– ¡Bueno, qué alivio!
– Perdóname por no haberte dicho toda la verdad anoche. Quizá debí contarte que había estado haciendo terapia de grupo, pero cuando atendiste el teléfono me dio… no sé cómo describirlo… vergüenza, quizá. Con Brookie fue más fácil, pero contigo… bueno, me pareció como una imposición, luego de tantos años, llamarte y lamentarme sobre mis dificultades.
– ¿Una imposición? Qué tontería.
– Quizá lo fue. De lodos modos, gracias por decirlo. Oye, adivina quién más me llamó hoy. Tani, Fish y Lisa. Brookie les avisó a todas. Y ahora tú. Esta sí que ha sido una semana de vuelta al pasado.
– ¿Cómo están? ¿Qué hacen?
Maggie le contó sobre las chicas y mientras hablaban, la tirantez de la noche anterior desapareció. Rememoraron viejos tiempos. Rieron. A medida que la conversación se prolongó, Maggie se descubrió inclinada sobre el armario de la cocina, apoyada sobre ambos codos, hablando con él completamente a sus anchas. Eric le contó sobre su familia; ella, sobre Katy. Cuando se produjo por fin una pausa, fue cómoda. Eric le puso fin diciendo:
– Pensé mucho en ti hoy cuando estaba en el barco.
Ella pasó un dedo por encima de una caja de hojalata y respondió:
– Yo también pensé en ti. -Aislada por la distancia, le resultó fácil decirlo. Inofensivo.
– Miraba el agua y te veía con un suéter azul con letras doradas alentando a los Vikingos de Gibraltar.
– Con un peinado batido horrible, supongo, y maquillaje para ojos Cleopatra.
Eric rió.
– Más o menos, sí.
– ¿Quieres saber qué veo cuando cierro los ojos y pienso en ti?
– Tengo miedo de oírlo.
Maggie se volvió y apoyó la espalda contra el borde del armario.
– Te veo con un suéter celeste claro, bailando música de los Beatles con un cigarrillo entre los dientes.
Eric rió.
– El cigarrillo lo dejé, pero sigo usando una camisa azul, sólo que ahora tiene bordado Capitán Eric en el bolsillo.
– ¿Capitán Eric?
– A los clientes les gusta. Les da la ilusión de que van a alta mar.
– Apuesto a que eres bueno, ¿eh? Apuesto a que los pescadores te adoran.
– Bueno, por lo general los hago reír y logro que vuelvan al año siguiente.
– ¿Te gusta lo que haces?
– Me encanta.
Ella se acomodó contra el armario.
– Cuéntame cómo estuvo Door hoy. ¿Fue un día de sol, hubo buena pesca, muchas velas sobre el agua?
– Estuvo hermoso. ¿Recuerdas cómo a veces te levantabas por la mañana y había tanta niebla que no se veía el parque Península del otro lado del puerto?
– Mmmm… -respondió Maggie con tono soñador.
– El día comenzó así, con mucha bruma, luego se levantó el sol por encima de los árboles y tiñó el aire de rojo, pero una hora después de haber salido con el barco el cielo ya estaba azul como un campo de achicoria.
– ¡Ay, la achicoria! ¿Ya está en flor?
– Totalmente.
– Mmmm, lo imagino muy bien, un campo entero de achicoria, azul como si el cielo se le hubiera caído encima. Me encantaba esta época del año allí en casa. Aquí no tenemos achicoria, no como en Door. Continúa. ¿Pescaste mucho?
– Dieciocho en el día de hoy. Quince del Pacífico y tres marrones.
– Dieciocho, cielos -susurró Maggie, admirada.
– Todos los clientes quedaron contentos.
– Qué maravilla. ¿Y había muchos veleros?
– Veleros… -bromeó Eric, perpetuando la antigua rivalidad entre embarcaciones a vela y a motor que habían heredado al nacer en Door County -¿A quién le interesan los veleros?
– A mí.
– Sí, creo recordar que siempre fuiste fanática de esos botecitos.
– Y tú de esos monstruos horrendos.
Maggie sonrió y lo imaginó sonriendo, también. Al cabo de unos segundos, su sonrisa se tornó nostálgica.
– Hace tanto tiempo que no salgo a navegar.
– Pensé que tendrías un barco, puesto que vives en Seattle.
– Tenemos uno. Un velero, de más está decirlo. Pero no he salido desde que murió Phillip. Tampoco he pescado.
