Maggie sintió que los brazos de él la rodeaban y tomó conciencia de que estaba de rodillas ante ella. Estaba allí, por fin, y la agonía había terminado. Le arrojó los brazos al cuello, llorando, y confesó entrecortadamente:

– Creí… q… que no v…volverías.

La mano grande de él le sujetó la nuca y la apretó con fuerza contra él.

– Mi madre me hizo prometer que no lo haría hasta tener los papeles del divorcio en la mano.

– Pensé… pensé… no sé qué pensé. -Maggie se sentía como una chiquilina, hablando sin control, pero había sido tomada por sorpresa y sentía un alivio indescriptible.

– ¿Pensaste que había dejado de amarte?

– Pensé que estaría sola el resto de mi vida y que S… Suzanne nunca te conocería y n… no sabía cómo seguir viviendo sin ti.

– Maggie… -susurró Eric y cerró los ojos-. Aquí estoy, y aquí me quedo.

Ella lloró un poco más, con la nariz contra el cuello de Eric, mientras él le acariciaba el pelo debajo del pañuelo. Al cabo de unos instantes, Eric susurró:

– Cómo te extrañé…

Ella también lo había echado de menos, pero no habían sido acuñadas palabras que pudieran expresar la complejidad de sus sentimientos. Tenerlo de nuevo era saborear lo agrio convirtiéndose en dulce, sentir que la pieza faltante de su ser caía en su lugar.

Apartándose, lo miró a los ojos, con el rostro mojado contra el sol.

– ¿Ya estás divorciado, entonces?

Él le secó los ojos con los pulgares y respondió en voz baja.

– Ya estoy divorciado.

Maggie esbozó una leve sonrisa trémula. Los dedos de él dejaron de moverse. El dolor desapareció de esos amados ojos azules y su cabeza descendió lentamente hacia ella. Fue un primer beso tierno, con sabor a mayo, lágrimas y quizás un dejo de trementina. La boca de Eric cayó suave y entreabierta sobre la de Maggie, tentativamente, como si ninguno de los dos pudiera creer ese cambio en sus destinos, mientras él le sostenía el rostro entre las manos. Sus lenguas se tocaron y la cabeza de él se movió, meciéndose sobre la de ella a medida que sus bocas se abrían por completo. De rodillas todavía, Eric atrajo las caderas de Maggie contra él y las mantuvo allí como para toda la vida. Grandes nubes de algodón surcaban el cielo azul y la brisa acarició el pelo de Maggie cuando él le quitó el pañuelo y le sostuvo la cabeza con firmeza. Besarse era suficiente… estar de rodillas bajo el sol de mayo con las lenguas unidas, sintiendo que el sufrimiento de la separación se disolvía, y saber que ninguna ley se interponía ahora entre ellos.

Tiempo después él se apartó, buscó los ojos de Maggie, les dijo cosas elocuentes con los suyos, luego la abrazó con más serenidad. Permanecieron así unos instantes, inmóviles. Habían dejado de ser vasijas vacías.

– Mi vida después que te vi en Bahía Sturgeon fue un infierno -le dijo él.

– Quería que me detuvieras, que me hicieras irme a la banquina y me llevaras contigo.

– Quería dejar la camioneta allí, en medio de la calle y subirme a tu auto para irnos a cualquier lado, a Texas, a California, a África, donde nadie pudiera encontrarnos.

Ella emitió una risita trémula.

– No se puede ir a África a en auto, bobo.

– En este momento, siento que podría hacerlo. -Le frotó la espalda con la mano abierta. -Contigo siento que cualquier cosa es posible.

– Mil veces tuve que contenerme para no llamarte.

– Pasé por tu casa, noche tras noche. Veía luz en la cocina y pensaba en entrar y sentarme contigo. Sin besarnos ni hacer el amor… sólo estar en la misma habitación contigo me habría bastado. Hablarte, mirarte, reír como solíamos hacerlo.

– Te escribí una carta.

– ¿La mandaste?

– No.

– ¿Qué decía?

Con la mirada fija en una nube blanca, Maggie respondió.

– Gracias por las rosas.

Él se acuclilló y Maggie hizo lo mismo. Seguían tomados de la mano.

– Lo supiste, entonces.

– Claro. Eran rosadas.

– Quería llevártelas yo mismo. ¡Tenía tanto para decirte!

– Lo hiciste, con las rosas.

Eric sacudió la cabeza con tristeza, recordando aquel momento.

– Quería estar allí cuando nació, visitarte, decir que era mi hija y mandar todo al diablo.

