Esos primeros minutos afuera eran unos de los mejores del día. Miraba con ojos expertos el agua y el cielo de la madrugada sobre el bosque que rodeaba la ciudad, escuchaba el canto de alguna paloma posada sobre un cable cercano, inhalaba el aroma de los cedros gigantes detrás de la casa y del pan fresco que subía desde la panadería al pie de la colina.

¿Para qué me llamó Maggie Pearson después de veintitrés años?

El pensamiento apareció de la nada. Sorprendido, Eric se puso en movimiento y trotó colina abajo, gritando un saludo a Pete Nelson por la puerta trasera de la panadería al pasar junto a ella y dirigirse a la puerta principal. Era un bonito lugar, pequeño, alejado de la calle, con un jardín delantero, rodeado por una cerca blanca y canteros de flores que le daban un aspecto hogareño. Adentro, saludó con la cabeza a dos turistas madrugadores que hacían sus compras, intercambió un saludo amable con la bonita muchacha Hawkins que atendía el mostrador y le preguntó por su madre, que había sido operada de la vesícula. Luego bromeó con Pete, que asomó la cabeza desde la habitación trasera y con Sam Ellerby, que había venido a buscar su habitual bandeja de panecillos y bollos surtidos para servir en el restaurante Summertime de la calle Spruce, a dos cuadras de allí.

Para Eric, esa expedición diaria a la panadería se había vuelto tan deliciosa como las masas de Pete Nelson. Trotó de vuelta colina arriba del mejor de los humores, llevando una bolsa blanca de papel. Entró corriendo en la casa y sirvió dos tazas de café justo en el momento en que Nancy llegaba a la cocina.

– Buen día -dijo ella por primera vez en el día. (Para Nancy, el día nunca era bueno hasta que había completado su ritual).

– Buen día.

Nancy se había puesto una falda de hilo color hueso y una camisa con hombros caídos, mangas inmensas y cuello levantado, estampada con diminutos gatos violetas y verdes. ¿Quién sino Nancy podía ponerse gatos violetas y verdes y estar elegante igual? Hasta el cinturón, un cordón retorcido de hilo sisal violeta con hebilla enorme habría quedado ridículo en cualquier otra mujer. Pero su esposa tenía garbo, estilo y acceso a las liquidaciones de las tiendas más elegantes del país. Toda habitación donde entraba Nancy Macaffee quedaba eclipsada por su presencia.

Al verla atravesar la cocina con zapatos violeta, el pelo recogido en una prolija cola baja, los ojos sombreados, las pestañas con máscara y los labios pintados de un color y delineados con otro, Eric bebió su café y sonrió.

– Gracias. -Nancy aceptó la taza que él le alcanzó y bebió con cuidado. -Mmm… parece que estás de buen humor.

– Sí.

– ¿Qué te hizo sonreír?

Eric se apoyó contra el armario, comió una gruesa rosquilla azucarada y bebió su café.

– Trataba de imaginarte como una madre de pueblo, digamos de unos cien kilos, con pantalones de jogging y ruleros todas las mañanas.

– ¡La boca se te haga a un lado! -Nancy arqueó una ceja e hizo una mueca. -¿Viste a alguien en la panadería?

– A dos turistas, a Sam Ellerby, a la chica de Hawkins y a Pete, que se asomó desde atrás.

– ¿Alguna novedad?

– No. -Eric se lamió los dedos y terminó el café. -¿Qué vas a hacer hoy?

– Informes de ventas semanales, para variar. Este trabajo sería ideal si no fuera por todo el papelerío.

Y los viajes, pensó Eric. Después de cinco días afuera, Nancy pasaba el sexto y con frecuencia la mitad del séptimo haciendo papeles; trabajaba duro, eso tenía que admitirlo. Pero adoraba el glamour asociado con las tiendas como Bonwit Teller, Neiman-Marcus y Rocco Altobelli… todos clientes de su cartera. Y si los viajes eran parte del trabajo, aceptaba las desventajas a cambio del glamour.

Ya tenía ese trabajo con Orlane cuando se mudaron de vuelta a Door County y Eric creyó que lo dejaría, se quedaría en casa y tendría una familia. Pero en cambio, había dedicado más horas, tanto a los viajes como al trabajo en la casa, para poder mantener el empleo.

– ¿Y tú? -preguntó Nancy, al tiempo que se ponía los anteojos para hojear el periódico semanal.

