Accidente

Título de la edición original: Accident

Traducción del inglés: Marta Pérez

A Popeye, que siempre está a mano cuando le necesitas, en las cosas importantes y en las minucias.

Cada hora cada minuto de cada día, siempre te querré.

Con todo mi corazón y todo mi amor.


CAPITULO PRIMERO

Corría una de esas tardes de sábado de abril tan perfectas, tan deliciosamente tibias, en las que una brisa de seda acaricia las mejillas y uno querría vivir para siempre al aire libre.

El día! había sido largo y soleado.

Mientras al filo de las cinco cruzaba el puente Golden Gate en dirección del condado de Marín, Page contempló las aguas de la otra orilla y quedó maravillada.

Miró de soslayo a su hijo, que iba sentado a su lado y cuyas facciones parecían una réplica de ella misma.

Su rubio cabello se levantaba muy tieso allí donde lo había aplastado la gorra de béisbol, y tenía la cara cubierta de mugre.

Andrew Patterson Clarke había cumplido siete años el martes anterior.

Mientras iban en el coche, relajándose tras el partido, se percibía con toda intensidad los lazos que les unían.

Page Clarke era una buena madre, una esposa leal y la clase de amiga que todo el mundo ansía tener.

Se preocupaba por los demás, prodigaba cariño, se entregaba con ahínco en cualquier menester, ayudaba a las personas que significaban algo para ella y poseía una vena artística que causaba asombro entre sus amistades, además de ser una mujer muy bella y una compañía muy divertida.

– Hoy has jugado de maravilla -elogió a su hijo con una sonrisa, soltando brevemente una mano del volante para enmarañarle el cabello revuelto.

Andrew tenía una mata de pelo de color pajizo idéntico al de ella, sus mismos ojos azules y grandes, la tez también de tonos cremosos, salvo que la del niño estaba trufada de pecas-.

Me ha dejado impresionada aquella pelota que has atrapado en el outfield.

Temía que os marcaran una carrera a la base.

Siempre le acompañaba a los partidos, a las representaciones teatrales de la escuela y a las excursiones campestres con la clase o con los amigos.

Lo hacía porque le encantaba y por lo mucho que le quería.

Andy lo sabía.

– Yo también he creído que nos sacarían un punto -dijo, e hizo una mueca enseñando las encías allí donde hasta pocos días antes se asentaban los dos incisivos-.

Estaba seguro de que Benjie terminaría todo el circuito.

– Emitió un cloqueo en el momento en que dejaban el puente para entrar en el condado de Marín-.

iPero no lo ha conseguido! Page rió.

Habían pasado un rato muy agradable.

A ella le habría gustado que Brad les acompañase, pero todos los sábados jugaba al golf con sus socios.

Constituía una buena oportunidad para relajarse y ponerse al día sobre sus respectivas actividades.

Era poco usual que pasara con ella una tarde de sábado.

Y, cuando lo hacía, siempre había algún asunto que atender, como los partidos de Andy o las competiciones de natación de Allyson, que solían celebrarse en los sitios más apartados.

O asistían a estos encuentros deportivos, o bien el perro se hacía daño en una pata, aparecían goteras en el techo, se reventaba una tubería o había que solventar alguna urgencia doméstica.

Desde hacía varios años ya no existían los sábados ociosos.

Page se había acostumbrado, y siempre que podían Brad y ella le robaban unas horas al tiempo, por la noche cuando los niños dormían -en el ínterin entre los viajes de negocios -, o incluso en los excepcionales fines de semana en que se escapaban los dos juntos.

Encontrar momentos de intimidad en sus atareadas vidas era toda una hazaña, pero de un modo u otro se las ingeniaban.

Tras dieciséis años de matrimonio y dos hijos en común, ella continuaba muy enamorada.

Tenía cuanto había deseado: un marido al que adoraba y que también la quería, una vida segura, dos hijos estupendos.

Su casa de Ross no era lujosa pero se hallaba situada en un bello entorno y era bonita y confortable.

Además, con su laboriosidad y maña para arreglarlo todo, Page la había convertido en un lugar realmente acogedor.

Aunque sus años en Nueva York como estudiante de arte y aprendiz de interiorismo no le habían servido de mucho, en los últimos tiempos había utilizado su talento para pintar unos preciosos murales, tanto privados como por encargo.

