Eric revisó la carpeta, pero sólo encontró boletas de dentistas de ambos durante los últimos años, una boleta de dos años de un estudio de la garganta que se había hecho él, y los papanicolaus anuales de Nancy. Revisó cada una de las carpetas del fichero de cuatro cajones, luego se sentó ante el escritorio de su mujer. Era un sólido mueble de roble de unos ochenta años de antigüedad. Nancy lo había comprado en una subasta de un Banco años antes y él jamás buscaba algo allí, salvo una lapicera o un gancho ocasional. Al abrir el primer cajón, se sintió como un ladrón. Encontró las chequeras usadas de Nancy sin ninguna dificultad, archivadas y etiquetadas prolijamente. La más reciente cubría el mes de octubre. Retrocedió hasta agosto y buscó el resumen, lo abrió sobre el escritorio y lo revisó. Nada para el Hospital St. Joseph ni para médicos ni clínicas desconocidas. Lo volvió a leer, para cerciorarse. Nada.
Revisó el de septiembre. Nada. El de octubre. Ningún hospital.
Se quitó los lentes y los dejó caer sobre el secante; abrió los codos sobre el escritorio y se cubrió la boca con ambas manos.
¿Podía haber sido tan ingenuo? ¿Le había mentido Nancy como Ma sugería, para alejarlo de Maggie? Con creciente inquietud, siguió revisando.
Recibos de Orlane. Boletas de ropa de tiendas que él jamás había visto. Una carpeta de correspondencia de negocios con Nueva York y copias carbónicas de las respuestas de Nancy. Boletas de tarjetas de crédito de gastos de nafta. Registros de mantenimiento del coche. Y adentro de una carpeta marcada Perfiles de Ventas, un sobre plástico con el logotipo estampado de una empresa inmobiliaria de la que él nunca había oído hablar: Bienes Raíces Schwann.
Abrió el cierre y reconoció la cuenta impresa por computadora de un hospital antes de siquiera sacarla del sobre. Al extraer las hojas dobladas, echó una mirada a los códigos: Oxímetro de Pulso, Vías Aéreas Orales Descart. Sus sospechas se aplacaron de inmediato. Desdobló las cuatro hojas abrochadas, vio el membrete de un hospital en el extremo superior y respiró con alivio.
Un momento.
El hospital no era el St. Joseph de Omaha, sino el Hennepin County Medical Center de Minneápolis. Las fechas de entrada y dada de alta no eran del mes de agosto de 1989 sino de mayo de 1986.
¿Tres años atrás?
¿Qué diablos…?
Frunció el entrecejo al leer los códigos y descripciones, pero la mayoría carecía de significado para él.
Halcion Tabletas 0.5 MG
Oxyto3 In loU iC3
Ceftriaxone Inyect. 2 GM
Drogas, supuso, y siguió leyendo, ceñudo.
Chux Pkg de 5
Cultivo
Sala de Partos Normal
D & C Posparto.
¿D & C? No sabía de qué palabras eran las iniciales, pero sí conocía su significado. ¿Nancy se había hecho un D & C en mayo de 1986?
El miedo le cerró la garganta mientras leía el resto de la lista. Cuando llegó al final, le temblaban las entrañas. Se quedó mirando el marco de aluminio de un cuadro en la pared de enfrente mientras los temblores le estremecían las piernas y los brazos. Tenía los labios apretados. Le dolía la garganta. La sensación se expandió hasta que Eric creyó que se ahogaría. Luego de un minuto entero de creciente angustia, se levantó de un salto, catapultando la silla hacia atrás, y salió del cuarto con el papel en la mano. Fue a la camioneta. La puso en marcha con furia. Retrocedió por el jardín haciendo rugir el motor. Se lanzó colina abajo y dobló en la esquina, a treinta kilómetros por hora en primera. La caja de cambios chillaba. Puso la segunda un instante antes de que el motor estallara, luego enfiló como una flecha por la carretera, como un bombardero de la Segunda Guerra Mundial en la pista de despegue.
Quince minutos más tarde, cuando entró como una tromba en el consultorio del Doctor Neil Lange, en Ephraim, no estaba de humor para que lo atajaran.
– uiero ver al doctor Lange -anunció en la ventanilla de recepción. Sus dedos tamborileaban sobre la repisa como pájaros carpinteros.
Patricia Carpenter levantó la mirada y sonrió. Era regordeta y bonita y solía ayudarlo con las tareas de álgebra cuando estaban en primer año de la secundaria.
– Hola, Eric. ¿No tienes turno, verdad?