– Hoy estamos llenos; Mike también. Tenemos tres excursiones que sacar. -Enjuagó la taza, la metió en el lavaplatos y se puso una gorra de capitán blanca con brillante borde negro.

– ¿Así que no volverás hasta las siete?

– Creo que no.

Ella lo miró por encima de los grandes anteojos.

– Trata de terminar más temprano.

– No puedo prometértelo.

– Trata, nada más.

Eric asintió.

– Bien, será mejor que me ponga a trabajar -dijo Nancy, cerrando el periódico.

– Yo también.

Con el café y un jugo en la mano, ella le rozó la mejilla con la suya.

– Te veo esta noche.

Se dirigió al pequeño despacho de abajo mientras Eric salía de la casa y cruzaba la acera hasta un garaje de madera. Levantó la puerta a mano, echó una mirada al respetable Acura gris de Nancy y se subió a una desvencijada camioneta Ford que doce años antes era blanca, tenía un guardabarro trasero izquierdo y no necesitaba un alambre para sostener el caño de escape. El vehículo era un bochorno para Nancy, pero Eric se había encariñado con La Vieja Puta, como la llamaba afectuosamente. El motor todavía respondía bien; el nombre de la compañía y el teléfono se leían aún en las puertas; y el asiento del conductor -después de tantos años- estaba amoldado exactamente a su trasero.

Hizo girar la llave y masculló:

– Vamos, vieja puta, arranca.

Fue necesario un poco de aliento, pero en menos de un minuto de darle al arranque, el viejo motor cobró vida.

Eric lo hizo rugir, sonrió, puso marcha atrás y salió del garaje. El trayecto de Fish Creek a Gilis Rock cubría uno de los veinticinco kilómetros más bonitos de toda la creación, a juicio de Eric. A su izquierda, Bahía Green se veía en forma intermitente; granjas, huertos y bosques, a la derecha. Desde la calle principal de Fish Creek, bordeada de flores, el camino subía, se curvaba y bajaba por entre gruesos muros de bosque junto a casas y clubes privados, tomaba hacia el nordeste pero viraba hacia la costa una y otra vez: pasaba por el pequeño poblado de Ephraim con sus dos campanarios de iglesia reflejados en el cristalino puerto Eagle; por Bahía Sister, donde las famosas cabras de Al Johnson ya estaban pastando sobre el techo de hierbas de su restaurante; por Bahía Ellison, con su vista panorámica desde la colina detrás del hotel Grand View; y por fin en Gills Rock. Más allá, las aguas del lago Michigan se encontraban con las de Bahía Green y creaban las peligrosas corrientes de donde la zona tomaba su nombre: Death's Door, El Portal de la Muerte.

Eric se había preguntado muchas veces por qué a un pueblo y a una roca le habían puesto el nombre de un olvidado colono llama Elias Gill cuando los Severson habían llegado antes y todavía estaban allí. Diablos, hacía años que el apellido Gill había desaparecido de los padrones impositivos de la zona y de la guía telefónica. Pero la herencia de los Severson perduraba. El abuelo de Eric había construido la granja sobre el risco de la bahía y su padre, la casa escondida bajo los cedros junto a Hedgehog Harbor y la empresa de alquiler de barcos y excursiones de pesca que él y Mike habían agrandado para que proveyera un buen sustento a dos familias… tres, si contaba a Ma.

Algunos no llamarían a Gills Rock un pueblo. Era poco más que un aglomeramiento de viejos y descascarados edificios que se extendían como una sonrisa desdentada alrededor del lado sudeste del puerto. Un restaurante, un local de regalos, varios muelles de madera, un sitio donde atracaban los barcos y la casa de Ma eran los principales obstáculos que impedían que los árboles llegaran hasta la orilla. Desparramadas entre éstos, había construcciones más pequeñas y los característicos elementos de una comunidad pesquera: trailers, molinetes, bombeadores de gasolina, y los soportes sobre los que descansaban los grandes barcos en tierra durante el invierno.

