El día en que Matthew cumplió tres meses, Zoya regresó a la tienda y Rusia invadió Finlandia. Simon seguía ávidamente las noticias de Europa a través de las transmisiones de Edward R. Murrow desde Londres.
El 1 de diciembre, el salón de Zoya estaba lleno a rebosar de gente. Cuando Sasha volvió de la escuela, fueron todos a ver la película El mago de Oz. Nicolás había regresado de Princeton para pasar las vacaciones en casa, donde con Simon comentaban incesantemente las vicisitudes de la guerra.
El segundo año en Princeton le gustó todavía más que el primero. Antes de regresar a la universidad, el muchacho pasó las vacaciones de verano en California. Aquel año Zoya no pudo viajar a Europa debido a la guerra y tuvo que conformarse con los diseñadores norteamericanos. Le gustaron especialmente Norman Norrell y Tony Traina. En septiembre de 1941, Simon temió que el país entrara en guerra, pese a las insistentes negativas de Roosevelt. La guerra no influyó para nada en la tienda, cuyas ventas aquel año superaron todas las anteriores. A los cuatro años de su inauguración, Zoya utilizaba los cinco pisos del edificio que Simon había tenido el acierto de comprar. Entretanto también había adquirido otras cuatro fábricas de tejidos en el Sur, y el negocio marchaba viento en popa. En el establecimiento de Zoya había toda una sección dedicada a los abrigos de Simon y ella bromeaba con su marido llamándole su proveedor favorito.
El pequeño Matthew tenía dos años y era el preferido de todo el mundo, incluso de Sasha que, a sus dieciséis años, había adquirido una belleza impresionante. Era alta y delgada como la madre de Zoya, pero, en lugar del majestuoso porte de Natalia, tenía un toque de sensualidad que atraía a los hombres como la miel a las abejas. Zoya se alegraba de que estuviera aún en la escuela y llevase casi un año sin cometer ningún disparate. Como recompensa, Simon prometió llevarlos aquel invierno a esquiar a Sun Valley.
El 7 de diciembre, se encontraban reunidos en la biblioteca estudiando los planes cuando Simon encendió la radio. Le gustaba escuchar las noticias cuando estaba en casa. Sosteniendo a Matthew sobre sus rodillas, la cara se le petrificó. Dejó al pequeño en brazos de Sasha y corrió a la habitación contigua en busca de Zoya. Estaba pálido como la cera cuando la encontró en su dormitorio.
– ¡Los japoneses han bombardeado la base de Pearl Harbor, en Hawai!
– Oh, Dios mío…
Simon y Zoya fueron a la biblioteca, donde el locutor explicaba en tono sincopado lo ocurrido. Permanecieron todos en silencio mientras Matthew tiraba de la falda de su madre para llamar su atención. Zoya lo tomó en brazos y lo estrechó con fuerza. Nicolás tenía veinte años y ella no quería que muriera como su hermano en la Guardia Preobrajensky.
– Simon… ¿qué pasará ahora?
Pero ya lo sabía. Las predicciones de Simon se habían cumplido. Estados Unidos había entrado en guerra. El presidente Roosevelt lo anunció con profundo pesar. Al día siguiente Simon se alistó en el ejército. Tenía cuarenta y cinco años y Zoya le suplicó que no fuera, pero él la miró con tristeza.
– Debo ir, Zoya. Me remordería la conciencia si me quedara aquí sentado sin hacer nada por la defensa de mi patria.
Tenía que hacerlo no solo por su patria, sino también por todos los judíos de Europa. No podía permanecer ocioso cuando en el mundo estaban destruyendo la causa de la libertad.
– Por favor… -le suplicó Zoya-, por favor, Simon no podría vivir sin ti. -Había pasado por aquella prueba otras veces, perdiendo a los seres que amaba y sabía que no podría resistirlo nuevamente-. Te quiero demasiado. No te vayas, te lo ruego…
A pesar de las súplicas, no hubo modo de convencerlo.
– Debo ir, Zoya.
Aquella noche, mientras ambos permanecían tendidos el uno junto al otro en la cama, él la acarició con sus manos vigorosas y la estrechó contra sí. Zoya lloró desconsolada, temiendo perder al hombre al que tanto amaba.
– No pasará nada -dijo Simon.
– Eso no lo sabes. Te necesitamos demasiado como para que te vayas. Piensa en Matthew.
Hubiera sido capaz de decirle cualquier cosa con tal de que se quedara, pero ni así logró persuadirlo.
– Precisamente pienso en él. No merecerá la pena vivir en este mundo cuando él crezca si los demás no nos levantamos ahora y luchamos por la honradez y la justicia -dijo Simon.