– Sequé las rosas y se las guardé a Suzanne para cuando sea más grande, por si… bueno, por si acaso.

– ¿Dónde está? -Eric miró hacia la casa.

– Adentro, durmiendo.

– ¿Podría verla?

Maggie sonrió.

– Por supuesto. Es lo que más he estado esperando.

Se pusieron de pie, él con un crujir de rodillas -en su más profunda soledad, Maggie había extrañado hasta ese crujir característico-y caminaron tomados de la mano hacia la casa, bajo los rayos dorados de la tarde, por el jardín ondulado donde los arces estaban brotando y los iris florecían; subieron por la galería delantera y entraron, para subir luego la escalera que tantas veces habían subido juntos.

A mitad de camino, Eric susurró:

– Estoy temblando.

– Tienes todo el derecho de hacerlo. No todos los días un padre conoce a su hija de seis meses.

Lo llevó hasta la Habitación Sarah, un cuarto que daba al sur, decorado en amarillo con encaje blanco en la gran ventana donde había una enorme mecedora de madera. Una cama ocupaba una pared. Enfrente estaba la cuna; madera de arce labrada con un dosel en pico del que caía una cascada de encaje blanco. La cuna de una princesa.

Y allí estaba ella.

Suzanne.

Estaba de costado, con los brazos extendidos y los pies enredados en una colcha con animalitos. Tenía el pelo del color de la miel, las pestañas un poco más claras y las mejillas regordetas y lustrosas como duraznos. Su boca era sin duda la más dulce del mundo y al mirarla, Eric sintió que se ahogaba de emoción.

– ¡Ay, Maggie, es hermosa! -susurró.

– Sí.

– ¡Y está tan grande! -Al contemplar la niñita que dormía, lloró por cada día pasado desde que la había visto a través del cristal.

– Tiene un dientito. Espera a verlo. -Maggie se inclinó y acarició la mejilla de Suzanne con un dedo. -Suzaaanne -canturreó-. Despierta y mira quién está aquí, dormilona.

Suzanne se movió, se metió el pulgar en la boca y empezó a succionar, todavía dormida.

– No es necesario que la despiertes, Maggie -susurró Eric; le bastaba con mirarla. Con mirarla por el resto de su vida.

– No hay problema. Ya hace dos horas que duerme. -Acarició el pelo de la niña. -Suzaa-aaanne -canturreó suavemente.

Suzanne abrió los ojos, los volvió a cerrar y se frotó la nariz con un puñito.

Muy juntos, Maggie y Eric la miraron despertarse, hacer caras, enroscarse como un armadillo y por fin ponerse en cuatro patas como un torpe osito, para mirar al desconocido que estaba junto a la cuna con su madre.

– Uuuupaaaa, aquí está. Hola, beba. -Maggie levantó a la soñolienta criatura y se la apoyó sobre un brazo. Suzanne de inmediato se acurrucó contra ella. Estaba vestida con algo rosado y verde y tenía el traserito inflado por los pañales. Una de las medias se le estaba cayendo y dejaba al descubierto un taloncito puntiagudo. Maggie se la colocó de nuevo mientras la niña terminaba de despabilarse.

– Mira quién está aquí, Suzanne. Es papá.

La criatura miró a Maggie con las pestañas inferiores pegadas a la piel suave, luego pasó la mirada al desconocido. Mientras lo miraba, apoyada con una mano contra el pecho de Maggie, flexionaba y estiraba el pulgar contra la remera de su madre.

– Hola, Suzanne -dijo Eric en voz baja.

La chiquilla permaneció impávida, sin pestañear, como un gato hipnotizado, hasta que Maggie la hizo rebotar un par de veces sobre sus brazos y apoyó la cabeza contra el pelo sedoso de su hija.

– Éste es tu papá, que ha venido a saludarte.

Fascinado, Eric extendió los brazos y levantó a su hija, poniéndola a la altura de sus ojos. Suzanne quedó colgando en el aire, contemplando la brillante visera negra de la gorra.

– Caramba, pero si no eres más que una cosilla, después de todo. Pesas menos que los salmones que pescamos con el Mary Deare.

Maggie rió; los momentos felices parecían apilársele uno sobre otro.

– Y tampoco eres más gorda que ellos. -La acercó a él y apoyó el rostro bronceado contra la carita blanca de ella; olió el aroma a bebé de la piel con talco y la ropita suave. La apoyó sobre su brazo, le sostuvo la espalda con una mano y apoyó los labios contra su pelo suave. Cerró los ojos. La garganta también se le cerró.

