Sin embargo, aparte sus muchas cualidades, Zoya era siempre sincera y ahora miró a su madre, que permanecía serenamente sentada, esperando que las doncellas sirvieran la cena.

– Yo quise ir, mamá. La culpa es mía, no suya. María se sentía muy sola.

– Fue una insensatez de tu parte, Zoya. Ya hablaremos después de cenar.

– Sí, mamá. -Zoya bajó la vista a su plato mientras los demás proseguían la conversación sin ella. Cuando instantes después levantó la mirada, se percató de la presencia de su abuela y su rostro se iluminó con una sonrisa-. Hola, abuela. Tía Alix me encargó que te diera recuerdos.

– ¿Qué tal está? -preguntó su padre mientras su madre la miraba en silencio, visiblemente disgustada por su conducta.

– Ella siempre está bien cuando atiende a los enfermos -contestó la abuela en su nombre-. Es curioso lo que le ocurre a Alix. Padece toda clase de dolencias hasta que alguien se pone más enfermo y la necesita. Entonces está siempre a la altura de las circunstancias. -La anciana condesa miró con intención a su nuera y después le dedicó una cariñosa sonrisa a Zoya-. La pequeña María se habrá alegrado mucho de verte, Zoya.

– Así es, abuela -contestó Zoya. Después añadió, para tranquilizar a su madre-: A los demás ni siquiera los he visto. Debían de estar encerrados en alguna parte. Hasta madame Vyrubova se ha puesto enferma -comentó, arrepintiéndose enseguida de haberlo dicho.

– Qué estupidez de tu parte, Zoya -dijo su madre, mirándola horrorizada-. No entiendo por qué tuviste que ir. ¿Acaso quieres pillar el sarampión?

– No, mamá. Lo siento de veras. -Pero su rostro no lo demostraba. Solo sus palabras estaban llenas de la esperada compunción-. No quería retrasarme. Iba a marcharme cuando entró tía Alix para tomar el té con nosotras y no quise ser grosera con ella…

– Faltaría más. Al fin y al cabo, es nuestra zarina y también nuestra prima -dijo la abuela.

Tenía los ojos del mismo color verde que los de Zoya, su padre y su hermano. Solo los de Natalia eran gris azulado como el frío cielo invernal y sin esperanza de verano. La vida siempre le había exigido demasiado a Natalia, su marido era fuerte y enérgico, con entusiasmo, y quería más hijos de los que ella podía darle. Dos hijos nacieron muertos, tuvo varios abortos y tanto los embarazos de Zoya como de Nicolai fueron muy difíciles. Tuvo que pasarse un año en la cama por cada uno de ellos y ahora dormía en sus propios aposentos. A Konstantin le gustaban sus amigos y hubiera querido ofrecer innumerables bailes y fiestas, pero ella lo consideraba excesivamente agotador y utilizaba su precaria salud como excusa para justificar su falta de joie de vivre y su casi abrumadora timidez. Tras su gélido aire desdeñoso se ocultaba el hecho de que la gente la aterraba y se sentía bastante más a gusto reclinada en un sillón junto a la chimenea. En cambio, Zoya se parecía mucho más a su padre que, una vez la presentara en sociedad en primavera, tenía previsto que su hija lo acompañara a las fiestas. Durante mucho tiempo hablaron de abandonar la idea del baile, pero Natalia insistió en que no deberían pensar en ello estando en guerra. Al final, la abuela resolvió la cuestión para gran alivio de Konstantin. Organizarían un baile en cuanto la joven terminara en junio sus estudios en el Instituto Smolny. Tal vez no sería un baile tan fastuoso como el que hubieran organizado en tiempos de paz, pero de todos modos la fiesta sería muy bonita.

– ¿Qué noticias hay de Nicolás? -preguntó Konstantin-. ¿Te dijo algo María?

– No demasiado. Tía Alix dice que regresó del frente, pero creo que pronto volverá a marcharse.

– Lo sé. Lo vi la semana pasada. Pero, como sea, está bien, ¿verdad?