Aún le dolían los sucesos que ocurrieron en Polonia dos años antes. Ahora que su propio país había sido atacado, no tenía más remedio que hacer algo. Ni siquiera la pasión con que Zoya lo amó aquella noche ni sus renovadas súplicas lo apartaron de su propósito. A pesar de lo mucho que la quería, debía ir. Su amor por Zoya solo era equiparable a su sentido del deber para con la patria, por muy alto que fuera el precio que tuviera que pagar.
Lo enviaron en tren a Fort Benning, en Georgia a los tres meses, y regresó a casa con un permiso de dos días, antes de marcharse a San Francisco. Zoya hubiera querido ir con él otra vez a la casita de la señora Whitman en Connecticut, pero Simon prefirió pasar sus últimos días en casa con la familia al completo. Nicolás se desplazó expresamente de Princeton para despedirlo, y ambos hombres se estrecharon solemnemente la mano en Grand Central Station.
– Cuida de tu madre por mí -dijo Simon en voz baja en medio de la algarabía que los rodeaba.
Hasta Sasha lloró. Y también lo hizo Matthew, aunque no comprendiera la razón. Él solo sabía que su papá se iba a un sitio y que su mamá y su hermana lloraban y Nicolás tenía la cara muy triste.
Nicolás abrazó a quien había sido su padre durante cinco años y las lágrimas le asomaron cuando escuchó las palabras de Simon.
– Cuídate, hijo.
– Yo también quiero ir -dijo Nicolás, bajando la voz para que no lo oyera su madre.
– Todavía no -le contestó Simon-. Primero procura terminar los estudios. De todos modos, es posible que te recluten.
Sin embargo, Nicolás no quería que lo reclutaran. Deseaba ir a Inglaterra y pilotar aviones. Llevaba muchos meses pensándolo y en marzo ya no pudo seguir conteniéndose. Por aquel entonces Simon se encontraba en el Pacífico. Comunicó la noticia a su madre al día siguiente del decimoséptimo cumpleaños de Sasha. Zoya lloró, se enfureció con su hijo y no quiso ni oír hablar del asunto.
– ¿No basta con que tu padre se haya ido, Nicolás?
Así solía referirse Zoya a Simon sin que Nicolás pusiera el menor reparo. El muchacho amaba a aquel hombre como a un padre.
– Mamá, tengo que ir. ¿Es que no lo entiendes?
– Pues, no. Mientras no te llamen a filas, ¿por qué no te quedas donde estás? Simon quiere que termines los estudios, él mismo te lo dijo.
Zoya trató desesperadamente de razonar con él, pero comprendió que no conseguiría disuadirlo de su propósito. Echaba mucho de menos a Simon y ahora no podía soportar la idea de que Nicolás también se fuera.
– Volveré a Princeton cuando termine la guerra.
Sin embargo, Nicolás pensó durante años que aquello era perder el tiempo. Princeton le gustaba mucho, pero él ansiaba entrar en el mundo real, trabajar como Simon y ahora luchar, tal como estaba haciendo su padrastro en el Pacífico. Simon les escribía siempre que podía, relatándoles todo lo que podía contarse. Zoya anheló que su marido estuviera en casa y pudiera convencer a Nicolás de que reanudara los estudios. Tras dos días de discusiones, Zoya comprendió que había perdido la batalla. Al cabo de tres semanas, Nicolás se marchó a Inglaterra para someterse a adiestramiento. Zoya se quedó sola en el apartamento, pensando en todo lo que había perdido y podía perder…, un padre, un hermano, un país… y ahora su marido y su hijo. Sasha había salido. Ni siquiera oyó el primer timbrazo. El timbre sonó una y otra vez, pero Zoya no quería abrir. Finalmente se levantó muy despacio. No quería ver a nadie. Solo deseaba el regreso a casa de los dos seres a quienes amaba, antes de que algo les ocurriera. Si les sucediera algo, no podría resistirlo.
– ¿Sí?
Había regresado de la tienda hacía una hora, pero ni eso conseguía distraerla de sus inquietudes. Pensaba constantemente en Simon y ahora tendría que preocuparse también por Nicolás, haciendo incursiones sobre Europa a bordo de un cazabombardero.
El muchacho uniformado parecía muy nervioso. Odiaba aquel trabajo desde hacía varios meses. Miró a Zoya y pensó por qué no habrían enviado a otro. Era una mujer muy guapa, con el cabello pelirrojo recogido en un complicado moño. Lo miraba sonriendo, sin comprender lo que se le venía encima.
– Un telegrama para usted, señora. -Y luego, mirándola como un niño triste, el soldado musitó-: Lo siento.
Le entregó el telegrama y apartó el rostro.
