Marina estaba entonces en Juilliard y de vez en cuando bailaba profesionalmente. Siempre que la veía bailar, Zoya sentía que el corazón le daba un vuelco como cuando ella había bailado para Diaghilev hacía más de cuarenta años. Matthew se graduó en la Universidad de Harvard en junio de 1961. Zoya lo aplaudió con entusiasmo, sentada en primera fila con Nicolás. Matthew era un muchacho estupendo y ella estaba muy orgullosa de él. Quería especializarse en ciencias empresariales para después trabajar en la tienda con su madre. Nicolás hubiera deseado que trabajara con él, pero Matthew le confesó que prefería el trato directo con el público.

Zoya prometió mantener la tienda en funcionamiento hasta que su hijo menor estuviera preparado.

– Tú no cerrarías la tienda ni que un incendio la destruyera por completo -dijo Matthew, riéndose con su hermano.

Durante el vuelo de regreso a Nueva York, a Zoya le pareció que Nicolás estaba como ausente. Conocía muy bien a sus hijos y, al final, ya no pudo resistir.

– Bueno, ¿de qué se trata, Nicolás? Me tienes en vilo -dijo.

– Qué bien me conoces -contestó Nicolás, soltando una carcajada nerviosa.

Después se arregló el nudo de la corbata y carraspeó.

– Faltaría más, al cabo de tantos años. -Nicolás acababa de cumplir los treinta y nueve-. ¿Qué me ocultas?

De repente, Zoya recordó un paseo a caballo con su hermano, en cuyo transcurso ella le había gastado bromas sobre su bailarina. Sabía, sin que él lo dijera, que el origen de la turbación de su hijo era una mujer.

– Voy a casarme otra vez.

– ¿Quieres que aplauda o que me eche a llorar? -preguntó Zoya, riéndose-. ¿Esta me gustará más que la otra?

– Es abogada -dijo Nicolás-. En realidad, trabajará en el bufete de Paul Kelly. Vive en Washington y ha trabajado en la Administración Kennedy. Es simpática y divertida y cocina muy mal, pero yo estoy loco por ella. Queríamos pedirte -añadió, mirando tímidamente a su madre- que esta noche cenaras con nosotros, si no estás muy cansada.

Llevaban más de un año haciendo viajes de ida y vuelta en avión.

Zoya miró a su hijo muy seria, confiando en que esta vez hubiera sabido elegir mejor.

– Pensaba quedarme a trabajar un poco en la tienda…, pero puedo dejarlo.

Nicolás dejó a Zoya en la puerta de su apartamento antes de dirigirse al suyo, donde Julie lo estaba esperando. Al decirle que había invitado a su madre a cenar, la joven lo miró horrorizada.

– ¡Oh, no! ¿Y si no le gusto? ¡Mira qué vestido! No me he traído nada decente de Washington.

– Estás maravillosa. Eso a ella no le importará en absoluto.

– ¿Cómo que no?

Julie la había visto en fotografía y siempre iba impecablemente vestida a la última moda.

Aquella noche, Zoya estudió detenidamente a la chica mientras cenaban en La Côte Basque. Estaba cerca de la tienda y era su restaurante preferido. La joven era exactamente tal y como Nicolás la había descrito, alegre, divertida y entregada a su trabajo, pero no hasta el extremo de excluir todo lo demás. Era diez años menor que Nicolás y Zoya estaba segura de que sería una buena esposa. Hasta el punto de que esa noche, cuando se despidió de ellos, tomó una importante decisión. Les ofrecería el huevo imperial como regalo de boda. Ya era hora de cederlo a sus hijos.

Después de la cena, Zoya regresó a pie a la tienda y utilizó la llave para entrar. El vigilante nocturno no se sorprendió al ver luz bajo la puerta de su despacho. Zoya tenía costumbre de ir por la noche a la tienda para hacer alguna comprobación o llevarse un poco de trabajo a casa. Mientras volvía a su apartamento, pensó en lo bonito que sería que un día Matthew trabajara con ella. Aquel niño en principio no deseado seguía siendo la luz de su vida. Simon tenía razón. Ese hijo la mantenía joven, pensó mientras apuraba el paso para reunirse con Marina que la esperaba despierta en casa.

Llegó a su apartamento a las doce de la noche y oyó que Marina la llamaba desde su dormitorio.

– Abuela, ¿eres tú?

– Yo creo que sí.

Zoya entró en la estancia, se quitó el sombrero que se había puesto para cenar con Nicolás y Julie y miró sonriendo a la niña que tanto se parecía a ella. Su melena pelirroja era tan larga como la suya, aunque ahora tuviera algunas hebras de plata.

