– Pienso que Phillip hubiera deseado que lo tuviera y Dios sabe que puedo permitírmelo.

– Ese no es motivo para excederte con la chica, Margaret. Y hablando de dinero, ten cuidado con quién andas. Los hombres divorciados de hoy en día están a la pesca de viudas ricas y solitarias. Te buscarán por lo que tienes y usarán tu dinero para mantener a sus propios hijos.

– Me cuidaré, mamá -prometió Maggie, sintiendo que el dolor de cabeza se intensificaba.

– Vaya, recuerdo hace unos años cuando ese sujeto Gearhart engañaba a su mujer y ¿a quién crees que estaba viendo? A una extravagante turista que vino por el verano desde algún sitio de Louisiana en un llamativo crucero con cabina. Dicen que los vieron besándose en la cubierta un sábado por la noche y luego el domingo por la mañana él apareció en misa muy beato y puro con su mujer y sus hijos. Cielos, si Betty Gearhart hubiera sabido…

– Mamá, dije que me cuidaría. No estoy saliendo con nadie, así que no te preocupes.

– Bueno, uno nunca puede cuidarse demasiado, sabes.

– Sí.

– Y hablando de divorciados, Gary Eidelbach se casa de nuevo la semana que viene.

– Lo sé, hablé con Lisa.

– ¿De veras? ¿Cuándo?

– Hoy. Últimamente me he puesto en contacto con las chicas.

– No me lo contaste. -Había un dejo de frialdad en la voz de Vera, como si pensara que le correspondía enterarse de todo antes que sucediera.

– Lisa quiere que yo vaya allá para la boda. Bueno, no para la boda, exactamente, pero como ella viajará desde Atlanta, quería que nos encontráramos todas en casa de Brookie.

– ¿Y vas a venir?

Entonces podrías usar tu carne y tu pastel de manzanas, ¿no es así, mamá?

– No, no puedo.

– ¿Por qué? ¿Qué otra cosa vas a hacer con todo ese dinero? Sabes que tu padre y yo no podemos permitirnos viajar hasta allá en avión y al fin y al cabo, hace tres años que no vienes.

Maggie suspiró, deseando poder cortar sin una palabra más.

– No es una cuestión de dinero, mamá, es una cuestión de tiempo. Pronto empiezan las clases y…

– Bueno, pero el tiempo pasa, y no nos ponemos más jóvenes. Tu padre y yo con gusto recibiríamos una visita tuya de tanto en tanto.

– Lo sé. ¿Está papá allí?

– Sí, anda por algún sitio. Aguarda un momento. -El teléfono golpeó contra algo y Vera se alejó, gritando: -¿Roy, dónde estás? ¡Margaret está en el teléfono! -Su voz se tornó más fuerte cuando se acercó a tomar de nuevo el teléfono. -Espera un minuto. Está afuera en el garaje, afilando la cortadora de césped. No sé cómo todavía queda algo de cuchilla, con todo el tiempo que pasa allí. Aquí viene. -Cuando el teléfono cambió de manos, Maggie oyó a Vera decir: -¡No me toques la mesada con esas manos sucias, Roy!

– ¿Maggie, tesoro? -La voz de Roy tenía toda la calidez de la que carecía la de Vera. Al oírlo, Maggie sintió que le volvía la nostalgia.

– Hola, papi.

– ¡Qué linda sorpresa! Sabes, justamente hoy estaba pensando en ti, en cuando eras una niña y venías a pedirme una moneda para un helado.

– Y siempre me la dabas ¿recuerdas?

Él rió y Maggie imaginó su cara redonda, la cabeza con poco pelo, los hombros algo encorvados y las manos que nunca dejaban de trabajar.

– Bueno, siempre tuve debilidad por las chicas, como cualquier hombre. Qué bueno es oír tu voz, Maggie.

– Pensé que sería buena idea llamar para avisarles que Katy no va a ir. Viajará directamente a la universidad.

– Bueno, ahora estará de nuestro lado del país por cuatro años. La veremos cuando tenga tiempo. -Siempre había sido así. Roy ponía otra vez en perspectiva todas las trivialidades que Vera volvía desproporcionadas. -¿Y cómo estás tú? Debes de sentirte algo sola, sin Katy.

– Es terrible.

– Bueno, tesoro, lo que tienes que hacer es salir de la casa. Vele al cine o algo así. No te quedes sola un sábado por la noche.

– No me quedaré sola. Iré a cenar al club. -Mintió para aliviar la preocupación de él.

– Muy bien, muy bien. Así me gusta. Falta poco para que empiecen las clases ¿no es así?