– Pensé que nunca tendría esto… -susurró, con la voz quebrada por la emoción.

– Lo sé, amor mío… lo sé.

– Gracias por dármelo.

Maggie pasó los brazos alrededor de ambos, apoyó la frente contra la espalda de Suzanne y la mano de Eric, compartiendo ese momento sagrado.

– Es perfecta.

Como para demostrar lo contrario, Suzanne eligió ese momento para quejarse, empujar a Eric y extender los brazos hacia su madre. Él se la entregó, pero permaneció cerca mientras Maggie le cambiaba el pañal, le subía las medias y le ponía suaves escarpines blancos. Después, se tendieron sobre la cama, uno a cada lado de la beba, para observarla desatarse los escarpines, babear y quedar fascinada con los botones de la camisa de su padre. A veces la miraban, otras se miraban mutuamente. Con frecuencia, extendían las manos por encima de Suzanne para tocarse los rostros, el pelo, los brazos. Luego se quedaban tendidos, demasiado contentos como para moverse.

Tiempo después, Eric tomó a Maggie de la mano.

– ¿Harías algo por mí? -le preguntó en voz baja.

– Cualquier cosa. Haría cualquier cosa por ti, Eric Severson.

– ¿Saldrías a dar un paseo conmigo? ¿Los tres, con Suzanne?

– Nos encantaría.

Salieron juntos. Eric llevaba a Suzanne, Maggie, un biberón con jugo de manzanas y la mantita preferida de Suzanne… seres hechizados, todavía sobrecogidos ante la magnificencia de la felicidad en su forma más simple. Un hombre, una mujer, la criatura de ambos. Juntos, como debía ser.

La brisa acarició el rostro de Suzanne y ella entrecerró los ojos.

Un pajarillo trinaba en el cerco de arbustos. Aminoraron el paso; el tiempo era su aliado, ahora.

– Tienes camioneta nueva -comentó Maggie cuando se acercaban al vehículo.

– Sí. La vieja puta murió, finalmente. -Le abrió la puerta del lado del pasajero.

Maggie había puesto un pie adentro cuando levantó la vista y vio las flores.

– Eric… -Se llevó una mano a los labios.

– Podía habértelo pedido allí en la casa, pero con todos los cerezos en flor, pensé: más vale hacer las cosas bien. Sube, Maggie, así podemos llegar a la mejor parte.

Sonriendo, asaltada nuevamente por el deseo de llorar, Maggie trepó a la camioneta nueva de Eric Severson y contempló las flores de cerezo insertadas detrás de los parasoles y del espejo retrovisor, metidas detrás del asiento, tapando casi la ventana trasera.

Eric subió junto a ella.

– ¿Qué opinas? -le preguntó, sonriente.

– Opino que te adoro.

– Y yo te adoro a ti. Tenía que pensar en una forma de decírtelo. Sujeta a nuestra beba.

Anduvieron por la primavera de Door County, por el fragante aire de la tarde, pasaron por huertos ondulados limitados por paredes rocosas y abedules blancos contra la hierba verde, junto a vacas que pastoreaban, junto a graneros rojos y banquinas llenas de ranas que cantaban. Y por fin llegaron al huerto de Easley, donde Eric detuvo la camioneta entre los cerezos en flor.

En el silencio que se hizo después que apagó el motor, Eric se volvió y tomó la mano que Maggie tenía apoyada sobre el asiento entre ellos.

– Maggie Pearson Stearn, ¿quieres casarte conmigo? -le preguntó. Tenía las mejillas sonrojadas y la miraba fijamente.

En el instante antes de que ella respondiera, todos los dulces momentos del pasado le golpearon los sentidos: el lugar, el hombre, el aroma del huerto.

– Eric Joseph Severson, me casaría contigo en este mismo momento si fuera posible. -Se inclinó sobre el asiento para besarlo, con Suzanne sobre la falda, que luchaba por tocar las flores colocadas dentro del cenicero. Eric levantó el rostro y los dos se miraron, se sonrieron, felices, luego él buscó dentro del bolsillo izquierdo de los vaqueros blancos.

– Pensé en comprarte un diamante enorme, pero esto me pareció más adecuado. -Extrajo el anillo de graduación y tomando la mano izquierda de Maggie, se lo colocó en el dedo, donde todavía entraba con toda facilidad. Maggie levantó la mano y la miró, adornada como lo había estado veinticuatro años antes.