– Qué imagen tan habitual -dijo sonriendo mientras ella levantaba la mirada de los papeles-. ¿Demasiado ocupada, Zoya? Si quieres, vuelvo más tarde.

– No, no te preocupes. No es urgente.

Zoya disfrutaba con aquella amistad y Paul había pasado todo el día soñando con ese momento. Cuando ella se levantó para recoger el bolso, Paul admiró su belleza.

– ¿Has tenido un día muy ajetreado? -preguntó con su cálida sonrisa irlandesa.

– No demasiado -contestó Zoya, alegrándose de que hubiera venido a verla. Le resultaba más fácil reunirse con él allí que en el despacho de Simon. Aquello era su terreno y en él Paul solo podría compartir su presente, no su pasado.

Almorzaron en el 21 y permanecieron conversando hasta las tres de la tarde. En la mesa de al lado vieron a Spencer Tracy con una mujer que llevaba un gran sombrero y gafas oscuras. Zoya se preguntó quién sería, pero a Paul no le interesaba en absoluto. No le quitaba a Zoya los ojos de encima ni un solo momento.

– ¿Por qué lo haces? -preguntó ella finalmente, buscando la respuesta en sus ojos.

Pero en ellos solo encontró dulzura, fortaleza y honradez de sentimientos.

– Porque te amo -contestó él en un susurro-. No quería enamorarme de ti, pero no pude evitarlo. ¿Tan mal te parece?

– No es que esté mal, Paul, pero… -Zoya vaciló antes de seguir adelante-. ¿Qué ocurrirá si cedemos a nuestras inclinaciones? Unos momentos robados de vez en cuando. ¿Es eso lo que quieres?

– Si no puede haber otra cosa, me daré por satisfecho. Las horas que paso contigo son muy valiosas para mí. -Paul había intuido instintivamente que ella no deseaba otra cosa de él. Tenía sus hijos, su tienda, los recuerdos de Simon-. No te pediré más. No tengo ningún derecho. Nunca te mentiré. Sabes que no puedo dejar a Allison, y, si lo que te ofrezco no es suficiente, lo comprenderé -añadió, tomando su mano en la suya bajo la mesa-. Quizá soy un egoísta.

Zoya sacudió la cabeza mientras Spencer Tracy reía a su lado. Se preguntó otra vez quién sería aquella mujer y por qué parecía tan dichosa.

– De todos modos, no creo que esté preparada para algo más que eso. Puede que nunca lo esté. Quería mucho a Simon.

– Lo sé.

– Pero creo que también te quiero a ti… -añadió Zoya en voz baja.

Nunca pensó que fuera posible, pero le gustaba la compañía de aquel hombre. Confiaba en él y lo respetaba.

– No te pediré más de lo que tú quieras darme. Lo comprenderé. -Zoya no podía exigirle más. Después, armándose de valor, Paul preguntó sonriendo-: ¿Te irás conmigo algún día, cuando estés preparada?

Zoya lo miró largo rato antes de asentir lentamente con la cabeza.

– No sé cuándo será, pero aún no estoy preparada.

No estaba preparada para ser infiel al recuerdo de su marido, a pesar de que los besos de Paul la habían turbado profundamente.

– No quiero atosigarte. Puedo esperar. Incluso toda una vida.

Ambos se miraron sonriendo. Paul no se parecía nada a Simon, con su impaciencia y entusiasmo vital, ni a Clayton, con sus pausados modales aristocráticos. Paul Kelly tenía su propio estilo.

– Gracias, Paul.

Zoya lo miró agradecida y se inclinó hacia él en silencio para besarlo.

– Cenaremos juntos siempre que podamos -dijo Paul, esperanzado.

– ¿Y qué dirá Allison?

– Ni siquiera se dará cuenta.

Zoya volvió a besarlo como si con ello quisiera borrar todos sus años de sufrimiento y soledad. Ambos estaban solos, pero los ratos que pasaban juntos eran siempre de alegría y felicidad. Juntos tomaban importantes decisiones sobre el negocio de Simon y comentaban las actividades de la tienda o el comportamiento del pequeño Matthew.

Cuando Paul la acompañó a la tienda, ambos se sorprendieron de que ya fueran casi las cuatro.

– ¿Quieres que cenemos juntos el viernes por la noche o lo dejamos para el lunes? -preguntó Paul.

Zoya sabía que Sasha pasaría el fin de semana fuera y deseaba ver otra vez a Paul antes de su habitual encuentro del lunes.

– Me encantaría cenar juntos el viernes -contestó fijando sus ojos verdes en los de Paul.

– Debo de haber hecho alguna buena obra en mi vida para que ahora tenga tanta suerte.

– No seas tonto.

Zoya lo besó en la mejilla y él prometió llamarla.

Zoya también pensaba llamarlo, aunque tuviera que utilizar la excusa del negocio.