– ¿A que no sabes una cosa? ¡Me han pedido que baile en el Lincoln Center!

– ¡Eso sí que es una bomba! Cuéntame cómo sucedió -dijo Zoya, sentándose en el borde de la cama de Marina mientras la muchacha la miraba emocionada. Vivía solo para el baile y, no porque fuera su nieta, la chica tenía un gran talento-. Ahora dime cuándo.

Marina le recitó los nombres de todos los componentes del reparto, el coreógrafo y el director, además de las historias de sus vidas y la música que iban a interpretar. El cuándo era para ella mucho menos importante.

– ¡Dentro de seis semanas! ¿Te imaginas? No sé si estaré preparada.

– Pues claro que sí.

Sus estudios habían sufrido un pequeño retraso en los últimos años, pero eso a Marina no le importaba demasiado. Zoya se preguntaba con frecuencia si esta vez las musas serían propicias y la joven algún día llegaría a ser una gran bailarina. Le había comentado en numerosas ocasiones su actuación en el Ballet Russe, donde una vez había bailado incluso con Nijinsky, y también su trabajo en el Salón de Variedades Fitzhugh. A Marina le encantaba contar aquellas historias a la gente porque conferían a su querida abuela un toque más exótico.

Seis semanas más tarde, la función fue todo un éxito y, por primera vez, la muchacha recibió atención de la crítica. A sus quince años, Marina ya era una profesional de la danza.

51

El primer fruto del matrimonio de Nicolás, una niña, nació en 1963, el mismo año del asesinato de John F. Kennedy. Aquel año Matthew empezó a trabajar en el lujoso establecimiento Condesa Zoya. Zoya se sintió muy halagada cuando Nicolás y Julie pusieron a la niña el nombre de Zoe, una americanización del suyo propio que, en realidad, le gustaba mucho más.

Marina, que entonces tenía diecisiete años, estaba completamente consagrada al ballet, donde había tomado el apellido de Zoya y era conocida como Marina Ossupov. Trabajaba muy duro y realizaba constantemente giras por todo el país. Nicolás quería que se matriculara en la universidad una vez finalizara sus estudios secundarios, pero Zoya no estaba de acuerdo.

– No todo el mundo sirve para eso, Nicolás. Ella ya tiene su vida. Ahora que eres padre, no seas tan pesado.

Zoya estaba siempre abierta a las nuevas ideas, rebosaba de vida y nunca se aburría. Paul seguía tan enamorado de ella como siempre. Se había retirado hacía varios años y vivía permanentemente en Connecticut. Zoya lo visitaba siempre que podía y él se quejaba de que estaba demasiado ocupada. El negocio de la tienda estaba más floreciente que nunca, sobre todo tras la incorporación de los modelos de Cardin, Saint Laurent y Courrèges. Ahora Matthew siempre la acompañaba a París, persiguiendo a todas las modelos y disfrutando de su estancia en el Ritz. A los veinticuatro años, el muchacho poseía una vitalidad semejante a la de su madre. En lugar de tomarse las cosas con más calma, tal como prometió cuando su hijo empezara a ayudarla en la tienda, Zoya trabajaba más que nunca.

– Tu madre es extraordinaria -le dijo un día Julie a Nicolás con toda sinceridad.

Ambas mujeres almorzaban juntas de vez en cuando como buenas amigas. Cuando la pequeña Zoe cumplió cinco años, Zoya le regaló su primer tutú y sus primeras zapatillas de ballet. Marina tenía veintidós años y era una estrella de primer orden. Bailaba por todo el mundo y suscitaba el entusiasmo de la crítica. Era la reina del ballet en todas partes y el año anterior había estado incluso en Rusia. Después le contó a Zoya su estancia en Leningrado, la antigua San Petersburgo, donde vio el Palacio de Invierno e incluso visitó el teatro Marynsky. Zoya la escuchó con lágrimas en los ojos. Era como un sueño convertido en realidad. Marina acababa de visitar los lugares que ella abandonara hacía más de cincuenta años, dejando en ellos una parte de sí misma. Zoya aún acariciaba la idea de ir a Rusia, pero decía que lo dejaría para cuando fuera vieja.

– ¿Y eso cuándo será, mamá? -preguntó Nicolás cuando cumplió los setenta-. Yo estoy más viejo que tú, y eso que solo tengo cincuenta. Lo que ocurre es que tú aparentas menos años, y yo más.

– ¡No digas tonterías, Nicolás, estoy hecha un carcamal!

