– ¿Querrás pensarlo, por lo menos? -le preguntó Nicolás a su madre.

– Sí, pero no esperes que lo acepte. No pienso venderle la tienda a un fabricante de comida para perros por el simple hecho de que vosotros dos estéis aburridos. ¿Por qué no lanzas un nuevo perfume? -dijo Zoya, mirando a su hijo menor.

– Mamá, jamás volveremos a tener ofertas como estas.

– ¿De qué nos sirven? -Mirando a sus dos hijos, Zoya lo comprendió de golpe-. Pensáis que soy demasiado vieja, ¿verdad? -Clavó la mirada en Matthew y Nicolás, y la conmovió ver el respeto y el amor que le demostraban-. Es cierto, no puedo negarlo. Pero disfruto de buena salud. Tenía previsto retirarme a los ochenta -añadió, entornando los ojos con picardía.

Los tres se echaron a reír y después Zoya se levantó y prometió pensarlo.

Durante cuatro meses, hubo una batalla de ofertas a cual mejor. Sin embargo, la cuestión no se centraba ahora en el cuánto, sino en el cuándo. En la primavera de 1975, cuando Paul murió serenamente mientras dormía, Zoya empezó a comprender que no viviría eternamente. Era injusto negarles a sus hijos el derecho a hacer lo que deseaban. Ella ya había vivido y no podía alterar el curso de la existencia de los demás. Pese a todas sus reticencias anteriores, una tarde decidió capitular al término de una reunión del consejo de administración, dejando boquiabierto a todo el mundo.

– ¿Lo dices en serio? -preguntó Nicolás, asombrado. Ya había perdido todas las esperanzas y se había resignado a conservar la tienda solo por su madre.

– Sí, Nicky, lo digo en serio -contestó Zoya en un susurro. Llevaba años sin utilizar aquel diminutivo-. Creo que ya es hora.

– ¿Estás segura?

Nicolás se inquietó de repente al verla tan apagada. Quizá no se encontraba bien o estaba deprimida. Sin embargo, al contemplar sus penetrantes ojos verdes, comprendió que no.

– Estoy segura, si vosotros dos lo queréis. Buscaré otra cosa con que entretenerme. Quiero viajar un poco.

Hacía unas semanas le había prometido a Zoe llevarla a París en verano.

Después, se levantó con gesto pausado y miró a todos los miembros del consejo de administración.

– Muchas gracias, señores, por su sabiduría y su paciencia y por los gratos momentos que me han deparado.

Había inaugurado la tienda hacía casi cuarenta años, antes de que algunos de ellos nacieran, y ahora quería saludarlos uno a uno. Rodeó la mesa, estrechándoles las manos, y después se retiró mientras Matthew se enjugaba las lágrimas de los ojos. Fue un momento muy emotivo.

– Bueno, pues, ya está -dijo Nicolás, mirando con tristeza a su hermano cuando ambos quedaron solos-. ¿Cuánto tiempo crees que tardaremos en cerrar el trato?

Ya tenían elegido el comprador que más los satisfacía.

– Unos cuantos meses. Creo que en verano ya estará todo listo.

Nicolás asintió con expresión preocupada.

– Está empeñada en llevar a Zoe a Europa. Yo pensaba disuadirla, pero ahora me parece que no lo haré.

– No lo hagas. Les sentará bien a las dos.

Nicolás asintió en silencio y regresó a su despacho.

52

El día en que Zoya se sentó por última vez en el sillón de su escritorio amaneció brillante y soleado. Recogió sus cosas la víspera y Matthew le ofreció una fiesta extraordinaria a la que asistieron los personajes más famosos, los miembros de la alta sociedad e incluso dos miembros de la realeza. Todo el mundo la abrazó y la besó, recordando los felices momentos de antaño. Ahora, sentada en su despacho, Zoya evocó sus treinta y ocho años de actividad en aquel establecimiento, antes de marcharse definitivamente. El chófer la estaría aguardando en la calle, pero ella no tenía ninguna prisa. Se levantó y se acercó a la ventana para contemplar el tráfico de la Quinta Avenida. Cuántas cosas habían cambiado en cuarenta años, cuántos sueños cumplidos y cuántos frustrados. Recordó la emoción de Simon cuando la ayudó a inaugurar la tienda y lo felices que fueron durante su primer viaje de compras a Europa. El tiempo había pasado volando.