Sin embargo, el ramo de rosas que recibió aquella tarde no tuvo nada que ver con el negocio. Eran dos docenas de rosas blancas; en una ocasión ella le había mencionado que le encantaban. Y Paul nunca se olvidaba de nada. La tarjeta decía: «Nada de momentos robados, mi querida Zoya, solo prestados. Gracias por el préstamo y por los maravillosos momentos. Con cariño, P.». Zoya leyó el texto de la tarjeta sonriendo, la guardó en el bolso y abandonó el despacho para atender a sus clientes. No cabía duda de que Paul había añadido una nueva emoción a su vida, algo que ella ya casi había olvidado…, el contacto de una mano y la mirada de un hombre que se preocupaba por ella y quería estar a su lado. No sabía adónde la conduciría la vida más adelante. Tal vez a ninguna parte. Pero, entretanto, sabía que necesitaba a Paul, de la misma manera que él la necesitaba a ella. Reanudó su trabajo como si caminara entre nubes y ni siquiera se sintió culpable.

– ¿A quién vio usted este mediodía a la hora del almuerzo? -le preguntó su encargada con curiosidad cuando ya se disponían a cerrar la tienda.

No era frecuente que Zoya dejara la tienda a la hora del almuerzo.

– A Spencer Tracy -contestó Zoya en tono confidencial.

– Ya -dijo la chica, sonriendo.

Sin embargo, era cierto. Vio a Spencer Tracy… y a Paul Kelly.

48

Paul y Zoya siguieron reuniéndose cada lunes por la tarde en las oficinas de Simon. Trabajaban duro, cenaban tarde y, siempre que podían, iban a pasar el fin de semana fuera y paseaban por la playa, hablaban de sus vidas y hacían el amor, pese a que para ellos su amistad era siempre mucho más importante que el sexo. Después regresaban a Nueva York, a sus vidas cotidianas y a las personas de su entorno habitual. Ambos estaban tremendamente ocupados y Zoya nunca se llamaba a engaño en cuanto a la posibilidad de casarse con Paul. No cabía esperar tal cosa. Paul era un amigo muy especial y, a lo largo de los años, mientras presidían juntos los consejos de administración, ambos pudieron enorgullecerse de que nadie conociera su íntima relación, ni siquiera los hijos de Zoya. Matthew apreciaba mucho a Paul y Sasha simplemente lo toleraba. La joven estaba demasiado ocupada en su propia vida y no se interesaba por su madre ni parecía darse cuenta de nada. Por su parte, Nicolás seguía combatiendo en Europa con la RAF.

El presidente Roosevelt murió el 12 de abril de 1945. Tres semanas más tarde terminó la guerra en Europa. Zoya recibió la noticia con lágrimas en los ojos. Su hijo estaba vivo y regresó a casa el mismo día en que cumplía veinticuatro años. Dos días después terminó también la guerra en el Pacífico. Hubo fiestas interminables y desfiles por la Quinta Avenida. Zoya cerró la tienda y, al regresar a casa, encontró a Nicolás, de pie junto a la ventana del salón, contemplando el júbilo de la gente en las calles mientras las lágrimas resbalaban lentamente por sus mejillas.

– Ojalá papá viviera para ver este día -dijo en un susurro mientras Zoya lo miraba con cariño.

De uniforme se parecía más que nunca a su tío Nicolai. Estaba hecho todo un hombre y a Zoya no la sorprendió que no deseara regresar a Princeton. Quería aprender todo lo necesario sobre el imperio que Simon había dejado a su muerte. Paul le facilitó toda clase de explicaciones y Nicolás se llevó una sorpresa al saber que había heredado tanto dinero. Sasha también sabía que al año siguiente heredaría mucho dinero, aunque todavía no sabía cuánto. Nicolás se escandalizó ante el comportamiento de su hermana. Sasha volvía a casa a altas horas de la madrugada, casi siempre borracha como una cuba, y no admitía que nadie le hiciera el menor reproche. Una noche, la joven regresó a casa temprano y fue a dormir la borrachera a su habitación. La había acompañado un chico de uniforme tan borracho que apenas podía tenerse en pie.

– ¿No podrías hacer algo, mamá? -preguntó Nicolás a Zoya-. Ha perdido totalmente el control.

– Ya es mayor para que le dé una paliza, Nicolás, y no puedo encerrarla bajo llave en su dormitorio.

– Me gustaría intentarlo -dijo Nicolás con gesto sombrío.

A la mañana siguiente, cuando habló con su hermana, todo fue inútil. Aquella noche, Sasha volvió a salir y no regresó hasta pasadas las cuatro de la madrugada.