Al tomar por el camino de entrada, la camioneta bajó por una colina empinada, saltando sobre la tierra rocosa. Arces y cedros crecían desordenadamente entre claros de grava y la colección de cabañas cerca de los muelles. El techo del cobertizo donde se limpiaban los pescados ya ostentaba una hilera de gaviotas cuyos excrementos habían manchado para siempre con blanco las tejas verdes. El humo del ahumadero colgaba en el aire, azul y penetrante. Y permeándolo todo estaba el siempre presente olor a madera y pescados en descomposición. Eric estacionó debajo de su arce preferido y vio que los hijos de Mike, Jerry Joe y Nicholas, ya estaban a bordo del Mary Deare y del Dove, pasando la aspiradora por las cubiertas, llenando de hielo las conservadoras de pescado y almacenando bebidas. Al igual que Mike y él, los muchachos habían crecido cerca del agua y salido en los barcos desde que sus manos tuvieron la fuerza suficiente para aferrarse a una baranda de seguridad. Con dieciocho y dieciséis años, Jerry Joe y Nicholas eran contramaestres expertos y responsables en ambos barcos.

Eric cerró la puerta de la camioneta, saludó a los muchachos con la mano y se dirigió a la casa.

Había crecido allí y no le molestaba que funcionara como oficina para las excursiones de pesca. La puerta principal podía estar cerrada a veces, pero nunca con llave; ya a las siete menos cinco de la mañana estaba todo lo abierta que la hinchada y retorcida madera permitía y sostenida por un cajón de Coca-Cola. Las paredes de la oficina, revestidas de madera de pino salpicada de nudos, estaban cubiertas con señuelos, cucharas, repelente de insectos, una radio-receptora y tranmisora, formularios de permisos de pesca, mapas de Door County, redes, dos salmones del Pacífico montados en soportes y docenas de fotografías de turistas con las mejores piezas obtenidas. De un perchero colgaban trajes de goma que estaban en venta, de otro un arco iris de buzos con la inscripción EXCURSIONES DE PESCA SEVERSON, GILLS ROCK. En el suelo, apilados, había más cajones de gaseosas, mientras que sobre una mesita de juego en un rincón, una cafetera de veinticinco pocillos ya humeaba, lista para ofrecer su mezcla recién molida a los turistas.

Eric rodeó el mostrador con la antigua caja registradora de bronce y se dirigió a la parte trasera, pasando por una estrecha puerta que daba a una habitación que en un tiempo había sido un porche, pero que ahora almacenaba una provisión de hieleras de telgopor y la máquina de hacer hielo.

En un extremo del porche, otra puerta llevaba a la cocina.

– Buen día, Ma -saludó al entrar.

– Buen día para ti también.

Eric buscó dentro de un armario una gruesa taza blanca y se sirvió café de una cascada cafetera esmaltada mantenida al calor de una cascada cocina esmaltada, la misma que estaba allí cuando él era niño. La parrilla estaba amarillenta y la pintura de la pared detrás mostraba una aureola amarilla, pero Ma era muy poco doméstica y no se avergonzaba de ello. La única excepción era que amasaba pan dos veces por semana y se negaba a ingerir pan comprado alegando: "¡Esa porquería te envenenará!"

Esa mañana estaba preparando la masa sobre una vieja mesa con un mantel de plástico azul. Por lo que recordaba Eric, el mantel era la única cosa que había sido cambiada en esa cocina desde el año 1959 cuando la antigua heladera de madera cedió el lugar a la Gibson comprado por Ma. Ésta era ahora una reliquia, pero seguía funcionando.

Ma jamás arrojaba nada que todavía tuviera un día de vida útil.

Estaba vestida con su atuendo habitual, vaqueros y una ajustada remera turquesa que le marcaba tres rollos sobrepuestos. A Anna Severson le encantaban las remeras con eslóganes. La de ese día ostentaba la leyenda: LO HAGO CON HOMBRES MÁS JÓVENES y un dibujo de una anciana pescando con un hombre joven. Los rulos cobrizos y ajustados tenían la forma reciente de los ruleros de permanente y la pequeña nariz respingada sostenía un par de anteojos casi tan viejos y tan amarillentos como la heladera Gibson.

Volviéndose con la taza en la mano, Eric la observó dirigirse a un armario para buscar los moldes de pan.

– ¿Cómo estás? -le preguntó.

– Ja.

– ¿Así de malhumorada, eh?

– ¿Viniste nada más que a beberme el café y molestarme?

– ¿Así llamas a este brebaje? -Eric miró la taza. -Daría dolor de estómago a un camionero.

– Entonces bebe esa agua sucia que hay en la oficina.

– Sabes que detesto esas tacitas.

– Entonces toma el café en tu casa. ¿O acaso esa mujer que tienes no sabe hacerlo? ¿Regresó anoche?