– ¿Estaba otra vez borracha, mamá?

Zoya se escandalizó ante las palabras de Matthew. Pero el chiquillo tenía razón. Sosteniendo a la hija de Sasha en brazos, no pudo negarlo. Aquella noche, Zoya contempló a la niña mientras abría los ojos y bostezaba medio dormida. Tenía cuatro meses y solo contaba con Zoya y con sus tíos Matthew y Nicolás.

– Soy demasiado mayor para eso -le dijo Zoya a Paul esa noche, cuando este telefoneó como de costumbre.

– Qué va, mujer. Estará mejor contigo de lo que hubiera estado con ellos. Es una niña afortunada.

Y él también se consideraba un hombre afortunado porque podía compartir su vida con ella. Las cualidades que adornaban a Zoya irradiaban a cuantos la rodeaban… menos a Sasha. Aquella noche Zoya volvió a reprocharse el no haber sabido ayudar a su hija. Pero ¿cómo hubiera podido hacerlo? Jamás averiguaría la respuesta. Lo único que podía hacer para compensar sus errores era amar a Marina como si fuera su propia hija. Colocó la cuna al lado de su cama y, contemplando a la chiquilla dormida, con sus ojos cerrados, su tibia piel y su cabello pelirrojo como el suyo, prometió cuidar de ella y hacer todo lo que pudiera. Un sollozo se ahogó en su garganta al recordar la noche en que Sasha y Nicolás casi perecieron en el incendio…, la pequeña Sasha tendida en la acera mientras los bomberos intentaban reanimarla hasta que, al final, la niña se movió y Zoya la estrechó en sus brazos, llorando tal como lloraba ahora al recordarla… ¿Cómo era posible que las cosas hubieran ido tan mal? Después de tantos esfuerzos, al final había perdido a Sasha cuando solo contaba veintiún años.

El funeral se celebró dos días más tarde. Asistieron algunas compañeras de escuela y varias personas que Sasha conoció en Nueva York. Todos compadecieron a Zoya cuando abandonó la iglesia entre Nicolás y Matthew. Zoya vio a Paul solemnemente de pie en el último banco, tratando de transmitirle con la mirada todo lo que sentía por ella. Lo miró un momento y siguió adelante, flanqueada por sus dos hijos. La pequeña Marina, con toda la vida por delante, esperaba en casa, durmiendo en su cuna junto a la cama de Zoya.

49

El año 1947 fue el del New Look de Dior, y Zoya viajó a París con Matthew y Marina para encargar los pedidos de las nuevas colecciones. Matthew tenía casi ocho años, pero Marina era todavía un bebé. Visitaron la torre Eiffel, pasearon por las orillas del Sena y vieron las Tullerías, donde ella solía ir con Eugenia en otros tiempos.

– Háblame de tu abuela -le dijo Matthew.

Zoya miró sonriendo a su hijo y le habló de las troikas en Rusia cuando ella era pequeña, de sus juegos y de las personas que conoció. Era una forma de compartir su historia con él. Más tarde, pasaron unos días en la Costa Azul, y al año siguiente Zoya viajó a Roma con los dos niños. Llevaba a Marina a todas partes, como si quisiera compensarla de la pérdida de su madre. Al verla dar sus vacilantes primeros pasos en la cubierta del barco durante la travesía de vuelta, la gente la tomaba por hija de Zoya, que poseía, a sus cuarenta y nueve años, una esplendorosa y juvenil belleza que cautivaba a todo el mundo.

– Eso me mantiene joven, supongo -solía decirle a Paul.

Aunque pareciera increíble, Zoya estaba más guapa que nunca. Para entonces, Nicolás ya dirigía la empresa y, en la primavera de 1951, tomó las riendas de las fábricas de tejidos. Estaba a punto de cumplir los treinta años y, cuando Zoya regresó de Europa con los pequeños, acudió a recibirlos al puerto, ansioso por conocer todos los detalles del viaje. Matthew tenía once años y Marina, pelirroja y de grandes ojos verdes, cuatro y medio. Por la noche, la niña se desgañitó de risa cuando Nicolás le hizo cosquillas. Después acostó a Matthew antes de regresar al salón para comunicarle sus planes a Zoya.

– Bueno, mamá…

El joven vaciló un momento y ella adivinó que se trataba de algo importante.

– ¿Sí, Nicolás? ¿Quieres que ponga una cara muy seria o simplemente intentas asustarme?

Lo esperaba desde hacía algún tiempo. Nicolás había sido visto muchas veces en compañía de una encantadora muchacha sureña que conoció cuando estuvo en Carolina del Sur visitando las fábricas. Era muy bonita y un poco mimada, pero Zoya nunca hizo el menor comentario. Nicolás ya era adulto y podía hacer con su vida lo que quisiera. Zoya respetaba su sentido común porque era un joven sensato y cariñoso, cuya mente se había templado en la dirección de los negocios de Simon.