– Deberías venir aquí y te sacaría de paseo con tu padre. Te engancharía uno de doce kilos y te quitarías las ganas de pescar en una sola vez.
– Qué maravilloso suena.
– Hazlo.
– No puedo.
– ¿Por qué?
– Soy profesora, y las clases comienzan en menos de dos semanas.
– ¡Ah, cierto! ¿Qué era lo que enseñabas?
– Economía doméstica: alimentos, ropa, vida familiar, orientación vocacional. Es una mezcla de todo, hoy en día. Hasta tenemos una unidad en la que convertimos el departamento en un jardín de infantes y traemos niños de edad preescolar para que los chicos estudien desarrollo infantil.
– Suena ruidoso.
Maggie se encogió de hombros.
– Lo es, a veces.
– Y dime… ¿eres buena?
– Creo que sí. Me llevo bien con los chicos, trato de prepararles clases interesantes. Pero… -Calló.
– ¿Pero qué?
– No lo sé. -Maggie se volvió otra vez y se apoyó en el armario como antes. -He estado haciendo lo mismo durante tantos años que se vuelve monótono. Y desde la muerte de Phillip… -Maggie se llevó una mano a la frente. -¡Ay, Dios, me canso tanto de esa frase! Desde la muerte de Phillip. Lo dije tantas veces que se diría que el calendario comenzó ese día.
– Me parece que necesitas un cambio.
– Quizá.
– Yo hice un cambio hace seis años. Fue lo mejor que pude hacer por mí mismo.
– ¿Qué hiciste?
– Me volví a Door County después de haber vivido en Chicago desde que me gradué en la universidad. Cuando me marché de aquí al terminar la escuela, pensé que era el último sitio adonde regresaría, pero después de estar sentado ante un escritorio tantos años, comenzaba a sentir claustrofobia. Luego murió mi padre y Mike empezó a insistir para que regresara y manejara el barco con él. Tenía la idea de expandir los servicios y comprar otro barco. Así que finalmente dije que sí y no me he arrepentido nunca.
– Se te oye muy feliz.
– Lo soy.
– ¿En tu matrimonio también?
– En mi matrimonio también.
– Eso es maravilloso, Eric.
Se produjo otro silencio. Parecían haber dicho todo lo necesario. Maggie se enderezó y miró el reloj de la cocina.
– Oye, será mejor que te deje ir. ¡Cielos, hemos estado hablando muchísimo!
– Sí, parece que sí. -Siguió un sonido inconfundible, el tipo de ruido que acompaña a la acción de desperezarse. Terminó en forma abrupta. -Todavía estoy en casa de Ma; Nancy debe de estar esperándome con la cena.
– Eric, muchas gracias por llamar. Me encantó hablar contigo.
– Lo mismo digo.
– Y por favor, no te preocupes más por mí. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan contenta.
– Es un placer oírte decirlo y oye… llámame cuando quieras. Si no estoy en casa llama aquí y habla con Ma. Le encantaría saber de ti.
– Quizá lo haga. Mándale saludos de nuevo. Dile que nadie en el mundo hace el pan como ella. Recuerdo que iba a tu casa después de la escuela y me liquidaba medio pan por vez.
Eric rió.
– Sigue amasando, y diciendo que el pan comprado te matará. Se pondrá insoportable, pero le daré tu mensaje de todos modos.
– Eric, gracias de nuevo.
– No me agradezcas. Fue un gusto hacerlo. Tómate las cosas con calma, ¿eh?
– Sí.
Callaron, incómodos por primera vez en más de media hora.
– Bueno… adiós -dijo Eric.
– Adiós.
Después de cortar, Maggie siguió con la mano sobre el teléfono, luego la dejó caer lentamente. Se quedó largo rato sin moverse, contemplando el aparato. El sol del atardecer caía en ángulo sobre el suelo de la cocina y desde afuera llegaba el sonido ahogado de un vecino cortando el césped. Desde mucho tiempo atrás llegaban imágenes del mismo sol brillando sobre otros jardines, otros árboles, otras aguas: no las del Canal Puget sino las de Bahía Green. Lentamente, Maggie se apartó del teléfono y fue hasta la puerta corrediza que daba a la terraza. La abrió, apoyó un hombro contra el marco y se quedó mirando hacia afuera, recordando. Eric. Ellos dos. Door. Ese último año de la secundaria. El primer amor.
¡Ah, la nostalgia!
Pero él era un hombre casado y feliz con su matrimonio. Y si volviera a verlo, probablemente tendría doce kilos de más, poco pelo y a ella le resultaría agradable verlo casado con otra persona.
No obstante, hablar con él traía recuerdos de casa y al mirar el jardín en el atardecer, vio no una terraza de madera rodeada de siemprevivas, sino una alfombra azul de achicoria cocinada por el sol. Nada era tan intensamente azul como un campo de achicoria en flor bajo el sol de agosto. Y al anochecer se tornaba violeta, creando a veces la ilusión de que tierra y cielo eran uno solo. Las llores silvestres estarían en todo su esplendor, adornando los campos y los caminos. ¿Había acaso otro sitio en el mundo donde las llores silvestres crecieran con tanta profusión como en Door?
Vio, también, graneros rojos de techos a la holandesa e hileras de trigo verde y cabañas de un siglo de antigüedad con calafateado blanco; cercos de madera y muros de piedra bordeados de flores. Velas blancas sobre el agua azul y playas limpias que se extendían por kilómetros. Sintió el sabor del pan casero y oyó el gruñido de embarcaciones de motor que regresaban al caer la noche y olió el aroma de pescado cocinado elevándose por sobre los poblados en una noche de sábado como esa, saliendo de restaurantes donde sonaban guitarras y manteles a cuadros rojos y blancos ondeaban en la brisa nocturna.
A más de dos mil kilómetros de distancia, Maggie lo recordó todo y sintió una oleada de nostalgia que no había experimentado en años.
Pensó en llamar a casa de su madre. Pero quizá respondiera ella y nadie como su madre para estropear un estado de ánimo nostálgico.
Se apartó de la puerta y fue al escritorio. Buscó un libro llamado Viajes a Door County. Durante casi media hora se quedó sentada en la silla de Phillip contemplando fotografías en color hasta que las imágenes brillantes de faros y cabañas de troncos la obligaron a levantar el teléfono.
Marcó el número de sus padres y rogó para que atendiera su padre.
Pero oyó la voz de su madre decir:
– ¡Hola!
Disimulando su desilusión, Maggie respondió:
– Hola, mamá.
– ¿Margaret? -Sí.
– Bueno, era hora de que llamaras. Hace más de dos semanas que no sabemos nada de ti y dijiste que nos avisarías cuándo llegaría Katy. ¡He estado esperando y esperando que llamaras!
No decía: ¡Hola, querida, qué bueno oír tu voz!, sino Era hora de que llamaras, obligando a Maggie a comenzar la conversación con una disculpa.
– Lo siento, mamá, sé que debería haber llamado, pero estuve ocupada. Y me temo que Katy no pasará por allí, después de todo. Le queda fuera de camino y estaba con su amiga y con el automóvil cargado hasta el techo, de modo que decidieron ir directamente a la universidad y dormir allí.
Maggie cerró los ojos y aguardó la lista de quejas que seguiría. Fiel a sí misma, Vera comenzó a desgranarlas:
– Bueno, no voy a decirte que no me siento decepcionada. Después de todo, hace una semana que estoy cocinando y amasando. Puse dos tartas de manzana en el freezer y compré un pedazo grande de carne. No sé qué voy a hacer con tanta carne sola aquí con tu papá. ¡Además, limpié tu antigua habitación de arriba abajo y lavé el cubrecama y las cortinas y me dio muchísimo trabajo plancharlos!
– Mamá, te dije que llamaríamos si Katy decidía parar en tu casa.
– Bueno, sí, pero yo estaba segura de que vendría. Al fin y al cabo, somos los únicos abuelos que tiene.
– Lo sé, mamá.
– Supongo que los jóvenes ya no tienen tiempo para sus abuelos como cuando yo era chica -se quejó Vera con mal humor.
Maggie apoyó la frente sobre la punta de cuatro dedos y sintió que empezaba a dolerle la cabeza.
– Dijo que viajará desde Chicago dentro de un par de semanas, una vez que se haya instalado en la universidad. Mencionó que quizá lo haría en octubre, cuando los árboles empiezan a cambiar de color.
– ¿Qué maneja? ¿No le habrás comprado ese convertible, no?
– Sí.
– Margaret, ¡esa chica es demasiado joven para tener un automóvil extravagante como ése! Deberías haberle comprado algo más sensato o mejor aún, haberla hecho esperar hasta que saliera de la universidad. ¿Cómo va a aprender a valorar las cosas si le das todo cu bandeja de plata?
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