Konstantin parecía preocupado, pensó su apuesto hijo, y dedujo que su padre habría oído los rumores que circulaban por el cuartel, según los cuales Nicolás estaba tremendamente agotado y la tensión de la guerra podría acabar con él. Sin embargo, dada la amable disposición del zar y su constante preocupación por todos, eso era casi inimaginable. Hubiera sido muy difícil que el zar se derrumbase o se diera por vencido. Era un hombre profundamente amado por sus semejantes y, sobre todo, por el padre de Zoya. Como Zoya y María, ambos eran amigos de la infancia y el zar era padrino de Nicolai, el cual había sido bautizado con su nombre, aparte que el padre de Nicolás era íntimo amigo del de Konstantin. El cariño que se profesaban el uno al otro rebasaba los límites familiares y su amistad era tan estrecha que incluso se habían casado con dos alemanas, aunque Alix parecía un poco más valerosa que Natalia. Por lo menos, era capaz de estar a la altura de las circunstancias en caso necesario, tal como lo demostraba su labor en la Cruz Roja y el cuidado de sus hijos enfermos. Natalia hubiera sido intrínsecamente incapaz de hacer nada de eso. La anciana condesa sufrió una amarga decepción cuando su hijo no se casó con una rusa. El hecho de que el zar también se hubiera conformado con una alemana no fue consuelo.

– Por cierto, ¿qué te ha traído aquí esta noche? -preguntó Konstantin, mirando con una cariñosa sonrisa a Nicolai.

Estaba orgulloso de él y se alegraba de que estuviera en la Preobrajensky y no en el frente, cosa que no ocultaba pues no tenía el menor deseo de perder a su único hijo. Las bajas rusas, desde la batalla de Tannenberg en verano de 1914 hasta la terrible derrota en los helados campos de Galizia, eran ya muy elevadas, y él quería que Nicolai permaneciera a salvo en San Petersburgo. Eso, por lo menos, era un gran alivio tanto para él como para Natalia.

– Quería hablar contigo después de la cena, papá -dijo con firmeza el muchacho mientras Natalia lo miraba con inquietud. Esperaba que no quisiera contarle a su padre ningún disparate. Una amiga le había revelado recientemente que su hijo tenía una aventura con una bailarina y, como Nicolai le dijera a su padre que quería casarse con ella, la iban a oír-. Nada importante. -La abuela lo miró con sus astutos y perspicaces ojos, sabiendo que el muchacho había mentido con respecto a la importancia del asunto. Estaba muy preocupado por algo, hasta el punto de haber decidido regresar a casa y pasar la noche con la familia, lo cual era impropio en él-. En realidad -añadió Nicolai, mirando con una sonrisa a sus familiares-, he venido para cerciorarme de que este pequeño monstruo se comporta como es debido.

El joven miró a Zoya, que le correspondió con un gesto de hastío.

– Ya soy mayorcita, Nicolai, y nunca me comporto indebidamente -dijo la muchacha, y terminó el postre con aire relamido mientras él soltaba una carcajada burlona.

– No me digas. Pues hace apenas un momento subías corriendo la escalera, como de costumbre retrasada para la cena, con las botas mojadas y el cabello desgreñado como si te lo hubieras peinado con una horca…

Antes de que pudiera proseguir, Zoya le arrojó una servilleta a la cara. Su madre miró con expresión implorante al marido.

– ¡Por favor, Konstantin, diles que se callen! Me atacan los nervios.

– Eso no es más que una canción de amor, querida -terció juiciosamente la condesa Eugenia-. Es la única manera que tienen de conversar en esta fase de sus vidas. Mis hijos a cada momento se tiraban de los pelos y se arrojaban zapatos. ¿No es cierto, Konstantin?

Konstantin soltó una sonora carcajada y miró tímidamente a su madre.

– Me temo que de pequeño yo tampoco me comportaba muy bien, querida -dijo, y miró cariñosamente a su mujer antes de levantarse de la mesa tras saludar a todos con una leve inclinación.

Después precedió a su hijo hacia un saloncito contiguo donde ambos podrían conversar en privado. Al igual que su mujer, esperaba que Nicolai no hubiera vuelto a casa para comunicarles su deseo de casarse.

Cuando se sentaron frente al fuego de la chimenea, a Konstantin no le pasó inadvertida la elegante pitillera de oro que Nicolai sacó del bolsillo. Era uno de los diseños más típicos de Carl Fabergé, en oro rosa y amarillo y con un precioso cierre de zafiros. Konstantin estaba casi seguro de que el artífice debía de ser Hollming o Wigstrom.

– ¿Otra chuchería, Nicolai?

Al igual que su mujer, él también estaba enterado de la supuesta aventura de Nicolai con una hermosa bailarina.

– El regalo de una amiga, papá.

Konstantin sonrió con indulgencia.

– Más o menos lo que yo me temía.

Nicolai frunció el ceño y ambos rieron. Era muy maduro para su edad y, aparte de su apostura, poseía una inteligencia muy despierta. En suma, la clase de hijo del que un padre podía sentirse orgulloso.