– ¿Señora condesa? -dijo una voz desde la puerta. Zoya se volvió a mirar a su nueva ayudante, una chica más joven que la mayor de sus nietas.

– ¿Sí?

– El coche la espera abajo. El chófer ha querido que lo supiera por si acaso lo esperaba.

– Gracias -contestó Zoya, irguiendo la espalda y mirándola con orgullo-, dígale, por favor, que bajo enseguida.

Sus palabras y sus gestos eran todavía más aristocráticos que su título. Nadie que hubiera trabajado con ella podría olvidarla jamás.

La puerta se cerró en silencio mientras Zoya miraba a su alrededor por última vez. Sabía que volvería para visitar a Matthew, pero ya no sería lo mismo. La tienda pertenecía ahora a sus hijos. Ella se la había cedido y ellos querían venderla. Sospechaba que Simon hubiera estado de acuerdo. Era un hombre de negocios tan astuto como Matthew.

Volvió la cabeza para contemplar por última vez su despacho, y cerró la puerta, vestida con un elegante modelo azul marino de Chanel y con el cabello cuidadosamente recogido en un moño. Al salir, casi tropezó con Zoe.

– ¡Abuela! Temía que te hubieras marchado. ¡Mira! ¡Mira lo que tengo!

Nicolás había accedido a que hicieran el viaje a París y faltaban dos semanas para la partida. Esta vez no irían en barco, sino en avión. A Zoya no le gustaban los barcos que había en aquel entonces, y a Zoe le daba igual. La niña brincaba arriba y abajo con toda la exuberancia de sus ocho años, sosteniendo en las manos un montón de folletos.

– ¿Qué tienes? -preguntó Zoya, riendo.

Zoe volvió la mirada hacia atrás y musitó en tono conspiratorio:

– No se lo digas a papá. Cuando estemos allí, no se enterará. -Los folletos que llevaba la niña no correspondían a París sino a Rusia. Desde las fotografías, las agujas del Palacio de Invierno miraron orgullosamente a Zoya. El palacio de Catalina…, el de Alejandro…, el Antichkov… Zoya miró a su nieta en silencio-. ¡Vamos a Rusia, abuela!

Zoya llevaba años soñando con aquel viaje. Tal vez ahora, con la pequeña Zoe, podría convertir su sueño en realidad.

– No sé qué decir. Quizá tu padre no querrá que… -De repente, Zoya esbozó una sonrisa. Se había ido de allí hacía más de medio siglo y ahora podría regresar con su nieta-. ¿Sabes una cosa? -dijo, rodeando los hombros de la niña con su brazo-, la idea me gusta bastante.

Tomaron el ascensor juntas y examinó los folletos mientras mentalmente empezaba a forjar planes.

Al llegar a la planta baja, Zoya se sorprendió al ver a todos sus empleados reunidos allí, muchos de ellos con lágrimas en los ojos. Estrechó manos, sonrió, repartió algunos besos y después todo terminó. Zoya salió con la niña a la Quinta Avenida y le indicó por señas al chófer que se marchara. No quería ir en coche a ninguna parte. Deseaba dar un largo paseo con Zoe para organizar el viaje.

– Después… ¡podríamos ir a Moscú! -dijo Zoe con los ojos tan brillantes de emoción como los de Zoya en aquellos momentos.

– No. Moscú siempre fue muy aburrido. San Petersburgo y, tal vez… ¿Sabes una cosa?, cuando yo era pequeña pasábamos el verano en el palacio de Livadia, en Crimea…

Mientras ambas bajaban por la calle tomadas de la mano, Nicolás acercó lentamente su automóvil al bordillo de la acera. No soportaba la idea de que su madre abandonara sola la tienda y había decidido acudir a recogerla y acompañarla a casa. De pronto las vio. La orgullosa dama con su vestido de Chanel y la niña con su melena oscura despeinada por el viento, comentando animadamente algo con su abuela. Lo viejo y lo nuevo. El pasado y el futuro tomados de la mano. Decidió no decirles nada y entró en la tienda para ver a Matthew.

– ¿Crees que podríamos ir allí, abuela? A Livadia, quiero decir… -preguntó la chiquilla, mirando amorosamente a Zoya.

– Lo intentaremos, cariño, puedes estar segura.

Danielle Steel

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