– No, pero no me llevará más de sesenta segundos.
Ella echó un vistazo a la agenda.
– Hoy tiene todos los turnos ocupados. Me temo que lo mejor que puedo hacer es anotarte para las cuatro de esta tarde.
Eric perdió los estribos y gritó:
– ¡No me vengas con pavadas, Pat! ¡Dije que no me llevará más de sesenta segundos y sólo le queda un paciente antes de que salga a almorzar, así que no me digas que no puedo verlo! Si quieres cóbrame la visita, pero ¡tengo que verlo!
Patricia se sonrojó, boquiabierta. Miró hacia la sala de espera, donde una anciana había levantado la mirada de una revista al oír el arrebato de Eric.
– Veré qué puedo hacer. -Patricia empujó hacia atrás su silla con ruedas.
Cuando ella se fue, Eric caminó de un lado a otro, sintiéndose el peor de los matones; recordaba que Pat había tenido debilidad por él. Golpeándose el muslo con los papeles enrollados, saludó con la cabeza a la anciana de pelo blanco que lo miraba como si hubiera reconocido su cara de uno de los afiches de BUSCADO.
En menos de un minuto, Patricia regresó, siguiendo a un gigante que avanzaba con pasos larguísimos, vestido con guardapolvo blanco. Éste señaló la cabina de recepción y ordenó:
– ¡Entra allí, Severson! -Abrió la puerta con violencia, el rostro contraído por la furia e hizo un ademán hacia el final del corredor. -Por allí.
Eric entró en el consultorio de Neil Lange y lo oyó cerrar la puerta detrás de él.
– ¿Qué crees que haces, entrando aquí como un demente y gritándole a Pat? ¡No me faltan ganas de echarte a patadas!
Eric se volvió y encontró a Neil con las manos sobre las caderas, los labios fruncidos, los ojos oscuros furiosos detrás de los lentes cuadrados. Era el doctor Lange de segunda generación, le llevaba sólo tres años a Eric, había traído al mundo todos los bebés de Mike y Barb, le había diagnosticado la hipertensión a Ma y en una época, había salido con Ruth, la hermana de Eric.
Eric respiró hondo y se serenó con esfuerzo.
– Discúlpame, Neil. Tienes razón. Pat, también. Le debo una disculpa y se la daré antes de irme, pero necesito que me expliques una cosa.
– ¿Qué es?
– Esto. -Eric desenrolló las hojas impresas y se las entregó. -Dime de qué es esta cuenta.
Neil Lange comenzó a leerla de arriba abajo, prestándole toda su atención. Cuando llegó a la mitad, levantó la vista hacia Eric, luego siguió leyendo.
Terminó, dejó que las hojas se enrollaran de vuelta y levantó los ojos.
– ¿Para qué quieres saberlo?
– Es de mi mujer.
– Sí, ya vi.
– Y es de algún hospital de Minnesota.
– Ya lo vi.
En silencio, los dos hombres se miraron.
– Sabes muy bien lo que te estoy preguntando, Neil, así que no me mires así. ¿D & C significa lo que yo creo que significa?
– Significa dilatación y curetaje.
– ¿Un aborto, no es así?
Lange vaciló un segundo antes de confirmar:
– Aparentemente, sí.
Eric dio un paso atrás y cayó contra el escritorio de Lange. Se sujetó con ambas manos y hundió el mentón contra el pecho. Lange dobló los papeles con la uña del pulgar y bajó los brazos al costado del cuerpo. Su voz se suavizó.
– ¿No lo supiste hasta ahora?
Eric sacudió la cabeza lentamente, contemplando las motas oscuras de la gruesa alfombra.
– Lo siento, Eric. -Lange le apoyó una mano amistosa en el hombro.
Eric levantó la cabeza.
– ¿Puede haber otro motivo por el que se lo haya tenido que hacer?
– Me temo que no. El laboratorio indica embarazo detectado en el análisis de sangre y tejido quirúrgico II: eso siempre significa aborto. Además, fue hecho en un hospital zonal y no en uno privado o religioso, donde por lo general, no se practican abortos.
Eric se tomó un minuto para absorber su angustia; luego respiró hondo y se incorporó.
– Bueno, ahora lo sé. -Extendió un brazo cansado hacia los papeles. -Gracias, Neil.
– Si quieres hablar, llama a Pat y pídele un turno, pero no vuelvas a abalanzarte aquí en esta forma.
Con la cabeza gacha, Eric levantó una mano en señal de saludo.
