Zoya se sentó en el sofá y se puso a llorar.
– Oh, Simon, ¿cómo ha podido ocurrir?
– Ven aquí. -Simon se acercó y le rodeó los hombros con sus brazos-. Yo te lo explicaré…
– ¡Ya basta, Simon!
– ¿Por qué? Ahora ya no hay peligro de que puedas quedar embarazada. -Le hacía gracia que hubiera ocurrido, siendo ella tan cuidadosa. Sin embargo, el destino barajaba a veces las cartas de otra manera y Simon no permitiría que Zoya modificara la situación. Ya le había sugerido de manera indirecta que había una «solución», pero él no quería ni oír hablar del asunto. No permitiría que Zoya pusiera en peligro su vida, abortando el hijo que él siempre quiso tener-. Zoya, cariño, cálmate un minuto y piénsalo bien. Podrás trabajar todo el tiempo que quieras. Seguramente podrás permanecer sentada en tu despacho hasta que nazca el niño, siempre y cuando no te muevas demasiado. Después, reanudarás tu trabajo y nada cambiará, excepto la presencia de un precioso hijo nuestro al que amaremos toda la vida. ¿Tan terrible te parece eso, cariño?
Tal y como él lo enfocaba, no lo parecía. Siempre había sido muy bueno con los hijos de Zoya y ahora ella no podía negarle el suyo propio. Zoya suspiró y volvió a sonarse la nariz.
– ¡Se reirá de mí cuando crezca, pensará que soy su abuela en lugar de su madre!
– Si sigues como ahora, ni hablar.
A los cuarenta años, Zoya estaba guapísima y parecía casi una niña. Solo el hecho de que tuviera un hijo de diecisiete años delataba su edad. De otro modo, nadie le hubiera puesto más de veintitantos años, o treinta como mucho.
– No sabes cuánto te quiero.
Zoya palideció de repente, pensaba en Sasha.
– ¿Qué le diremos?
– Una buena noticia -contestó Simon sonriendo-, que vamos a tener un hijo.
– Se llevará un disgusto espantoso.
Fue una suposición muy moderada. Ninguno de los dos estaba preparado para el vendaval que se desató en el apartamento de Park Avenue cuando Zoya le comunicó a la niña el futuro nacimiento de otro hijo.
– ¿Cómo? ¡Es lo más asqueroso que he oído en mi vida! ¿Qué les voy a decir a mis amigos? ¡Me tomarán tanto el pelo que tendré que dejar la escuela, y tú tendrás la culpa!
– Cariño, eso no modificará el amor que siento por ti. ¿Acaso no lo sabes?
– ¡No me importa! ¡Y no querré vivir aquí contigo si tienes un hijo!
Sasha se encerró en su habitación dando un portazo y más tarde salió de casa. Tardaron dos días enteros en descubrir que se alojaba en casa de una amiga. Zoya y Simon ya habían denunciado su desaparición a la policía y ella los recibió con actitud desafiante en el salón de su amiga. Zoya le pidió que volviera a casa con ellos, pero Sasha se negó.
De pronto, Simon se enfureció por primera vez.
– ¡Ve ahora mismo por tus cosas! ¿Entendido? -dijo, agarrándola por el brazo y sacudiéndola con fuerza. Jamás había hecho nada semejante y la niña lo consideraba un buenazo. Pero hasta Simon tenía sus límites-. Ahora, recoge el sombrero, el abrigo y todas tus cosas y vendrás a casa con nosotros tanto si te gusta como si no, y si no te portas bien, Sasha, te mandaré encerrar en un convento.
Por un instante, la niña lo creyó capaz de hacerlo. Simon no quería que su mujer sufriera un aborto por culpa de una mocosa malcriada. Al poco rato, Sasha regresó con sus cosas, un poco asustada de la reacción de Simon. Zoya se disculpó ante la madre de la amiga de Sasha y los tres bajaron a la calle. Volvieron en automóvil a casa, y en cuanto pusieron los pies en el apartamento Simon expuso las futuras normas.
– Como te atrevas a darle más disgustos a tu madre, Sasha Andrews, te daré una paliza de muerte, ¿entendido? -tronó.
Zoya sonrió para sus adentros. Sabía que Simon jamás le hubiera puesto la mano encima, ni a la niña ni a nadie. Sin embargo, estaba tan pálido que, de pronto, temió que sufriera un ataque al corazón como Clayton.
– Vete a tu habitación, Sasha -dijo fríamente.
La niña obedeció en silencio. En aquel momento, entró Nicolás en la estancia.
