– ¿Condesa?

La mujer le habló desde el otro lado de la puerta mientras Zoya se enjugaba nuevamente las lágrimas. Sentada junto a su escritorio, contempló una fotografía de Simon. La víspera había discutido otra vez con Sasha, pero ni eso le parecía ahora importante.

– Salgo enseguida.

Zoya se sonó la nariz, se miró al espejo y se retocó el maquillaje.

– Hay alguien aquí que desea verla.

– No recibo visitas -contestó Zoya, entreabriendo la puerta-. Dígale que no estoy. -Después lo pensó mejor y añadió-: ¿Quién es?

– Un tal señor Paul Kelly. Dice que es importante.

– No lo conozco, Christine. Dígale que he salido.

La chica parecía nerviosa. Le daba pena ver a Zoya tan triste desde la muerte de su marido, pero lo comprendía. Todo el mundo estaba preocupado por los maridos, los hermanos, los amigos y los temibles telegramas orlados de negro como el remitido a Zoya.

Zoya cerró la puerta y rezó para que aquel día ningún cliente importante visitara la tienda. No podía soportar las miradas compasivas y las palabras amables. Volvieron a llamar. Era Christine, nerviosa y arrebolada.

– Dice que esperará. ¿Qué hago?

Zoya suspiró. No acertaba a imaginar quién podía ser. Tal vez el marido de una clienta, alguien temeroso de que ella le comentara a alguna esposa acerca de cierta amante. A veces, recibía visitas de ese tipo y siempre les aseguraba discreción. Se acercó nuevamente a la puerta, la abrió y miró a su colaboradora con expresión muy triste. El vestido y las medias negras acrecentaban la palidez y crispación de su rostro.

– Muy bien. Dígale que pase.

De todos modos, no tenía otra cosa que hacer. No lograba distraerse con nada, ni en casa ni en la tienda. Christine hizo pasar a un alto y distinguido caballero de ojos azules y cabello blanco, vestido con un traje azul oscuro. El hombre se sorprendió ante la belleza de Zoya, con aquellos ojos verdes que parecían atravesarlo todo.

– ¿Señora Hirsch?

No era frecuente que la llamaran de esa forma. Zoya asintió con la cabeza, preguntándose quién sería el visitante, aunque, en realidad, le daba igual.

– ¿Sí?

– Me llamo Paul Kelly. Nuestra firma está tratando el asunto de la… herencia de su marido. -Zoya le estrechó la mano y lo invitó a sentarse en un sillón frente a su escritorio-. Necesitábamos ponernos en contacto con usted. -El hombre la miró con amable expresión de reproche y Zoya observó que tenía unos ojos interesantes, un rostro típicamente irlandés y un cabello que antes de encanecer debía de ser negro como el azabache-. No ha contestado usted a nuestras llamadas.

Al verla, el hombre comprendió el motivo y se compadeció de su dolor.

– Lo sé -dijo Zoya, apartando la mirada-. A decir verdad -añadió, lanzando un suspiro-, no quería oír hablar de ustedes. Me obligaban a ver la realidad. Ha sido… -su voz se trocó en un susurro-, ha sido muy difícil para mí.

El hombre la analizó en silencio. A pesar de su visible dolor, se intuía en ella una fuerza inusitada.

– Lo comprendo. Pero necesitamos conocer sus deseos sobre ciertos asuntos. Queríamos sugerirle una lectura oficial del testamento, pero, dadas las actuales circunstancias… -Su voz se perdió mientras ella lo miraba a los ojos-. Tal vez bastará con que le diga que su marido les ha dejado casi todo a usted y a su hijo. A sus padres y a sus tíos les corresponderá una parte importante, al igual que a los dos hijos de usted, señora Hirsch. Unos legados muy generosos, debo decir. Un millón de dólares a cada uno, cuyo capital principal no podrán tocar, como es lógico, hasta alcanzar la mayoría de edad. Hay algunas condiciones que me parecen muy razonables. Nuestro departamento de fideicomisos lo ayudó en todo eso. -El hombre se detuvo al ver la mirada de Zoya-. ¿Ocurre algo? -preguntó.

De pronto, lamentó haber efectuado la visita. Aquella mujer ni siquiera lo escuchaba.

– ¿Un millón de dólares a cada uno?

Era mucho más de lo que ella hubiera podido soñar, y eso que no eran hijos de Simon. Su amor por él volvió a atravesarla como un cuchillo.

