A partir del mismo día de la inauguración, la tienda nunca estuvo vacía. Las mujeres llegaban en Cadillac, Pierce Arrow y Rolls Royce. De vez en cuando, ante la puerta se detenía algún Packard o Lincoln, y hasta el mismísimo Henry Ford, el famoso fabricante de automóviles, se presentó un día personalmente a comprarle un abrigo de pieles a su mujer. Zoya solo tenía previsto vender unos cuantos abrigos, la mayoría de ellos pertenecientes a las colecciones de Simon, pero Barbara Hutton le encargó una estola de armiño y la señora Astor un abrigo de martas. El destino del salón Condesa Zoya quedó sellado a finales de año. El volumen de ventas de Navidad fue impresionante. La sección de hombres del primer piso tuvo un éxito extraordinario. Los hombres hacían sus compras en estancias con las paredes revestidas de madera mientras sus mujeres gastaban fortunas en los salones de la planta baja decorados en gris.
Era todo cuanto Zoya había soñado y mucho más. En su residencia de Park Avenue, al llegar la Nochevieja los Hirsch brindaron con champán el uno por el otro.
– ¡Por nosotros! -dijo Zoya y alzó su copa.
Lucía un modelo de noche en terciopelo negro de Dior.
– ¡Por Condesa Zoya! -contestó Simon sonriendo mientras alzaba de nuevo la suya.
42
A finales del siguiente año, Zoya tuvo que inaugurar otro piso, por lo que la compra del edificio por parte de Simon resultó profética. Trasladó la sección de hombres al segundo piso y dedicó el primero a los abrigos de pieles y los modelos más exclusivos, con una pequeña boutique para los hijos de sus clientas. Las niñas compraban vestidos de fiesta, y las mayorcitas, trajes de noche. La tienda vendía incluso vestidos de bautizo, casi todos franceses y tan bonitos como los que Zoya había visto en su infancia en la Rusia de los zares.
Sasha acudía a menudo a la tienda para elegir nuevos vestidos hasta que, al final, Zoya tuvo que llamarle la atención. La niña tenía una afición insaciable por las prendas caras y Zoya no quería mimarla en exceso.
– ¿Por qué no? -preguntó Sasha haciendo pucheros la primera vez que Zoya le advirtió que no podía comprar por simple capricho.
– Porque ya tienes muchas cosas bonitas en el armario y se te quedan pequeñas antes de que tengas ocasión de llevarlas.
A los trece años, la niña ya era tan alta y esbelta como su abuela Natalia, y superaba a su madre en casi veinte centímetros de estatura. Nicolás era el más alto de los tres y cursaba el último año de bachillerato antes de matricularse en la Universidad de Princeton.
– Me gustaría empezar a trabajar en el negocio ahora mismo, como tú -le decía muchas veces a Simon con admiración.
El muchacho apreciaba enormemente a su padrastro por lo bueno que era siempre con los tres.
– Ya lo harás algún día, hijo. No tengas tanta prisa. Si yo hubiera tenido ocasión de ir a la universidad, me hubiera encantado.
– A veces, me parece una pérdida de tiempo -confesaba Nicolás, pero sabía lo mucho que su madre deseaba que estudiara en Princeton.
Además, dado que aquella universidad no quedaba muy lejos de casa, tenía previsto regresar a la ciudad siempre que pudiera. Llevaba una intensa vida social, pero, a diferencia de su hermana, era un alumno muy aventajado. Sasha estaba muy guapa y aparentaba por lo menos dieciocho años, aunque solo tenía trece.
– ¡Eso es muy infantil! -exclamaba en tono despectivo, refiriéndose a los vestidos que le compraba su madre.
Estaba deseando crecer para ponerse los trajes de noche que se exhibían en la tienda.
Cuando Simon la invitó a ver la nueva película de Walt Disney Blancanieves y los siete enanitos, Sasha se ofendió muchísimo.
– ¡Ya no soy una niña!
– ¡Pues, entonces, no te comportes como si lo fueras! -replicó Nicolás.
Ella quería bailar la samba y la conga, tal como hacían Simon y Zoya cuando iban a El Morocco. Nicolás también hubiera querido acompañarlos, pero Zoya le decía que era demasiado joven. Para compensarlos, Simon los llevó a cenar al famoso restaurante 21, donde todos comentaron muy preocupados lo que estaba ocurriendo con los judíos en Europa. La política de Hitler a finales de 1938 le hizo temer a Simon que estallara una guerra. Sin embargo, en Nueva York nadie parecía preocuparse por eso. Se celebraban fiestas, recepciones y bailes, y los vestidos desaparecían de la tienda de Zoya en un santiamén. Zoya pensó que tendría que inaugurar otra planta, pero le parecía muy pronto. Temía que el negocio decayera.