– Menos de dos semanas.

– Aquí también. Entonces las calles quedarán silenciosas de nuevo. Sabes cómo es. Nos quejamos de los turistas cuando están aquí y los extrañamos cuando se van.

Maggie sonrió. ¿Cuantas veces en su vida había oído un comentario como ése?

– Lo recuerdo.

– Bueno, escucha, querida, tu madre quiere hablarte otra vez.

– Te mando un beso, papi.

– Y yo uno a ti. Cuídate.

– Adiós, papi.

– Adi…

– ¿Margaret? -Vera le había quitado el teléfono antes de que él pudiera terminar.

– Sí, mamá.

– ¿Ya te deshiciste de ese velero?

– No, pero lo tengo en venta con el agente del embarcadero.

– ¡No vayas a salir a navegar sola!

– No.

– Y ten cuidado cómo inviertes ese dinero.

– Bien. Mamá, tengo que cortar. Voy a ir a cenar al club y se me está haciendo tarde.

– De acuerdo, pero no dejes pasar tanto tiempo antes de llamar de nuevo.

– Bueno, mamá.

– Sabes, te llamaríamos más seguido si las tarifas de larga distancia no fueran tan increíbles. Oye, si hablas con Katy dile que el abuelo y yo estamos deseando que venga.

– Lo haré.

– Bien, adiós, entonces, querida. -Vera jamás dejaba de incluir un término formalmente cariñoso al final de la conversación.

– Adiós, mamá.

Después de colgar, Maggie sintió que necesitaba algo caliente para calmar los nervios. Se preparó una taza de té de hierbas y se la llevó al baño. Se cepilló el pelo. Con violencia.

¿Era demasiado esperar que una madre preguntara por el bienestar de su hija? ¿Por su felicidad? ¿Por sus amigos? ¿Preocupaciones? Como de costumbre, Vera había centrado la conversación en ella misma. En su duro trabajo. En su desilusión. En sus exigencias. ¡El mundo entero debía considerar los deseos de Vera antes de hacer un movimiento!

¿Regresar a Door County? ¿Aun de vacaciones? ¡Ni loca!

Maggie seguía castigándose el cuero cabelludo cuando volvió a sonar el teléfono. Esta vez era Brookie y no perdió el tiempo con introducciones.

– Ya lo tenemos todo arreglado. Lisa llegará el martes y pasará una semana en casa de su madre. Tani está en Bahía Green y Fish sólo tiene tres horas de automóvil desde Brussels, de modo que nos reuniremos todas aquí en casa el miércoles al mediodía. Contamos con tu presencia. ¿Qué dices? ¿Puedes venir?

– ¿A menos de cien kilómetros de mí madre? ¡De ninguna manera!

– Caray, parece que llamé en mal momento.

– Estuve hablando con ella. Acabo de cortar.

Con tono afable, Brookie preguntó:

– ¿Cómo está la vieja bruja?

Una carcajada tomó a Maggie por sorpresa.

– ¡Brookie, es mi madre!

– Bueno, eso no es culpa tuya. Y no debería impedirte regresar a ver a tus amigas. ¿Qué te parece, nosotras cinco, unas cuantas botellas de vino, buenas risas y largas charlas? No se necesita más que un boleto de avión.

– Ay, qué bien suena.

– Entonces dime que vendrás.

– Pero…

– Pero, una mierda. No tienes más que venir. Deja todo y súbete a un avión.

– ¡Al diablo contigo, Brookie!

– Soy un demonio, ¿eh?

– Sí. -Maggie golpeó un pie contra el suelo. -Ay, tengo tan-las ganas de ir.

– ¿Qué te está frenando?

Las excusas de Maggie brotaron como si ella quisiese convencerse a sí misma.

– Es tan repentino, y sólo tendría cinco días y las profesoras deben estar en el colegio tres días antes que los alumnos y tendría que quedarme en casa de mi madre ¡y ni siquiera puedo hablar por teléfono con ella sin desear entregarme para adopción!

– Puedes quedarte en casa. No hay más que poner una bolsa de dormir en el suelo y otro hueso en la sopa. ¡Mierda, hay tantos cuerpos en esta casa que nadie se percatará de la presencia de otro más!

– No podría hacer eso: ir hasta Wisconsin y quedarme en tu casa. Las recriminaciones no tendrían fin.

– Entonces quédate en casa de tu madre por las noches y asegúrate de no estar en todo el día. Iremos a nadar y caminaremos hasta la Isla Cana y revolveremos las tiendas de antigüedades. Podemos hacer lo que se nos antoje. Me queda una última semana de vacaciones antes de que empiecen las clases y pierda a mis niñeros permanentes. ¡Dios, qué bien me hará esta escapada! Podríamos pasarlo tan bien… ¿Qué me dices, Maggie?