– ¿Te sorprenderás mucho si te digo que me casaré en otoño? -preguntó Nicolás, mirando risueño a su madre mientras ella se echaba a reír.

– ¿Y por qué tendría que sorprenderme, amor mío?

– Elizabeth y yo nos vamos a casar -anunció orgullosamente Nicolás.

– Me alegro por ti, cariño -dijo Zoya, sonriendo. Era un muchacho honrado y responsable, y sus dos progenitores hubieran estado muy orgullosos de él-. Espero que te haga feliz.

– De eso no te quepa duda.

Zoya no hubiera podido pedir más. La siguiente vez que habló con su hijo se ofreció a ayudar a la novia en la elección del traje de boda. Recordó el interrogatorio a que la había sometido Sofía antes de que ella y Simon se casaran. Los padres de Simon habían muerto hacía algún tiempo y sus tíos también. Aunque nunca se sintió demasiado unida a ellos, Zoya procuró que Matthew los visitara con regularidad.

Tuvo que hacer un esfuerzo para no estallar cuando Elizabeth entró en la tienda y se mostró grosera y antipática con todo el mundo. El traje de novia fue lo de menos. La chica esperaba, al parecer, que Zoya le regalara todo el ajuar y les comprara un apartamento. Durante la boda, Zoya sintió que un estremecimiento le recorría la columna vertebral mientras Matthew sostenía el anillo sobre un cojín y Marina portaba un cestito de pétalos de rosa y la saludaba con la mano desde el primer banco.

Nicolás se comportó muy bien, atendiendo todas las necesidades de su mujer y accediendo a todas sus exigencias y caprichos hasta que, al final, ya no pudo más. Casi cuatro años después de que Zoya viera a Marina arrojando pétalos de rosa al paso de los novios, Nicolás envió a Elizabeth a casa de sus padres. Marina contaba entonces nueve años y Zoya la acompañaba cada día a sus clases de ballet. Esta era la mayor afición de la niña desde los cinco años. Esta vez Zoya estaba decidida a hacer todo lo posible por la niña, convencida en su fuero interno de que a Sasha le había fallado. Cada día abandonaba la tienda a las tres de la tarde, recogía a Marina en la escuela de miss Nightingale y la acompañaba a la clase de ballet donde la niña hacía los mismos tours jetés, los mismos pliés y los mismos ejercicios que ella hiciera antaño en San Petersburgo con madame Nastova.

Era curioso que las cosas volvieran a repetirse. Zoya le contó a la niña sobre la escuela del Marynsky, sus asombrosos bailarines y lo exigente que era madame Nastova. Cuando acudió con Nicolás a su recital, no pudo evitar las lágrimas. Nicolás miró a su madre y le cogió la mano mientras ella contemplaba emocionada la actuación de Marina.

– Es tan dulce e inocente -dijo Zoya.

Tenía toda la vida por delante y era una niña muy seria y aplicada. Matthew era para ella como un hermano aunque le llevara siete años, casi como Nicolai cuando Zoya vivía en Rusia. Era extraño que todo se repitiera generación tras generación, y que su afición al ballet hubiera renacido en Marina.

Aquella noche, Paul ofreció a la bailarina en ciernes un precioso ramillete de flores y, cuando la niña se fue a dormir, emocionada por su recital, le preguntó a Zoya lo que esta temía escuchar desde hacía varios años. La mujer de Paul había muerto de cirrosis unos meses antes y ahora Paul miró a Zoya en medio del silencio de la biblioteca, tras la marcha de Nicolás a su propio apartamento.

– Zoya, al cabo de doce años, ya te lo puedo preguntar. ¿Quieres casarte conmigo? -dijo, tomando su mano y mirándola a los ojos con la sonrisa del amor largo tiempo compartido, pero nunca llevado plenamente a término.

Llevaban doce años juntos y Zoya lo amaba y apreciaba su amistad, pero tras la muerte de Simon nunca sintió deseos de volver a casarse. Era feliz viendo crecer a Matthew y Marina, y seguía trabajando en la tienda con la misma energía de siempre. A los cincuenta y cinco años, no paraba un minuto, pero no le apetecía casarse.

– Paul, cariño, no puedo -dijo, sacudiendo la cabeza. Al ver que él la miraba ofendido, trató de explicárselo mejor-. Soy demasiado mayor y no me apetece casarme.

– Pero ¿qué dices, Zoya? ¡Mírate bien al espejo! No has cambiado ni un ápice desde la primera vez que te vi.