– Exactamente. Además, quiso garantizar al hijo de usted un puesto en la empresa, cuando sea mayor, claro. Es una empresa enorme formada por las seis fábricas de tejidos y la de confección, cuyo volumen de negocios se ha incrementado ahora notablemente gracias a los contratos de guerra firmados tras su desaparición…

El hombre siguió hablando con voz monótona mientras Zoya trataba de asimilar los hechos. Era muy propio de Simon haber pensado en todos ellos, disponiendo que Nicolás tuviera parte en el negocio. Si hubiera vivido en lugar de legarles una fortuna…

– ¿Qué contratos? -La mente de Zoya regresaba poco a poco a la vida. Tenía muchas cosas en que pensar, tenía todo lo que Simon había construido de la nada. Lo menos que podía hacer era prestar atención-. Él no me comentó ningún contrato de guerra.

– Todavía no estaban concluidos cuando él se fue. Las fábricas suministrarán todos los tejidos para nuestros uniformes militares mientras dure la guerra.

El hombre la miró, subyugado por su belleza y elegancia.

– Oh, Dios mío… ¿Y eso qué significa en términos de ventas?

Por un instante, a Zoya le pareció que Simon estaba allí. Comprendió lo contento que hubiera estado por los contratos. Cuando el abogado facilitó una idea aproximada de lo que significaría, Zoya no pudo creerlo.

– Pero eso no es… posible.

Zoya esbozó un amago de sonrisa. A sus cuarenta y tres años estaba arrebatadoramente bella.

– Me temo que sí. Con franqueza, señora Hirsch, cuando termine la guerra usted y sus hijos serán inmensamente ricos. Y, si Nicolás se incorpora a la firma, el señor Hirsch previó un considerable porcentaje para él.

Simon estuvo en todo, pero eso no era ningún consuelo para Zoya. ¿Qué iban a hacer con todo aquello sin Simon? Sin embargo, mientras escuchaba las palabras del abogado, comprendió que Axelle tenía razón. En memoria de su marido, tenía que continuar lo que él había construido. Era el último regalo de él y ella tenía que llevarlo adelante.

– ¿Están capacitados para llevar estos asuntos los hombres que él dejó al frente del negocio? -preguntó Zoya, mirando a su interlocutor como si lo viera por primera vez.

Cuando sonreía estaba más guapa que nunca, pensó el hombre.

– Sí, creo que sí. Tendrán que responder de su actuación ante nosotros, claro, y ante usted -dijo el abogado, mirándola directamente a los ojos-. El señor Hirsch la designó directora de todas sus empresas. Tenía un gran respeto por su sentido comercial.

El hombre apartó la mirada mientras Zoya rompía a llorar e intentaba decir algo con una voz que era un mero susurro. Simon significaba para ella mucho más que todas sus empresas, pero eso nadie podría comprenderlo jamás.

– Lo quería mucho -dijo Zoya, levantándose para acercarse a la ventana que daba a la Quinta Avenida. No podía derrumbarse. Tenía que seguir adelante, por sus hijos y por él. Se volvió despacio y miró a Paul Kelly-. Gracias por venir -dijo entre lágrimas-. Quizá nunca hubiera contestado a sus llamadas.

No quería enfrentarse con la pérdida de Simon, pero entonces supo que debería hacerlo.

– Suponía el motivo -dijo el hombre, sonriendo con tristeza-. Por eso decidí venir personalmente. Espero que perdone mi osadía. Tiene usted una tienda muy bonita -añadió, mirando a su alrededor-. Mi mujer compra aquí siempre que puede.

Zoya asintió, pensando en todos los clientes a los que había descuidado, pero no olvidado.

– Dígale, por favor, que la próxima vez pregunte por mí. Podremos enseñarle lo que más le guste aquí en mi despacho.

– Quizá sería mejor para mí que cerrara usted las puertas -contestó el hombre sonriendo. Después hizo algunas preguntas sobre Nicolás. Zoya le explicó que estaba en Londres, pilotando cazabombarderos con las fuerzas norteamericanas adscritas a la RAF-. Tiene usted muchas cosas en que pensar, ¿no es cierto, señora Hirsch? -Ella asintió en silencio y el abogado se conmovió. Había levantado un imperio, con la ayuda de su marido, por supuesto, pero parecía tan delicada como una mariposa-. Si puedo ayudarla en algo, le suplico que me lo diga.

Pero ¿qué podía hacer él? Nadie podría devolverle a Simon, y eso era lo único que ella quería.

– Quiero pasar algún tiempo en las oficinas de mi marido -dijo Zoya, frunciendo levemente el ceño-. Si voy a ser directora de sus empresas, tendré que familiarizarme con todo eso.

Tal vez aquellas actividades la distraerían.