– ¡Reconócelo, cariño, has alcanzado un triunfo sensacional! El negocio nunca decaerá -le dijo Simon, burlándose de sus temores-. Y, una vez se alcanza eso, ya no se vuelve a perder. Tu nombre es sinónimo de calidad y estilo. Y mientras sigas vendiendo esa mercancía, tus clientes no se irán.
Zoya se resistía a reconocerlo y trabajaba más duro que nunca. Hasta el punto de que tuvieron que ir a buscarla a la tienda cuando expulsaron de nuevo a Sasha, poco antes de las vacaciones de Navidad. La habían matriculado en el Liceo Francés, una pequeña escuela dirigida por un francés muy listo que no toleraba la menor transgresión. Él mismo mandó llamar a Zoya para exponerle el mal comportamiento de Sasha. Fue en taxi a la calle Noventa y cinco y suplicó al director que no expulsara a la niña. Al parecer, hacía novillos y había fumado en el salón de fiestas de la escuela.
– Debe usted castigarla, madame. Y debe seguir con ella una estricta disciplina; de otro modo, me temo que algún día tendremos que lamentarlo.
Tras una extensa conversación con Zoya, el director accedió a no expulsar a la niña. Le concedería un período de prueba pasadas las vacaciones de Navidad. Simon prometió llevarla a la escuela diariamente en coche para evitar que hiciera novillos.
– ¿Crees que debería dejar la tienda todas las tardes para estar en casa cuando ella vuelva de la escuela? -preguntó Zoya a Simon aquella noche.
Se sentía más culpable que nunca por dedicarle tantas horas a su negocio.
– No creo que debas hacerlo -contestó Simon con toda sinceridad-. Tiene casi catorce años y ya podría comportarse como es debido, por lo menos hasta las seis, cuando ambos volvamos a casa. -Por primera vez, Simon estaba enojado con Sasha. Sin embargo, sabía que muchas veces Zoya volvía a casa pasadas las siete. Siempre tenía cosas que hacer, quería comprobarlo todo, y ella misma hacía los pedidos especiales para evitar errores. Parte de su éxito estribaba en su disponibilidad para los clientes que exigían ser atendidos personalmente por la condesa Zoya-. No puedes hacerlo todo tú sola. -Simon se lo había dicho más de una vez, pero ella pensaba en secreto que sí, como pensaba también que hubiera debido estar en casa cuando regresaban sus hijos de la escuela. No obstante, Nicolás tenía casi dieciocho años y Sasha cuatro menos, ya no eran unos chiquillos-. Tendrá que aprender a comportarse como Dios manda -concluyó Simon.
Cuando aquella noche se lo dijo, la niña salió de la biblioteca y se encerró en su habitación dando un portazo. Su madre se echó a llorar.
– A veces, pienso que la niña paga el precio de la vida que llevé antes -dijo Zoya, sonándose la nariz con el pañuelo de Simon. Sasha le daba últimamente muchos quebraderos de cabeza y Simon estaba molesto con ella-. Siempre trabajaba cuando ella era pequeña y ahora… parece que ya es demasiado tarde para compensarla de todo aquello.
– No tienes que compensarla de nada, Zoya. Tiene todo lo que pueda desear, incluida una madre que la adora.
Lo malo era que estaba muy mimada, pero Simon no se consideraba con derecho a decirlo. Su padre la mimó desde pequeña, y después Nicolás y Zoya cedieron ante todos sus caprichos. Zoya también mimaba a Nicolás, pero este correspondía con más consideración y cariño, agradeciéndole a Simon todo lo que hacía por él. Sasha, al contrario, siempre pedía más y tenía berrinches casi a diario. Cuando no quería un vestido, quería unos zapatos o un viaje, o cualquier otra cosa; o se quejaba porque no iban a Saint Moritz o no tenían una casa en el campo. Sin embargo, considerando la inmensa fortuna acumulada por Simon, ni él ni Zoya sentían el menor interés por los lujos excesivos. Zoya ya había conocido todo aquello en otros tiempos y lo que ahora compartía con Simon era mucho más importante para ella.