Era cierto. Zoya estaba radiante.

– Por dentro, sí -replicó-. Quiero ver crecer a Matthew y ayudar a Marina a convertirse exactamente en lo que ella quiera ser. Quiero ofrecerle el lujo de hacer y ser lo que quiera, ése es mi único deseo.

Paul temía aquella respuesta antes de formularle la pregunta. Llevaba muchos años deseando casarse con ella. Ahora que era libre, Zoya no quería. Se preguntó si la situación hubiera sido distinta en caso de que Allison hubiera muerto antes. Sus fines de semana con Zoya eran ahora menos frecuentes, aunque ambos solían ir de vez en cuando a su casa de Connecticut. Sin embargo, lo que más valoraba Zoya era su amistad, y en un matrimonio tenía que haber pasión. La única pasión de Zoya eran los niños y la tienda. Todo en memoria de Simon.

– No puedo volver a ser la esposa de nadie. Lo sé con absoluta certeza. Hace mucho tiempo ofrecí todo lo que tenía a Clayton y a Simon. Ahora tengo a los niños y mi trabajo, y te tengo a ti siempre que podemos reunirnos. No podría darte lo suficiente de mí misma como para justificar un matrimonio. Sería injusta contigo. Quiero disponer de un poco de tiempo para mí, Paul, aunque te parezca horrible que lo diga. Puede que ahora me haya tocado el turno de ser egoísta. Quiero viajar cuando los niños sean mayores, quiero ser libre otra vez. Puede que algún día vuelva a Rusia…, que visite San Petersburgo o Livadia… -Sabía que resultaría muy doloroso, pero era un sueño que cada vez le parecía más cercano. Solo necesitaba tiempo y valor para regresar. Con Paul no hubiera podido hacerlo. El tenía su vida, su casa, su trabajo, su afición a la jardinería y sus amigos-. Creo que, por fin, soy una persona adulta. -A los sesenta y seis años, Paul aparentaba más edad de la que tenía, pero eso Zoya no se lo dijo-. He pasado muchos años ocupada en sobrevivir. Ahora he descubierto que hay otras cosas. Si me hubiera dado cuenta antes… tal vez Sasha no habría muerto.

Todavía se culpaba de la muerte de su hija aunque, por mucho que lo pensara, no acertaba a imaginar qué otra cosa hubiera podido hacer, y, además, ahora ya no importaba. Era demasiado tarde para Sasha, pero no para Matthew, ni para Marina o ella misma. Aún le quedaba vida por delante y quería vivirla a su manera por mucho que amara a Paul Kelly.

– ¿Eso significa que todo ha terminado entre nosotros? -preguntó Paul, mirándola con tristeza mientras ella se inclinaba para besarlo dulcemente en los labios.

Sentía por ella el mismo fuego que había sentido el día en que ambos se conocieron.

– No, a menos que tú lo quieras. Si me aceptas así, yo te seguiré queriendo igual que siempre.

Como lo quiso durante los años en que él estuvo casado.

– Qué mala suerte tengo -dijo Paul, y sonrió con tristeza-. Ahora que el mundo ha alcanzado la mayoría de edad y la gente hace cosas que hace veinte años hubieran resultado escandalosas, acostándose por ahí y viviendo en pecado, yo te ofrezco la respetabilidad con doce años de retraso. -Ambos se echaron a reír, sentados cómodamente en la biblioteca-. Eres demasiado joven para mí, Zoya.

– Gracias, Paul.

Ambos se besaron de nuevo y, al cabo de un rato, Paul regresó a su casa algo más tranquilo. Zoya le había prometido pasar el fin de semana con él en Connecticut. Zoya se dirigió entonces al dormitorio de Marina y esbozó una sonrisa al contemplar a la niña dormida. Algún día el mundo sería suyo. Con lágrimas en los ojos, se inclinó para besarle suavemente la mejilla y la pequeña se agitó levemente bajo su amorosa mano.

– Baila, chiquitina…, mi pequeña bailarina…, sigue bailando.

50

Los años Kennedy fueron fabulosos para la tienda de Zoya. La esposa del joven senador imponía tendencias que todo el mundo imitaba. Zoya era gran admiradora suya e incluso en una ocasión fue invitada a cenar en la Casa Blanca, para gran alegría de su hijo mayor. Zoya seguía conservando la misma belleza y elegancia que tenía cuando Nicolás era pequeño. A los sesenta y un años, era una celebridad y entraba como una reina en su tienda, modificando la inclinación de un sombrero, frunciendo el ceño cuando algo no le gustaba o cambiando las flores con mano experta. Axelle había fallecido y su salón de modas no era más que un recuerdo, pero Zoya había aprendido bien sus lecciones.