Zoya.
– Lo has conseguido, amiga mía -susurró Simon a su mujer la noche de la inauguración.
Estaban los nombres más importantes de Nueva York. Axelle le envió un ramo de diminutas orquídeas blancas con una tarjeta que rezaba: «Bonne chance, mon amie». Zoya la leyó con lágrimas en los ojos y miró agradecida a Simon.
– La idea se te ocurrió a ti.
– Es nuestro sueño -dijo Simon como si la tienda fuera en cierto modo una especie de hijo de ambos.
A la fiesta asistieron incluso los hijos de Zoya. Sasha con un precioso vestido de encaje blanco que su madre le compró en París, de estilo muy parecido a los que habían llevado las hijas del zar o ella misma en su infancia. Nicolás estaba muy guapo con su primer esmoquin y unos gemelos regalo de Simon, formados por pequeños zafiros engarzados en oro y rodeados de brillantes. Los fotógrafos dispararon numerosas instantáneas. Zoya posaba una y otra vez con las elegantes mujeres que sin duda serían sus clientas.
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