Había realizado uno espectacular en la escuela de Ross, e hizo de su casa un rincón de auténtica belleza.

Sus óleos, los frescos y un particular toque artístico habían transformado un rústico edificio en un hogar que todos admiraban…

y envidiaban.

Era exclusivamente obra de.

Page, y quienquiera que lo viese lo advertía.

El año anterior, como regalo de Navidad para Andy, había pintado un reñidísimo partido de béisbol en una pared de su habitación y a él le entusiasmó.

Para Allyson había recreado un ambiente parisino en la época en que la niña se apasionó por todo lo francés, más tarde reprodujo un cuerpo de bailarinas, inspirado en Degas, y más recientemente, con su mano mágica, había convertido el dormitorio en una piscina.

Incluso había pintado muebles en consonancia con la técnica del trompe-l'oeil.

Su recompensa fue que Allyson y sus amigas calificaron la habitación de nnsuperior", y a Page misma de ncojo…, bueno, aceptable", unas alabanzas de primer orden para provenir de un grupo de quinceañeras.

Allyson cursaba segundo año de instituto.

Siempre que les miraba, Page lamentaba no haber tenido más hijos.

Los había querido desde el principio, pero Brad fue inflexible en su decisión de quedarse con nnuno o dos", preferentemente uno.

Se sintió muy satisfecho al nacer la niña, y dijo que no veía la necesidad de aumentar la familia.

Page tardó siete años en convencerle de tener al segundo.

Fue tras abandonar la ciudad para mudarse a la casa de Ross cuando concibieron a Andy, nnnuestro pequeño milagro", como ella le llamaba.

Fue un bebé nacido en el séptimo mes de ernbarazo, porque Page se cayó de la escalera mientras pintaba en su futuro cuarto un mural de Winnie the Pooh.

La ingresaron en el hospital con una pierna fracturada y el parto se precipitó.

El niño pasó dos meses en incubadora, pero al final resultó una criatura perfecta.

A veces, Page sonreía al recordar la historia, cuán desmirriado era, cuánto habían temido perderlo.

No podía imaginarse a sí misma sobreviviéndole, aunque en el fondo sabía que habría tenido que sobreponerse por Allyson y por Brad.

Sin embargo, su vida no habría sido la misma sin Andy.

– ¿Te apetece un helado? -preguntó en el desvío de Sir Francis Drake.

– ¡Ya lo creo! Andy esbozó una amplia sonrisa y Page soltó una carcajada.

Era imposible no reírse de aquella boca risueña y desdentada.

– ¿Cuándo vas a echar los dientes, Andrew Clarke? Tendremos que comprarte una dentadura postiza.

¡No! -exclamó él sonriente, y emitió un nuevo cloqueo.

Era muy grato estar a solas con él.

Normalmente, después del béisbol Page llevaba en su coche un cargamento de niños, pero hoy había tomado el relevo otra madre, aunque ella asistió igualmente al partido porque lo había prometido.

Allyson pasaba la tarde con sus amigos, Brad estaba jugando al golf, y ahora mismo Page no tenía ningún trabajo pendiente.

Había empezado a proyectar un nuevo mural para la escuela y se había comprometido a estudiar el salón de una amiga; pero ninguna de las dos cosas era apremiante.

Andy tomó una bola doble de Rocky Road en un cucurucho con azúcares, espolvoreada de virutas de chocolate, y ella una bola sencilla de yogur helado al aroma de café, una de esas engañosas especialidades dietéticas que te inducen a creer que no cometes un gran pecado.

Permanecieron un rato sentados en la terraza.

El helado de Andy, al derretirse, embadurnó su cara y manchó su uniforme.

Page no se enfadó, pues de todos modos había que lavarlo.

Contemplaron a los viandantes mientras gozaban de la calidez de los últimos rayos del crepúsculo.

Habían tenido un día espléndido, y Page sugirió que el domingo podían comer en el campo.

– Sería fantástico.

Andy puso cara de satisfacción cuando la punta de su nariz se hundió definitivamente en el Rocky Road, con un goteo que se extendió hasta la barbilla.

Page, al contemplarle, se sintió embargada de amor materno.