Sin embargo, no era cierto en absoluto. Zoya estaba todavía muy guapa, con el cabello pelirrojo casi blanco, pero siempre exquisitamente peinado, y una encantadora figura realzada por los elegantes modelos que siempre llevaba. La envidiaba todo el mundo y era una fuente de inspiración para cuantos la conocían. En la tienda, muchos clientes pedían que los atendiera «la condesa», y Matthew contaba a menudo divertidas anécdotas sobre las personas que se empeñaban en verla a toda costa.

– Algo así como si yo fuera el Louvre, solo que en más pequeño -dijo Zoya con cierta amargura.

– No, mamá, no seas modesta. Sin ti, la tienda no sería nada.

La afirmación no era totalmente verdadera. Matthew había aplicado las nuevas técnicas de comercialización aprendidas en la escuela de ciencias empresariales y, durante los primeros cinco años, consiguió duplicar las ventas. Después lanzó al mercado un nuevo perfume, llamado naturalmente Condesa Zoya, y el éxito fue extraordinario. En 1974, el establecimiento Condesa Zoya y su homónima propietaria ya eran una leyenda viva.

Pero, junto con la leyenda, empezaron a surgir ofertas que interesaron mucho a Matthew, aunque aterrorizaron a su madre. La compañía Federated quería adquirir la tienda, cuyo volumen de negocios también había atraído a varias cadenas, una destilería y un fabricante de productos en conserva que deseaba diversificar sus inversiones. Matthew fue al despacho de Nicolás para discutir el asunto con él, y ambos hermanos pasaron varios días estudiándolo. A Nicolás lo sorprendía que las ofertas no se hubieran producido mucho antes.

– Es un tributo a tu actuación -dijo Nicolás, mirando cariñosamente a su hermano menor.

Matthew sacudió la cabeza y empezó a pasear por la estancia. Era un joven en constante movimiento. Tomó unos libros, echó un vistazo a la biblioteca de su hermano y después dijo:

– No, Nick, es un tributo a la de mamá. Yo solo lancé el perfume.

– No es verdad, Matthew. He visto las cifras.

– Eso no tiene la menor importancia. Pero ¿qué le diremos a mamá? Ya sé lo que va a pensar. Yo tengo treinta y cinco años y puedo buscarme otro trabajo. Mamá tiene setenta y cinco y, para ella, todo habrá terminado.

– No estoy muy seguro -contestó Nicolás.

Las ofertas eran demasiado tentadoras como para rechazarlas, sobre todo una que entusiasmaba a ambos especialmente. Mantendrían a Matthew durante cinco años como presidente y asesor, y les ofrecían a todos, incluida Zoya, una impresionante suma de dinero. Sin embargo, los dos sabían que a su madre no le interesaba el dinero. Ella disfrutaba con la actividad de la tienda y sus clientes.

– Creo que se dará cuenta del valor que eso tiene -dijo Nicolás, esperando.

Matthew se echó a reír, sentándose momentáneamente en un sillón de cuero.

– No conoces a nuestra madre. Le dará un ataque. Tenemos que inventarnos algo para que se entretenga. No quiero que se deprima. A su edad, eso podría ser fatal.

– Hay que pensarlo, desde luego -dijo Nicolás-. A los setenta y cinco años no podemos esperar que viva eternamente. Cuando ella no esté, la tienda ya no será la misma. Su presencia le confiere un sello especial.

Zoya iba diariamente a trabajar a la tienda, aunque se marchaba a las cinco y un chófer la acompañaba a casa. Nicolás había insistido en ello varios años antes y Zoya cedió de buen grado, aunque acudía sin falta al trabajo todos los días a las nueve en punto.

– Tendremos que hablar con ella -decidió Matthew al final.

Cuando llegó el momento, a Zoya le dio el ataque que con tanta clarividencia vaticinara Matthew.

– Por favor, mamá -dijo este-, fíjate bien en lo que nos ofrecen.

– ¿Acaso hay algo que yo ignoro? -preguntó Zoya, mirando a su hijo con ojos de hielo-. ¿Nos hemos vuelto pobres de repente o es que solo somos ambiciosos?

Matthew rió. Su madre era tremenda, pero él la amaba con todo su corazón. Llevaba cinco años viviendo con una mujer y estaba convencido de que solamente le gustaba porque era de origen ruso, tenía el cabello pelirrojo y se parecía vagamente a Zoya. Es una cosa de tipo freudiano, reconocía Matthew más de una vez. Sin embargo, su amiga era muy guapa, inteligente y atractiva. Como Zoya.