– Hubieras debido hacerlo hace tiempo -dijo-. Creo que es lo que necesita. Un buen puntapié en el trasero -añadió, riéndose mientras Simon lo miraba, ya más tranquilo-. Tendré mucho gusto de hacerlo en tu nombre, cuando tú quieras. -Después, Nicolás miró a su madre con la sonrisa que tanto le recordaba la de su hermano Nicolai-. Quiero que sepas que la noticia del niño me parece maravillosa.
– Gracias, cariño. -Zoya se acercó a su alto y apuesto hijo, lo abrazó y lo miró casi con timidez-. ¿No te avergonzarás de que tu anciana madre tenga un hijo?
– Si tuviera una anciana madre, puede que sí.
Nicolás la miró sonriendo y después sus ojos se fijaron en los de Simon y descubrieron en ellos todo el amor que aquel hombre le profesaba. Entonces se acercó a él y lo abrazó.
– Felicidades, papá -dijo mientras irremediablemente las lágrimas asomaban a los ojos de Simon.
Era la primera vez que el chico le dirigía aquel apelativo. Acababa de empezar una nueva vida, no solo para Simon y Zoya, sino para toda la familia.
43
En abril de 1939 se inauguró la Exposición Universal en Flushing Meadows. Zoya deseaba ir, pero a Simon no le pareció oportuno. Habría mucha gente y ella estaba embarazada de cuatro meses. Seguía trabajando en la tienda con plena dedicación, aunque con ciertas precauciones. Simon fue a la Exposición con sus hijastros, que se divirtieron muchísimo. Hasta Sasha se comportó, tal como venía haciendo desde la recordada ira de su padrastro. En cambio, con Zoya se portaba mal siempre que podía.
En junio se inauguraron los primeros vuelos transatlánticos de la compañía Pan Am. Nicolás anhelaba viajar a Europa en el Dixie Clipper, pero Simon lo consideraba excesivamente peligroso. Además, estaba muy preocupado por los acontecimientos de Europa. Él y Zoya habían embarcado de nuevo en el Normandie, en primavera, con el fin de comprar artículos para la tienda y tejidos para la línea de abrigos. Advirtieron tensión en todas partes, y Simon observó que la oleada de antisemitismo era más fuerte que otras veces. No le cabía la menor duda de que la guerra estallaría de un momento a otro, por lo que prefirió ofrecerle a Nicolás un viaje de graduación a California. El chico aceptó encantado, voló a San Francisco en viaje de ida y vuelta, se enamoró de todo lo que vio y ya de regreso se asombró de la voluminosa silueta de su madre. En agosto, Zoya dejó de ir a la tienda, pero llamaba a sus colaboradores cada media hora. Se aburría mucho sin trabajar. Simon le llevaba golosinas, libros y revistas, pero a ella solo le interesaba el cuarto infantil instalado en la habitación de invitados contigua a la biblioteca, donde su marido la sorprendía a menudo doblando y arreglando la ropa del niño. Era una faceta suya que Simon ignoraba. Incluso reorganizó los armarios y cambió de sitio el mobiliario de su dormitorio.
– A ver si te calmas un poco, Zoya -le dijo Simon en tono burlón-. Temo volver a casa por las noches y sentarme en una silla que ya no esté en su sitio correspondiente.
– No sé qué me pasa -dijo Zoya, ruborizándose-. Siento la constante necesidad de arreglar la casa.
Había cambiado también la habitación de Sasha, que en aquellos momentos se encontraba en un campamento femenino en los montes Adirondacks. Simon se alegraba de no tener que preocuparse por ella. Al parecer, Sasha se comportaba bastante bien allí y solo una vez escapó de la vigilancia de las monitoras para ir a bailar al pueblo cercano con sus amigas. La localizaron bailando la conga y la hicieron volver al campamento, pero, por una vez, no amenazaron con enviarla a casa. Simon deseaba que Zoya estuviera tranquila antes de dar a luz a su hijo.
A finales de agosto, Alemania y Rusia sorprendieron al mundo firmando un pacto de no agresión, pero a Zoya no le interesaban las noticias internacionales. Estaba ocupada telefoneando a la tienda y cambiando de sitio los muebles del apartamento. El 1 de septiembre, Simon volvió a casa y la invitó al cine. Sasha regresaría al día siguiente y Nicolás se marcharía a Princeton la próxima semana con el flamante automóvil regalo de Simon. Era un Ford Coupé recién salido de la cadena de montaje de Detroit, con todos los accesorios adicionales imaginables.
– Eres demasiado generoso con él -le dijo Zoya a su marido, sonriendo con gratitud.
Antes de volver a casa, Simon había pasado por la tienda para transmitirle a Zoya las noticias de mayor interés.