– Eres un tesoro, clo sabías? Ya sé que no debería decir estas tonterías, pero creo que eres un fuera de serie, Andrew Clarke…

y además un buen jugador de béisbol.

¿Cómo he podido tener tanta suerte? El niño volvió a sonreír, con una sonrisa aún más ancha, y el helado se desparramó por todas partes, incluida la nariz de Page al estamparle un beso.

– Eres un chico encantador.

– Tú tampoco estás mal.

– Andrew desapareció de nuevo en su cucurucho, y al cabo de un momento alzó la vista hacia su madre -.

Mamá? ¿Sí? Page había consumido casi todo el yogur, pero el Rocky Road parecía dispuesto a rezumar y ensuciarlo todo hasta el día del juicio.

En manos de un niño pequeño, los helados siempre se crecen.

– ¿Tendré alguna vez otro hermanito? Page se sorprendió.

No era ésta la clase de pregunta que solían hacer los chicos.

Allyson sí se lo había planteado en varias ocasiones.

Pero, con treinta y nueve años, ella no lo veía probable.

No porque se sintiera demasiado mayor, en vista de las edades a que actualmente se conciben los hijos, sino por que sabía que nunca convencería a Brad de tener el tercero.

él siempre insistía en que la época de procrear ya había pasado.

– No lo creo, cariño.

¿Por qué? ¿Estaba preocupado o era tan sólo curiosidad? Page no pudo por menos que preguntárselo.

– La madre de Tommy Silberberg tuvo gemelos la semana pasada.

Los vi el otro día cuando fui a su casa.

Son muy bonitos, y también idénticos -explicó el niño, aún impresionado-.

Pesan tres kilos y medio cada uno, mucho más que yo a su edad.

– Desde luego que sí.

– Andy, con su precoz venida al mundo, apenas había pesado la mitad-.

Esos pequeños deben de ser monísimos, pero dudo de que nosotros tengamos gemelos, ni siquiera un niño más.

Al decir estas palabras, Page se sintió invadida de una peculiar tristeza.

Siempre había convenido con Brad, por lealtad hacia él, en que dos hijos eran el número ideal, pero había momentos en los que renacía su anhelo de tener otro bebé.

– Podrías hablar de ello con papá -bromeó.

– ¿De los gemelos? -inquirió Andy, intrigado.

– De la posibilidad de tener un hermanito.

– Sería divertido, fabuloso…

Aunque creo que también causan problemas.

En casa de Tommy todo estaba patas arriba.

Había un terrible desorden de camas, capazos y balancines.

iQué horror! Su abuela, que ha ido a ayudarles, guisó la cena y se le quemó.

El padre gritó como un energúmeno.

– Pues no parece muy divertido.

– Page sonrió, imaginando el caos que debió de generar la llegada de gemelos en un hogar donde la organización no era ya su mayor virtud, y había además dos hijos mayores-.

De todas maneras, es normal que al principio sea un poco difícil, hasta que te acostumbras.

– ¿Tuvisteis tanto lío cuando yo nací? Andy terminó por fin su helado.

Se enjugó la boca con la bocamanga y las manos en los pantalones del uniforme de béisbol, ante la mirada sonriente de Page.

– No, pero ahora mismo tú tampoco eres un modelo de orden.

Es hora de volver a casa y quitarte toda esa suciedad.

Montaron de nuevo en la camioneta y se dirigieron al dulce hogar, charlando de temas diversos, pero las preguntas de Andy acerca del hermanito continuaban vivas en la mente de Page.

Por unos instantes sintió la familiar punzada de la melancolía.

Quizás eran sólo los efectos de aquel día tan benigno y lleno de sol, o de estar en plena primavera, pero de pronto deseó tener otro hijo, intensificar sus salidas románticas con Brad y pasar más tiempo a su lado, recuperar aquellas tardes de asueto en las que, tumbados ambos en el lecho, no había compromisos que cumplir ni nada que hacer excepto amarse.

Aunque su vida actual le satisfacía, había momentos en los que le habría gustado atrasar las manecillas del reloj.

Su existencia estaba regida por transportes escolares, ayudas en los deberes y asociaciones de padres.

Brad y ella sólo coincidían de pasada, o al final de una jornada agotadora.