Los temores de Zoya con respecto a Sasha estuvieron a punto de estropear las vacaciones de todos en Navidad. Pasada la Navidad rusa, Zoya se puso a trabajar más duro que nunca en la tienda, casi como si así quisiera ahogar sus tristezas. Para animarla un poco, Simon anunció que la llevaría a esquiar a la estación de Sun Valley, sin los niños. Sasha se enfureció cuando lo supo. Quería ir con ellos, pero Simon se mostró inflexible y le dijo que debía quedarse a estudiar en Nueva York. La niña hizo todo lo posible para fastidiarles la estancia en Sun Valley. Les llamó para comunicarles que el perro había enfermado, pero al día siguiente llamó Nicolás diciendo que era mentira; derramó tinta sobre la alfombra de su habitación y volvió a hacer novillos. Zoya estaba deseando regresar a casa para ponerla nuevamente en cintura. Pasó mareada todo el viaje en tren y, al llegar a Nueva York, Simon insistió en que fuera al médico.
– No seas tonto, Simon, simplemente estoy cansada -replicó Zoya en un tono desabrido e impropio de ella.
– No me importa. Tienes muy mala cara. Hasta mi madre me dijo ayer que está preocupada por ti.
Zoya rió, pensando que Sofía Hirsch solía preocuparse por su religión más que por su salud. Al final, accedió a ir al médico la semana siguiente, aunque le pareció una tontería. Trabajaba demasiado en la tienda y Sasha le daba muchos disgustos, si bien la niña se mostraba más dócil desde el regreso de su madre de Sun Valley.
Zoya no estaba preparada para lo que diagnosticó el médico tras haberla examinado.
– Está usted embarazada, señora Hirsch -dijo el doctor, sonriendo amablemente desde el otro lado del escritorio-, ¿o prefiere que la llame condesa Zoya?
– ¿Qué ha dicho? -preguntó Zoya, asombrada. A los cuarenta años, no le apetecía tener un hijo, ni siquiera de Simon. Cuando ambos se casaron hacía dos años y medio, acordaron no tener hijos. Simon lo lamentaba, pero ahora ella tenía mucho trabajo en la tienda. Era ridículo, pensó, mirando al médico con incredulidad-. ¡No puede ser!
– Pues lo es. -El médico le formuló unas cuantas preguntas y calculó que el niño nacería alrededor del 1 de septiembre-. ¿Estará contento su marido?
– Yo…, es que él…
Zoya apenas podía hablar. Con los ojos llenos de lágrimas, prometió regresar al cabo de un mes y abandonó a toda prisa el consultorio.
Aquella noche, a la hora de cenar, se sentó en silencio a la mesa y Simon la miró varias veces, preocupado. Sin embargo, esperó a estar a solas con ella en la biblioteca para preguntarle qué dijo el médico.
– ¿Ocurre algo?
No hubiera podido vivir si algo le sucediera a Zoya, cuyos ojos reflejaban una gran inquietud.
– Simon… -dijo Zoya, mirándolo con angustia infinita-. Estoy embarazada.
Simon se quedó momentáneamente petrificado. Después, corrió hacia ella, la tomó en sus brazos y gritó de júbilo.
– ¡Oh, cariño, cariño! ¡No sabes cuánto te quiero!
Al verlo reír y llorar de alegría, Zoya no se atrevió a decirle que incluso había pensado en la posibilidad de abortar. Sabía lo peligrosos que eran los abortos, pero varias de sus clientas se habían sometido a ellos sin el menor contratiempo. ¡No le apetecía tener un hijo a los cuarenta años! Nadie en su sano juicio lo hubiera hecho, pensó, y miró con irritación a su marido.
– ¿Cómo puedes estar tan contento? Tengo cuarenta años y ya no estoy para hijos.
– ¿Eso es lo que dijo el médico? -preguntó Simon.
– No -contestó Zoya, sonándose la nariz-. Me dijo: «¡Felicidades!». -Simon rió mientras ella paseaba nerviosamente por la estancia-. ¿Y la tienda? Piénsalo, Simon. ¿Y los niños?
– Les sentará muy bien. -Se arrellanó en un sillón con expresión de haber conquistado el mundo-. Nicolás irá a la universidad el año que viene y creo que se alegrará mucho por nosotros. Puede que a Sasha le vaya muy bien eso de no ser la pequeña. En cualquier caso, tendrá que adaptarse. En cuanto a la tienda, podrás compaginarlo. Puedes ir unas cuantas horas cada día y cuando nazca contratar una niñera…
Ya lo tenía todo previsto. Zoya lo miró, pensando en su trabajo y en los cambiantes estados de ánimo de Sasha. Un nuevo hijo trastornaría el precario equilibrio de su vida.
– ¿Unas cuantas horas? ¿Crees que puedo dirigir la tienda en unas cuantas horas? ¡Estás loco, Simon!
– De ninguna manera. En todo caso, estoy loco por mi mujer… -Simon la miró con una radiante sonrisa de felicidad. A los cuarenta y tres años, ¡iba a ser padre!-. ¡Voy a ser papá! -exclamó.
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