– Oye, Eric -siguió diciendo Lange-, éste es un pueblo pequeño y si lo que he estado oyendo es cierto, necesitas poner en orden tu vida. Con todo gusto conversaré contigo de lo que quieras, aun fuera del consultorio, donde no nos interrumpirán. Si lo prefieres, llámame a mí directamente, no a Pat, ¿sabes?
Eric levantó la cabeza, miró al médico con ojos desesperados, asintió y salió. En la recepción, se detuvo.
– Mira, Pat, te pido perdón por… -Agitó los papeles hacia el otro extremo de la ventana. -En ocaiones me comporto como mi animal.
– No te preocupes. Está bien…
– No, no está bien, ¿te gusta el salmón? ¿Ahumado, quizás? ¿En filetes?
– Me encanta.
– ¿Cómo lo prefieres?
– Eric, no es necesario que…
– ¿Cómo?
– De acuerdo. En filetes.
– Muy bien, los tendrás. Te dejaré un paquete mañana, en señal de disculpa.
Condujo despacio hacia su casa, sintiéndose frío como el día de noviembre. Los automóviles se amontonaban detrás de él, sin poder pasarlo en la carretera sinuosa, pero él siguió a la misma velocidad, sin percatarse de ellos. Los finales… qué tristes eran. Particularmente triste era terminar un matrimonio de dieciocho años con un golpe como ese. Su hijo… Dios, ella se había deshecho de su hijo como si no tuviera más importancia que uno de sus vestidos pasados de moda.
Contempló la carretera, preguntándose si habría sido varón o mujer, rubio o castaño, parecido a Ma o al viejo. Caray, ahora estaría andando en triciclo, pidiéndole que le leyera cuentos, navegando con su padre, aprendiendo cosas sobre las gaviotas.
Las líneas blancas de la ruta se le tornaron borrosas a causa de las lágrimas. Su hijo, el hijo de Nancy, que podría haber sido pescador o presidente, padre o quizás madre algún día. Nancy era su mujer, no obstante, él le importaba tan poco que la vida que él había creado en ella era absolutamente prescindible. Durante dieciocho años él había esperado, suplicado casi la mitad de ese tiempo. Y cuando por fin concibieron ese hijo, Nancy lo mató.
Ella todavía no había vuelto cuando Eric llegó, de modo que ordenó el escritorio, sintiendo que la furia crecía dentro de él con cada instante que pasaba, ahora que se le había disipado la tristeza. Empacó las maletas de Nancy, las deshizo y preparó las suyas propias (no iba a darle una sola oportunidad de poder acusarlo de nada), cargó la camioneta y se sentó en la cocina a esperar.
Nancy llegó poco después de la una de la tarde. Entró de costado, con los brazos cargados de paquetes, y el pelo teñido de negro.
– ¡No sabes lo que compré! -exclamó por encima del crujido de las bolsas, al tiempo que las apoyaba sobre la mesada-. Fui a la tiendita que está al lado de…
– Cierra la puerta -le ordenó Eric con voz helada. En cámara lenta, Nancy lo miró por encima del hombro.
– ¿Qué pasa?
– Cierra la puerta y siéntate.
Ella cerró la puerta y se acercó a la mesa con cautela, quitándose los guantes de cuero.
– Cielos, estás furioso por algo. ¿Traigo el látigo? -preguntó, tratando de suavizarlo.
– Hoy encontré algo. -Con ojos de hielo, arrojó la cuenta del hospital por encima de la mesa. -¿Quieres decirme qué es?
Nancy bajó la vista y sus manos quedaron inmóviles. La sorpresa quedó registrada en un leve fruncimiento del entrecejo, luego la disimuló bajo una expresión altanera.
– ¿Estuviste revisando mi escritorio? -Sonaba ofendida.
– ¡Sí, estuve revisando tu escritorio! -repitió Eric, elevando la voz y descubriendo los dientes con la última palabra.
– ¡No tienes ningún derecho! -Nancy arrojó los guantes sobre la mesa. -¡Es mi archivo personal y cuando salgo de la casa pretendo que…!
– ¡No me vengas con bravuconadas, mentirosa de mierda! -Eric se puso de pie de un salto. -¡ Y menos con la prueba de tu delito aquí delante de tus ojos! -Señaló la factura con un dedo.
– ¿Delito? -Nancy abrió una mano sobre su pecho y adoptó una expresión de ofendida. -¡Yo me voy a la peluquería, tú me revisas los archivos personales y resulta que yo soy la delincuente! -Acercó la nariz al rostro de Eric. -¡Yo soy la que debería estar furiosa, mi estimado marido!
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