– Sería muy conveniente. De eso pensaba encargarme yo mismo, pero tendré mucho gusto en compartir toda la información con usted. -El abogado era uno de los socios de un importante bufete jurídico en Wall Street, y Zoya calculó que debía llevarle unos diez años porque el juvenil brillo de sus ojos le hacía aparentar menos edad. Ambos conversaron un rato hasta que, al final, el hombre se levantó a regañadientes-. ¿Quiere que nos reunamos la semana que viene en el despacho de Simon en la Séptima Avenida o prefiere que le traiga aquí todo el material que pueda?

– Me reuniré allí con usted. Quiero que sepan que los vigilamos, usted y yo -dijo Zoya y le estrechó la mano con una sonrisa en los labios-. Gracias, señor Kelly. Le agradezco que haya venido.

– Estoy deseando empezar a trabajar con usted -contestó Kelly, mirándola con sus risueños ojos irlandeses.

Zoya volvió a darle las gracias y, una vez sola, se sentó de nuevo en el sillón de su escritorio con la mirada perdida en el espacio. Las cifras de los contratos de guerra eran de vértigo. Para ser el hijo de un sastre del East End, Simon había llegado muy lejos. Contempló otra vez la fotografía de Simon y abandonó en silencio el despacho, recuperando de golpe su personalidad por primera vez desde que él muriera. Las dependientas se dieron cuenta de ello al pasar presurosas por su lado para atender a los clientes. Aquella tarde, Zoya tomó el ascensor y se detuvo en cada piso para ver qué tal iban las cosas. Ya era hora de que la vieran. Ya era hora de que la condesa Zoya siguiera adelante…, con el recuerdo de Simon siempre en su corazón… y con el de todas las personas a quienes amó. Sin embargo, ahora no podía pensar en ellas. Tenía mucho que hacer. Por Simon.

46

A finales de 1942, Zoya adquirió la costumbre de pasar un día entero a la semana en las oficinas de Simon en la Séptima Avenida, casi siempre con Paul Kelly. Al principio, se llamaban ceremoniosamente «señor Kelly» y «señora Hirsch». Ella lucía sencillos vestidos negros y él trajes azul oscuro a rayas. Con el paso de los meses, nació en aquella relación laboral un toque de humor. Paul contaba chistes muy divertidos y Zoya lo hacía reír con anécdotas de la tienda, y solía vestir prendas más desenfadadas. Paul, por su parte, se quitaba a menudo la chaqueta y se arremangaba la camisa. Estaba asombrado de la agudeza comercial de Zoya. Con razón la respetaba Simon. Al principio, a Paul le pareció una locura que la nombrara directora, pero Simon era tremendamente listo y ella lo superaba con creces, sin perder en ningún momento su feminidad. Aunque nunca levantaba la voz, todo el mundo sabía que no toleraría ninguna estupidez por parte de nadie. No se le escapaba el menor detalle y estudiaba siempre con gran detenimiento los libros de contabilidad.

– ¿Cómo llegaste a todo esto? -preguntó Paul un día mientras almorzaban en el despacho de Simon a base de bocadillos.

El bufete jurídico de Atherton, Kelly y Schwartz acababa de sustituir a uno de los dos gerentes principales de Simon, y tenían que reorganizar muchas cosas.

– Por error -contestó Zoya, y entre risas le describió su época de corista de variedades, su trabajo en el salón de Axelle y su actuación en el Ballet Russe hasta llegar finalmente a la tienda, cuyo éxito había traspasado los límites de la ciudad.

Por su parte, Paul había estudiado en Yale y después se había casado con una joven de la alta sociedad de Boston, llamada Allison O’Keefe. Tuvieron tres hijos en cuatro años. Él siempre se refería a ella con respeto, aunque sin el menor fulgor de emoción en los ojos. Zoya no se sorprendió lo más mínimo cuando una tarde, tras una agotadora jornada de trabajo, él le confesó que no le apetecía regresar a casa.

– Desde hace mucho tiempo Allison y yo somos unos extraños el uno para el otro.

Zoya no le envidiaba. Simon y ella siempre habían sido muy amigos, aparte de la mutua atracción física que sentían y que ella todavía recordaba con anhelo.

– ¿Por qué sigues casado con ella?

Todo el mundo se divorciaba a la primera de cambio. Zoya adivinó la respuesta antes de escucharla.

– Los dos somos católicos, Zoya. Ella nunca accedería a concederme el divorcio. Lo intenté hace unos diez años. Tuvo una crisis nerviosa, o eso dijo, y ya nunca volvió a ser la misma. No puedo dejarla ahora. Y, además… -Paul dudó un poco y después decidió sincerarse con ella. Eran muy amigos desde hacía un año y conocía su discreción-. Aunque me duela decirlo, mi mujer bebe. No podría perdonarme que le ocurriera algo.