– No te preocupes, papá. Pese a lo que te hayan dicho, eso no es más que una diversión; nada serio, te lo aseguro.

– Bien. Entonces, ¿qué te ha traído aquí esta noche?

Nicolai contempló el fuego con expresión preocupada y después se volvió y miró a su padre.

– Se trata de algo mucho más importante. He oído cosas muy desagradables sobre el zar. Que está cansado, que está enfermo, que no debería estar al mando de las tropas. Tú también las habrás oído, padre.

– En efecto. -Konstantin asintió lentamente con la cabeza-. Pero yo sigo creyendo que no nos defraudará.

– Anoche estuve en una fiesta en casa del embajador Paleólogo. Él pinta un cuadro muy sombrío. Piensa que la escasez de víveres y combustible es mucho más grave de lo que nosotros reconocemos, y que la tensión de la guerra ya se está cobrando su tributo. Estamos facilitando suministros a seis millones de hombres en el frente y apenas podemos mantener a los de casa. Teme que nos derrumbemos, que Rusia se derrumbe y el zar con ella…, y entonces, ¿qué, padre? ¿Tú crees que tiene razón?

Konstantin reflexionó largo rato y luego sacudió la cabeza.

– No, no lo creo. Es cierto que todos sufrimos esta tensión, al igual que Nicolás. Pero esto es Rusia, Nicolai, no un débil y diminuto país en medio de quién sabe dónde. Somos un pueblo fuerte y valeroso, y por difícil que sea la situación dentro o fuera de él, no nos derrumbaremos. Jamás.

Estaba firmemente convencido de ello y Nicolai se tranquilizó al oír sus palabras.

– La Duma, nuestro parlamento, se reúne mañana. Será interesante ver lo que ocurre.

– No ocurrirá nada, hijo mío. Rusia perdurará para siempre. De eso no te quepa la menor duda -dijo, y miró cariñosamente a Nicolai.

– No me cabe ninguna duda -contestó el joven-. Quizá solo necesitaba que me lo dijeras.

– Eso lo necesitamos todos alguna vez. Debes ser fuerte por Nicolás, por todos nosotros y por tu patria. Todos debemos ser fuertes ahora. Ya volverán los buenos tiempos. La guerra no se prolongará indefinidamente.

– Es terrible. -Ambos eran conscientes de la gravedad de las bajas. Sin embargo, nada de todo aquello tenía por qué significar el final de lo que más querían. Pensándolo mejor, Nicolai se sintió un estúpido por haberse preocupado tanto. El embajador francés había sido demasiado convincente con sus agoreras predicciones. Ahora se alegraba de haber hablado con su padre-. ¿Mamá está bien?

Le había parecido más nerviosa que de costumbre, aunque tal vez la conducta de su madre le había llamado la atención porque ahora la veía con menos frecuencia.

– Está muy preocupada también por la guerra… -Konstantin esbozó una leve sonrisa-, y por ti, por mí y por Zoya… Buena pieza está hecha.

– Pero es encantadora, ¿a que sí? -Nicolai hablaba de su hermana con un calor y una admiración que hubiera negado enérgicamente si alguien se lo hubiera comentado a la muchacha-. La mitad de mi regimiento está enamorado de ella. Me paso el rato amenazando con asesinar a mis compañeros.

Su padre sonrió, sacudiendo tristemente la cabeza.

– Es una lástima que la presentemos en sociedad en tiempo de guerra. Quizá en junio todo habrá terminado.

Era una esperanza compartida, aunque Nicolai no la consideraba muy probable.

– ¿Has pensado en alguien para ella? -preguntó a su padre con curiosidad.

Tenía varios amigos que podrían ser pretendientes muy adecuados.

– No puedo soportar la idea de perderla. Es una tontería, supongo. Es demasiado fogosa como para quedarse con nosotros mucho tiempo. A tu abuela le gusta mucho el príncipe Orlov.

– Es demasiado mayor para ella.

El príncipe tenía treinta y cinco años, y al pensarlo Nicolai frunció protectoramente el ceño. En realidad, no estaba seguro de que hubiera alguien digno de su turbulenta hermanita.

Konstantin se levantó sonriendo y le dio unas cariñosas palmadas en la espalda.

– Será mejor que volvamos, de lo contrario tu madre se preocupará.

Al salir del salón, Konstantin le rodeó los hombros con su brazo. Cuando se reunieron con las damas en otro saloncito, Zoya estaba discutiendo con su madre a propósito de algo.