Estaba más guapa que nunca porque era demasiado joven para que sus excesos se reflejaran en su rostro, pero Zoya sabía que, a la larga, pagaría el precio. En diciembre, Sasha se fugó y se casó con un chico al que había conocido apenas tres semanas antes. El hecho de que fuera hijo de un conocido jugador de polo de Palm Beach no fue ningún consuelo para Zoya. El muchacho llevaba una vida tan alocada como Zoya, y ambos pasaban las noches bailando y bebiendo sin parar. La cosa se complicó cuando Sasha volvió a Nueva York en marzo y comunicó a su madre que para septiembre esperaba un hijo.

– Más o menos el día del cumpleaños de Matthew -dijo, sin concretar más detalles.

Matthew contaba seis años y medio y tenía los mismos grandes ojos castaños de Simon y su misma dulzura de carácter. Adoraba a Nicolás, pero procuraba mantenerse apartado de su hermana, que ante el niño solía mostrarse indiferente o bien abiertamente antipática. Sasha tenía veintiún años y la herencia de Simon solo sirvió para precipitar su destrucción.

En junio regresó a casa y dijo que Freddy la engañaba. Para vengarse, se compró un nuevo coche y dos pulseras de brillantes, se acostó con un amigo de su marido, a pesar de su estado, y regresó a Palm Beach. Zoya no podía hacer nada. Ya ni siquiera Nicolás quería hablar del asunto. Zoya le comentaba sus penas a Paul y este intentaba consolarla lo mejor que podía.

Los fines de semana Nicolás se llevaba a Matthew a pescar y algunos días iban al parque a jugar a pelota. Aunque tenía mucho trabajo, siempre intentaba buscar algún hueco para su hermano, lo cual le permitía a Zoya disfrutar de algunos momentos de intimidad con Paul Kelly. Las relaciones entre ambos se desarrollaban con total discreción, y Nicolás nunca supo lo que ocurría.

A finales de agosto, Sasha dio a luz a una preciosa niña de cabello pelirrojo. Zoya fue a verla a Florida. Era pequeña y encantadora, pero su madre no sentía el menor interés por ella. Casi inmediatamente después del parto, Sasha reanudó sus juergas y sus carreras en lujosos automóviles, con o sin la compañía del complaciente Freddy. Zoya nunca sabía dónde estaban y la pequeña era atendida únicamente por una niñera. Durante las escasas conversaciones telefónicas que mantuvieron, Zoya trató de convencer a su hija de que cambiara de vida, pero Sasha no le hacía el menor caso. Nicolás tampoco sabía nada de su hermana. La joven había desaparecido de sus vidas y Zoya lamentaba no poder ver a la pequeña Marina. Cuando sonó el teléfono en Nochebuena, Zoya confió en que fuera Sasha. Estaba cenando con Nicolás y Matthew se había ido a la cama, tras adornar el árbol navideño. Tenía siete años y aún creía en Papá Noel aunque Zoya sospechaba que aquel sería el último año. Era la alegría de su vida, pensó Zoya, y tomó con una sonrisa el teléfono.

– ¿Diga?

Era la policía del estado de Florida. A Zoya se le detuvo el corazón de golpe e intuyó el motivo de la llamada. Inmediatamente se confirmaron sus peores temores. Sasha y Freddy habían sufrido un accidente mortal cuando regresaban de una fiesta a casa. Zoya colgó el auricular y miró a Nicolás sin poder hablar. A los pocos minutos, llamó la niñera de la pequeña Marina, llorando histéricamente sin que Nicolás consiguiera calmarla. Cuando la niñera explicó los detalles, Nicolás miró horrorizado a su madre. Zoya se culpó de lo ocurrido e insistió en que no había hecho todo lo debido para ayudar a su hija, y ahora era demasiado tarde…

– De pequeña era tan bonita… -dijo con la voz ahogada por el llanto.

Pero Nicolás recordaba otras cosas. Por ejemplo, lo mimada que estaba Sasha y lo egoísta que siempre fue con su madre. A Zoya no le parecía justo. Sasha tenía solo veintiún años y se había desvanecido como una fulgurante estrella fugaz en una oscura noche estival. Había desaparecido para siempre.

Al día siguiente Nicolás voló a Florida y regresó con el cuerpo de su hermana y la pequeña Marina. Fueron unas Navidades muy tristes para Zoya, que abrió los regalos de Matthew con manos temblorosas, reprimiendo las lágrimas mientras se preguntaba si hubiera podido hacer algo más por su hija. Tal vez si se hubiera quedado en casa en lugar de ir a trabajar, si Clayton no hubiera muerto… o si no hubiera muerto Simon…, o tal vez si… La angustia era su peor enemiga, pensó, procurando concentrarse en Matthew. El niño estaba muy tranquilo y no parecía darse cuenta de nada. Pero Zoya se percató de que lo había comprendido todo muy bien cuando la miró con sus grandes ojos castaños y le preguntó en un susurro: