– Sí. A eso de las diez y cuarto.

– Ja.

– Ma, no empieces.

– Vaya vida, tú aquí y ella por todos los Estados Unidos de América. -Untó un molde con grasa y lo apoyó ruidosamente sobre el mantel. -Tu padre me habría traído a casa de los pelos si yo hubiera intentado algo así.

– No tienes pelos suficientes. ¿Qué te hiciste, a propósito? -Fingió estudiar seriamente los feos rulos cerrados.

– Fui anoche a lo de Barbara para que me hiciera la permanente. -Barbara era la mujer de Mike. Vivían en el bosque a menos de veinte metros por la costa.

– Están tan tomados que me duelen a mí de sólo mirarte.

Ella le pegó con un molde y luego colocó el pan adentro.

– No tengo tiempo para andar con pavadas y lo sabes. ¿Desayunaste?

– Sí.

– ¿Qué comiste, rosquillas azucaradas?

– Ma, te estás metiendo en lo que no te incumbe.

Ella metió el pan en el horno.

– ¿Para qué otra cosa sirven las madres? Dios no hizo ningún mandamiento que dijera "No te meterás", así que me meto. Para eso sirven las madres.

– Creí que servían para vender permisos de pesca y tomar reservas de excursiones.

– Si quieres esa salchicha que sobró, cómetela. -Hizo un movimiento con la cabeza en dirección a una sartén de hierro que estaba sobre la cocina y comenzó a quitar la harina del mantel con el canto de la mano.

Eric levantó la tapa y encontró dos salchichas casi frías, una para él y una para Mike, como de costumbre. Tomó una con los dedos y se apoyó contra la mesada para comerla mientras pensaba.

– Ma, ¿recuerdas a Maggie Pearson?

– Claro que la recuerdo. La permanente no me afectó el cerebro. ¿Qué la trae a colación?

– Me llamó anoche.

Por primera vez desde que él había entrado en la habitación, su madre dejó de moverse. Se volvió de la pileta y lo miró por encima del hombro.

– ¿Te llamó? ¿Para qué?

– Para saludarme.

– Vive en algún sitio por el Oeste, ¿no es así?

– En Seattle.

– ¿Llamó desde Seattle nada más que para saludar?

Eric se encogió de hombros.

– ¿Es viuda, no?

– Sí

– Es eso, entonces.

– ¿Es eso, qué?

– Siempre anduvo detrás de ti. Olisqueando, eso es lo que está haciendo. Las viudas empiezan a olisquear cuando necesitan un hombre.

– Ay, Ma, por Dios, Nancy estaba a mi lado cuando llamó.

– ¿Cuando llamó quién? -interrumpió Mike. Había llegado en la mitad de la conversación. Tenía quince kilos y dos años más que su hermano, además de una espesa barba castaña.

– Su antigua novia -respondió Anna Severson.

– ¡No es mi antigua novia!

– ¿Quién? -repitió Mike, yendo directamente al armario para buscarse una taza y llenarla de café.

– Esa chica Pearson, con quien Eric solía besuquearse en este porche de aquí atrás cuando creía que todos estábamos en la cama.

– ¡Dios Santo! -se quejó Eric.

– ¿Maggie Pearson? -Mike arqueó las cejas.

– La hija de Vera y Leroy Pearson, la recuerdas -explicó Anna.

Probando el café humeante con los labios, Mike sonrió a su hermano.

– ¡Vamos! Tú y la vieja Maggie por poco incendiaban el viejo sofá cuando estábamos en la secundaria.

– De haber sabido que iba a tener que escuchar tantas estupideces, no les habría contado nada.

– ¿Y qué quería? -Mike atacó la salchicha restante.

– No lo sé. Ella y Glenda Holbrook se mantienen en contacto, ella llamó, y hablamos: ¿Te casaste? ¿Tienes hijos? Ese tipo de cosas.

– Olisqueando -acotó Anna desde la pileta, de espaldas a sus hijos.

– ¡Ma!

– Sí, te oí. Nada más que para saludar.

– Les mandó saludos a ustedes dos, también, pero no sé para qué me tomo la molestia de decírselo.

– Mmm, aquí falta algo -caviló Mike.

– Bueno, cuando descubras qué es, sin duda me lo harás saber-replicó Eric con sarcasmo…

Afuera en la oficina, la radio emitió un chasquido y se oyó la voz de Jerry Joe.

– Mary Deare a base, ¿estás ahí, abuela?

Eric, que era el que más cerca estaba de la oficina, fue a responder.

– Habla Eric. Adelante, Jerry Joe.

– Buen día, capitán. Los grupos de las siete horas están aquí. Acabo de mandarlos los para la oficina. Nick y yo necesitaríamos ayuda.

– Voy enseguida.

Eric echó una mirada por la puerta abierta de la oficina y vio a un grupo de hombres acercarse desde el muelle para registrarse, pagar y comprar los permisos: tareas de Ma. Más allá de las mesas de limpieza de pescados vio a Tim Rooney, el empleado, dando indicaciones a un barco que bajaba hacia el agua por la rampa, mientras que otra camioneta con barco acababa de estacionar en la entrada.

Eric apagó el micrófono y gritó:

– ¿Ma? ¿Mike? Vienen clientes desde todas partes. Voy para el barco.

Puntualmente a las siete y media, los motores del Mary Deare cobraron vida con Eric al timón. Jerry Joe soltó las amarras y saltó a bordo mientras Eric tiraba de la cuerda de la sirena y quebraba el silencio con un estallido ensordecedor. Desde la cabina de mando del The Dove, Mike respondió con otro aullido de sirena al tiempo que el también encendía los motores.

Bajo las manos de Eric, el ancho timón de madera se estremeció cuando él puso la marcha adelante y salió lentamente de Hedgehog Harbor.

Ése era el momento del día que a Eric más le gustaba, las primeras horas de la mañana, con el sol levantándose detrás de él y dedos de vapor elevándose del agua, separándose y rizándose a medida que el barco avanzaba; y arriba un batallón de gaviotas haciendo de escolta, chillando con las cabezas ladeadas hacia el sol; hacia el oeste, el risco Door elevándose filoso y verde contra el horizonte violeta.

Eric apuntó la proa hacia el norte, dejando atrás el olor de madera y pescado del muelle para cambiarlo por la vigorizante frescura de las aguas abiertas. Encendió el sondeador de profundidad y desenganchó el micrófono de la radio del techo.

– Aquí el Mary Deare en diez. ¿Quién está allí afuera esta mañana?

Un instante después se oyó una voz.

– Aquí el Mermaid, afuera del risco Table.

– Hola, Rog, ¿tuviste suerte?

– Todavía nada, pero los estamos marcando a cincuenta y cinco pies.

– ¿Hay alguien más afuera?

– El Mariner iba hacia la isla Washington, pero está bajo niebla, de modo que subieron las líneas y tomaron hacia el este.

– Entonces creo que rodearé el risco Door.

– Buena idea. No hay acción por aquí.

– ¿A qué profundidad estás tirando?

– Poca. Cuarenta y cinco pies, más o menos.

– Probaremos un poco más profundo, entonces. Gracias, Rog.

– Buena suerte, Eric.

Entre los guías de Door County era costumbre intercambiar información en forma generosa para tratar de que cada expedición de pesca fuera un éxito, pues eso hacía que los pescadores volvieran.

Eric hizo un último llamado.

– Mary Deare a base.

Se oyó la voz de Ma, áspera y gruesa.

– Adelante, Eric.

– Voy a rodear el risco Door.

– Te escucho.

– Te veré a las once. Que esté listo ese pan, ¿eh?

Ella oprimió el botón de habla en medio de una risotada.

– Muy bien, cambio y fuera.

Sonriendo por encima del hombro mientras colgaba el micrófono, Eric llamó a Jerry Joe.

– Hazte cargo mientras pongo las líneas.

Durante los siguientes treinta minutos estuvo ocupado poniendo brillantes señuelos en cañas y cuerdas, asegurándolas a los aparejadores de popa, contando las veces que cada línea cruzaba el carretel a medida que se abría hacia afuera, fijando las profundidades a base de lo anterior. Distribuyó las líneas entre los pescadores, verificó el radar multicolor en busca de peces cebo o salmones y mantuvo un ojo vigilante sobre los extremos de los carreteles en sus vainas a lo largo de las barandas laterales y de la trasera. En todo momento bromeó con los clientes, dando confianza a los nuevos, recordando viejas pescas exitosas con los antiguos, haciéndolos reír y seduciéndolos para que volvieran.

Era bueno en su trabajo, bueno con la gente y bueno con las líneas. Cuando engancharon el primer pez, su entusiasmo añadió tanta excitación como la caña curvada. La sacó de la vaina, gritando instrucciones, poniéndola en manos de un hombre delgado y calvo de Wisconsin, luego atando alrededor de la cintura del hombre un pesado cinturón de cuero para sujetar el extremo de la caña, al tiempo que le gritaba las directivas que su padre le había dado a él años antes.

– ¡No tires hacia atrás! ¡Mantente cerca de la baranda! -Y a Jerry Joe: -¡Menos motor, vira hacia la derecha! ¡Lo tenemos! -Regañaba y daba aliento con el mismo encanto, entusiasmado como si ésa fuera la primera pesca que hubiera supervisado, manejando la red con sus propias manos e izando los pescados por encima de la baranda.

Había estado pescando en esas aguas toda su vida, de modo que no fue una sorpresa que la expedición fuera un éxito: seis salmones para seis pescadores.

Al regresar al puerto a las once, pesó los peces, los colgó de un tablón con ganchos y la inscripción EXCURSIONES SEVERSON, Gills Rock, alineó a los orgullosos pescadores detrás de sus presas, tomó las habituales fotografías Polaroid, obsequió una a cada pescador, limpió los pescados, vendió cuatro heladeras de telgopor y cuatro bolsas de hielo y subió a almorzar a lo de Ma.

Para las siete de la tarde había repetido la misma rutina tres veces. Había puesto señuelos a las líneas un total de cuarenta y dos veces, conocido a ocho clientes nuevos, visto a once de los viejos, ayudado a sacar quince salmones del Pacífico y tres truchas marrones, limpiado los dieciocho pescados y de alguna forma, pensado en Maggie Pearson más veces de lo que deseaba admitir. Era curioso cómo una llamada así despertaba recuerdos. Y nostalgia y preguntas como: ¿Y si…?

Al trepar la cuesta hasta la casa de Ma por última vez, pensó de nuevo en Maggie. Miró el reloj. Eran las siete y cuarto y Nancy tendría la cena lista, pero había tomado una decisión. Iba a hacer una llamada antes de regresar a su casa.

Cuando entró, Mike y los muchachos se habían ido y Ma estaba cerrando la oficina.

– Gran día -comentó Ma, mientras desenchufaba la cafetería.

– Sí.

En la cocina, la guía telefónica de Door County colgaba de una cinta sucia, junto a la heladera. Mientras buscaba el número, supo que Ma entraría detrás de él, pero no tenía nada que ocultar. Marcó. El teléfono sonó en su oído y Eric apoyó un codo contra la parte superior de la heladera. Como había previsto, entró Ma con el colador y comenzó a arrojar el café usado dentro de la pileta mientras Eric escuchaba el teléfono sonar por cuarta vez.

– ¿Hola? -dijo un niño.

– ¿Está Glenda?

– Un momento. -El teléfono golpeó. El mismo niño regresó y dijo: -Pregunta quién es.

– Eric Severson.

– Un minuto. -Lo oyó gritar: -¡Eric Severson! -Ma se movía por la habitación y escuchaba.

Instantes después Glenda tomó el teléfono.

– ¡Eric, hola! Hablando de Roma…

– Hola, Brookie.

– ¿Te llamó?

– ¿Maggie? Sí. Me dejó helado de sorpresa.

– A mí también. Estoy preocupadísima por ella.

– ¿Preocupada?

– Bueno, sí, claro… quiero decir… caramba ¿tú no?

Eric se dio un sacudón mental.

– ¿Debería estarlo?

– ¿Bueno, no le diste cuenta de lo deprimida que estaba?

– No. Es decir, no me dijo nada. Sólo… bueno, sólo nos pusimos al día, sabes.

– ¿No te dijo nada de ese grupo con el que está trabajando?

– ¿Qué grupo?

– Está muy mal, Eric -le contó Brookie-. Perdió a su marido hace un año y su hija acaba de partir para la universidad. Aparentemente ha estado haciendo terapia de angustias con un grupo y todo se le vino encima de golpe. Estaba luchando para aceptar el hecho de que el marido murió y en medio de lodo alguien del grupo trató de suicidarse.

– ¡Suicidarse! -Eric se irguió por completo. -¿Quieres decir que ella también podría estar así?

– No lo sé. Lo único que me contó es que el psiquiatra le dijo que cuando comience a deprimirse lo mejor que puede hacer es llamar a viejos amigos y hablar sobre tiempos pasados. Es por eso que nos llamó. Somos su terapia.

– Brookie, no lo sabía. Si hubiera… Pero ella no me dijo una palabra del psiquiatra, ni de la terapia, ni nada. ¿Está internada o algo así?