– Ay, Brookie. -Las palabras trasmitían la claudicante determinación de Maggie.

– Eso ya me lo dijiste.

– ¡Ay, Brookiiiiie! -Aun mientras reían, Maggie hizo una mueca de frustración y anhelo desesperado.

– Calculo que tendías dinero para comprar un boleto -añadió Brookie.

– Tanto que harías arcadas si te contara.

– Fantástico. Entonces ven. Por favor.

Maggie perdió la batalla contra la tentación.

– Está bien, pesada, ¡iré!

– ¡Iiiiuuuujuuu! -Brookie interrumpió el grito de guerra para chillarle a alguien que andaba cerca: -¡Viene Maggie! -A Maggie, dijo: -Voy a cortar para que llames al aeropuerto. Llámame en cuanto hayas llegado a la ciudad, o mejor aún, pasa por aquí antes de ir a casa de tus padres. ¡Nos vemos el martes!

Maggie cortó e informó a la pared:

– Me voy a Door County. -Se levantó de la silla y exclamó a la pared, con las palmas de las manos hacia arriba, azorada: -¡Me voy a Door County! ¡Pasado mañana me voy a Door County! ¡No lo puedo creer!


La incredulidad se mantuvo y se incrementó. El domingo, Maggie no pudo hacer nada. Empacó y desempacó cinco equipos de ropa para por fin decidir que necesitaba algo nuevo. Se peinó una y otra vez de diferentes formas antes de decidir que también pasaría por el salón de belleza. Llamó para reservar boleto y pidió uno en primera clase. Tenía casi un millón y medio de dólares en el Banco y pensó -por primera vez- que había llegado el momento de disfrutarlos.

En el salón de Gene Juárez, al día siguiente, dijo al desconocido peinador:

– Hágame algo artístico. Vuelvo a casa para encontrarme con mis amigas de la escuela por primera vez en veintitrés años.

Cuando salió, tenía el aspecto de algo que ha sido lavado y colgado al revés para secar. Lo extraño era que le hizo sentir un júbilo que no había experimentado en años.

Luego pasó por la tienda Nordstrom y preguntó a la empleada:

– ¿Qué se pondría mi hija si fuera a un recital de Prince? -Salió con tres pares de jeans lavados con ácido y una selección de camisetas harapientas que se parecían a lo que usaría el viejo Niedzwecki para vender repuestos de automóviles usados en su desarmadero.

En Helen's Of Course compró un par de vestidos elegantes, uno para viajar, uno para cualquier exigencia que pudiera surgir, olió los perfumes favoritos de todo el mundo, desde Elizabeth Taylor hasta Lady Bird Johnson, pero terminó en Woolworth pagando alegremente dos dólares con noventa y cinco por un frasco de Emeraude, que seguía siendo su perfume favorito.

El martes por la mañana descendió de un taxi en el aeropuerto internacional de Sea-Tac bajo una lluvia torrencial, y del avión cuatro horas más tarde en Bahía Green bajo un sol enceguecedor y alquiló un coche en un estado total de incredulidad. Durante todos sus años de viajes con Phillip siempre habían planeado los viajes semanas, meses por adelantado. La impulsividad era nueva para Maggie y le producía un júbilo indescriptible. ¿Cómo no la había probado antes?

Condujo hacia el norte con una renovada sensación de estar emergiendo y cruzó el canal en Bahía Sturgeon sintiéndose en casa. Door County por fin, y a pocos kilómetros, su primer panorama de huertos de cerezos. Los árboles, ya privados de su botín, marchaban en formación por las praderas verdes y ondulantes bordeadas de muros de piedra y bosques. Huertos de manzanos y ciruelos pesaban de frutas que resplandecían como faros bajo el sol de agosto. De tanto en tanto, sobre la carretera había mercados al aire libre que mostraban coloridos cajones de frutas, bayas, verduras, jugos y mermeladas.

Y por supuesto, estaban los graneros, delatando la nacionalidad de los que los habían construido: los graneros belgas de ladrillo, los ingleses con lucarnas y puertas laterales; los noruegos de troncos cortados cuadrados; los alemanes, de troncos redondos; altos graneros finlandeses de dos plantas; graneros alemanes tipo bunker, construidos bajo tierra, otros mitad de madera y los espacios entre las maderas rellenos con ladrillos. Y un gigantesco espécimen pintado con un diseño floral contra el suelo rojo.