No quería ver sus ojos cuando lo abriera y lo leyera. La orla negra se lo anunció todo mientras Zoya contenía la respiración y rasgaba el telegrama. El ascensor acudió en auxilio del soldado y ya se había ido cuando ella leyó las palabras: «Lamentamos informarla de que su esposo, Simon Ishmael Hirsch, resultó muerto ayer…». El resto era todo borroso cuando Zoya cayó de rodillas en el recibidor, pronunciando su nombre entre sollozos y recordando de pronto a Nicolai, moribundo sobre el suelo de mármol del palacio de Fontanka.
Lloró tendida en el suelo varias horas, ansiando sus dulces caricias, su presencia, el perfume de su colonia, el fresco aroma del jabón que utilizaba para afeitarse, cualquier cosa… Nunca más volvería a verlo. Simon se había ido como los demás.
45
Cuando Sasha regresó a casa, encontró a su madre sentada en la oscuridad. Al averiguar el motivo, por una vez en su vida hizo lo que debía. Llamó a Axelle y esta acudió para ultimar los detalles del oficio religioso. Al día siguiente, el establecimiento de modas Condesa Zoya permaneció cerrado, con crespones negros en las puertas. Axelle se quedó en el apartamento con su amiga, la cual no podía pensar con coherencia y se limitaba a asentir con la cabeza. Axelle organizó en su nombre el servicio religioso, Zoya no estaba en condiciones de adoptar ninguna decisión.
Su último acto de valentía consistió en acudir a casa de los padres de Simon en Houston Street. La madre de Simon gritó y gimió en brazos de su marido. Zoya se retiró en silencio, asida al brazo de Sasha. Estaba cegada por el dolor de la pérdida del hombre al que amó más que a ningún otro.
La ceremonia religiosa fue una pesadilla, entre las extrañas salmodias y el incesante llanto de la madre de Simon. Axelle y Sasha tomaron las manos de Zoya y luego la llevaron de nuevo al apartamento.
– Tienes que volver al trabajo cuanto antes -dijo Axelle casi con aspereza.
Sabía por propia experiencia, cuando la muerte de su marido, lo fácil que sería para Zoya darse por vencida. Zoya no podía permitirse aquel lujo. Tenía tres hijos en quienes pensar y ya había sobrevivido a otras tragedias. Debía superar la situación. Zoya sacudió la cabeza y miró a Axelle mientras las lágrimas resbalaban lentamente por sus mejillas. Le parecía que ya no le quedaba nada por lo que vivir.
– No puedo pensar en eso ahora. No me importa la tienda. Solo Simon.
– Pues tienes que pensar. Eres responsable de tus hijos, de ti misma, de tus clientes…, y ahora tienes que hacerlo por Simon. Debes seguir adelante en su memoria, seguir construyendo lo que él contribuyó a crear. No puedes dejarlo todo ahora. La tienda fue un regalo que te hizo, Zoya.
Era cierto, pero la tienda le parecía ahora una nimiedad sin importancia. Si no podía compartirla con Simon, ¿qué más daba?
– Debes ser fuerte. -Axelle le ofreció a su amiga pelirroja una copa de coñac e insistió en que tomara un sorbo-. Bébetelo todo. Te sentará bien. -Zoya miró sonriendo a su amiga y de nuevo rompió a llorar-. No sobreviviste a la revolución y a todo lo sucedido después para darte ahora por vencida, Zoya Hirsch.
Axelle la visitó cada día hasta que, al final, la convenció de que volviera a la tienda. Pareció un milagro que Zoya accediera a regresar, aunque solo fuera por unos minutos. Vestía de luto y llevaba medias negras, pero se encontraba de nuevo en su despacho. Al cabo de unos días, los minutos se convirtieron en horas. Al final, otra vez se sentó a su escritorio, aunque pasaba el rato con la mirada perdida en la distancia, recordando a Simon. Cada día iba a la tienda como una autómata. Por si fuera poco, Sasha empezaba a hacer de las suyas otra vez. Zoya se daba cuenta de que no podía controlarla. Solo podía sobrevivir día a día y hora a hora, escondida en su despacho, y regresar a casa por la noche para soñar con Simon. El solo hecho de ver al pequeño Matthew le destrozaba el corazón y le hacía recordar a su marido.
Los abogados de Simon la llamaban desde hacía varias semanas, pero ella evitaba recibirlos. Simon había dejado a dos leales colaboradores al frente de las fábricas de tejidos y la fábrica de confección de abrigos. Zoya sabía que el negocio marchaba como la seda y bastante trabajo le costaba dirigir la tienda para encima tener que preocuparse por lo otro. Además, el hecho de hablar con los abogados sobre la herencia significaría reconocer que Simon ya no estaba, cosa que ella no podía aceptar. Estaba recordando aquel fin de semana con él en Connecticut cuando una de sus colaboradoras llamó suavemente a la puerta del despacho.
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