– ¿Te encuentras bien, cariño? -preguntó ahora, y observó que parecía más incómoda que por la mañana.
– Sí -contestó Zoya, e insinuó que estaba demasiado cansada para ir al cine.
Se acostaron sobre las diez. Una hora más tarde, Simon notó que Zoya se agitaba y emitía un leve gemido. Encendió la luz y la vio sosteniéndose el vientre con los ojos cerrados.
– ¿Zoya? -Simon saltó de la cama sin saber qué hacer y corrió por la habitación, buscando su ropa sin recordar dónde la había dejado-. No te muevas. Ahora mismo llamo al médico.
Ni siquiera recordaba dónde estaba el teléfono.
– Debe de ser una indigestión -dijo Zoya, sonriendo desde la cama.
Pero en las dos horas siguientes la indigestión se agravó. A las tres de la madrugada, Simon llamó al portero para que pidiera un taxi. Después, ayudó a Zoya a vestirse y la metió en el taxi que aguardaba en la calle. Zoya apenas podía hablar y tanto menos moverse. De pronto, Simon se asustó. El niño no le importaba, solo deseaba que a ella no le ocurriera nada. El miedo le atenazó el corazón cuando al llegar al hospital se la llevaron en camilla. Al amanecer, Simon estaba todavía dando vueltas por los pasillos. Una hora más tarde, una enfermera le tocó el hombro.
– ¿Cómo está mi mujer?
– Bien -contestó la enfermera, sonriendo-. Tiene usted un hijo precioso, señor Hirsch.
Simon rompió a llorar mientras la enfermera se alejaba en silencio. Al cabo de una hora, le permitieron ver a Zoya. Dormía tranquilamente con el niño en brazos. Simon entró de puntillas y contempló con asombro a su hijo. Tenía el cabello negro como el suyo y con su manita agarraba los dedos de su madre.
– ¿Zoya? -murmuró Simon en la soleada y espaciosa habitación del Doctors Hospital-. Qué bonito es -añadió mientras Zoya abría los ojos y lo miraba sonriendo.
Fue un parto difícil porque el niño pesaba mucho, pero, aun así, Zoya pensó que había merecido la pena.
– Se parece a ti -dijo con la voz todavía ronca debido a la anestesia.
– Pobrecillo. -Simon se inclinó para besar a su mujer. Era el momento más feliz de su vida. Zoya acarició con la mano el sedoso cabello negro del niño-. ¿Cómo lo llamaremos?
– ¿Qué tal Matthew? -preguntó Zoya en un susurro mientras Simon contemplaba con arrobo a su hijo.
– Matthew Hirsch.
– Matthew Simon Hirsch -dijo Zoya antes de caer nuevamente dormida con su hijo en brazos.
Simon la besó suavemente mientras sus lágrimas de alegría caían sobre la pelirroja cabellera de su mujer.
44
Matthew Simon Hirsch se encontraba todavía en el hospital y contaba un solo día de vida cuando estalló la guerra en Europa. Gran Bretaña y Francia declararon la guerra a Alemania tras la invasión de las tropas alemanas a su aliada Polonia. Simon entró muy triste en la habitación de Zoya y le comunicó la noticia. Sin embargo, se olvidó de todo en cuanto tomó a su hijo en brazos y este emitió un saludable grito, llamando a su madre.
Cuando Zoya regresó al apartamento de Park Avenue, Sasha la recibió con cariño y contempló extasiada al precioso niño que tanto se parecía a Simon.
– Tiene la nariz de mamá -dijo, y lo tomó orgullosamente en sus brazos por vez primera. A los catorce años, no le permitieron visitarlo en el hospital. Nicolás, en cambio, tuvo oportunidad de conocer a su hermano antes de marcharse a Princeton-. Las orejas son como las mías -exclamó Sasha riendo-, pero lo demás es de Simon.
El 27 de septiembre, tras sufrir un brutal ataque, Varsovia se rindió con una enorme pérdida de vidas humanas. Simon quedó anonadado por la noticia y comentó con Zoya los terribles acontecimientos hasta muy entrada la noche. Ella recordó la revolución rusa, y él pensó con dolor en los judíos que morían por millares en toda Alemania y Europa Oriental. Hacía todo lo que estaba en su mano por quienes lograban escapar, había establecido un fondo de ayuda y trataba de conseguir documentación para muchos parientes de los que jamás había oído hablar. En Europa, muchos abrían las guías telefónicas y llamaban a personas en Nueva York con apellidos parecidos, suplicando una ayuda que Simon nunca negaba. Sin embargo, podía ayudar a muy pocos judíos. La gran mayoría eran conducidos a la muerte, encerrados en los campos de concentración o asesinados en las calles de Varsovia.
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