Vera estaba despierta, con su redecilla para el pelo, leyendo a la luz de la lámpara abrochada a la cabecera de la cama, por encima de su hombro.

– ¿Y? -dijo, como si se dirigiera a un perro-. ¡Vamos, habla!

Roy dejó la valija y la caja y no respondió.

»Bueno, está casada con él, entonces.

– Así es.

– ¿Quién estaba? ¿Katy fue?

– Deberías haber ido a ver con tus propios ojos, Vera.

– ¡Jmf! -Vera regresó a su libro.

Roy encendió la luz central y abrió un cajón de la cómoda.

Por primera vez, Vera vio la valija.

– ¿Roy, qué haces?

– Te dejo, Vera.

– ¿Qué?

– Te dejo.

– ¡Roy, no seas tonto! Guarda esa valija y acuéstate.

Con calma, él comenzó a vaciar los cajones y a cargar la maleta. Y la caja. Sacó tres perchas del guardarropa y extendió la ropa al pie de la cama.

– Roy, vas a arrugar esos pantalones y los planché ayer. ¡Guárdalos ya mismo!

– Se terminó, Vera. No más órdenes para mí. He estado obedeciéndolas durante cuarenta y seis años, pero se acabó.

– ¿Qué diablos te pasa? ¿Te has vuelto loco?

– No, podría decirse que recuperé la cordura. Me quedan, como mucho, diez, quince años de salud y voy a tratar de sacarles algo de felicidad, como hizo mi hija.

– Tu hija. ¿Ella está detrás de esto, no?

– No, Vera, no. Tú estás detrás de esto. Tú y cuarenta y seis años de oírme decir dónde quitarme los zapatos, y cómo armar el árbol de navidad y cuánta grasa quitarle a las costillas de cerdo y dónde no puedo apoyar los pies y qué fuerte está el televisor y cómo hago todo mal. Quiero que sepas que no decidí esto de la noche a la mañana. Hace cinco años que lo estoy pensando. Fue ver el coraje de Maggie lo que me hizo juntar un poco de coraje a mí también. La he estado observando este último año, la vi tirar hacia adelante, forjarse una nueva vida, tratar se ser feliz a pesar de todo lo que le pasó, y me dije: "Roy, puedes aprender algo de esa joven".

– ¡Roy, no hablas en serio!

– Sí.

– Pero no puedes… no puedes irte ¡así, no más!

– No hay nada para mí aquí, Vera. No hay cariño ni felicidad ni amor. Eres una mujer incapaz de amar.

– ¡Qué ridículo!

– ¿Te parece? Si te preguntara ahora mismo: Vera, ¿me amas? ¿Podrías decirlo?

Ella se quedó mirándolo, con los labios apretados.

»¿Acaso lo has dicho alguna vez? ¿O lo has demostrado? ¿A mí o a Maggie? ¿Dónde estabas esta noche? ¿Dónde estabas cuando nació Suzanne? Estabas aquí, alimentando tu amargura, felicitándote por haber estado en lo cierto una vez más. Pues bien, cuando nació la beba, decidí que te daría un cierto tiempo para recuperar la sensatez y ser una madre para Maggie y una abuela para Suzanne, y hoy, cuando no quisiste ir a la boda de tu única hija, me dije, Roy, ¿qué sentido tiene? No cambiará nunca. Y creo de veras que no lo harás.

Roy guardó una camisa doblada en la valija. Vera lo miraba, incapaz de moverse.

– ¿Hay otra mujer?

– ¡Ay, por favor! Mírame un poco. Tengo edad como para estar jubilado, me quedan cuatro pelos locos en la cabeza y no he tenido una buena erección en los últimos ocho años. ¿Qué haría con otra mujer?

Vera comenzó a comprender que de verdad pensaba dejarla.

– ¿Pero adonde irás?

– En primer lugar, iré a Chicago a ver a Katy y a tratar de hacerla entrar en razón y ver que si sigue así, se pondrá igual que su abuela. Después… no sé. Dejé mi empleo en el almacén, pero les pedí que no dijeran nada hasta ahora. Quizá me retire y empiece a cobrar la jubilación, después de todo. Quizá me lleve mis herramientas y ponga un tallercito en algún sitio y haga muebles de muñecas para mi nueva nieta. Me gustaría pescar un poco con Eric. No lo sé.

– ¿Dejaste el trabajo en el almacén?

Él asintió, mientras metía una pila de medias dentro de la caja.

– ¿Sin siquiera decírmelo?

– Te lo estoy diciendo ahora.

– ¿Pero… y nosotros? ¿Vas a volver? -Cuando vio que él seguía empacando sin levantar la vista, Vera preguntó con voz baja y quebrada: -¿Estás diciendo que quieres divorciarte?

Roy la miró con tristeza. Su voz, cuando respondió, fue suave y profunda:

– Sí, Vera.

– ¿Pero no podemos hablarlo? ¿No podemos… no podemos…? -Se llevó un puño contra los labios. -¡Santo Dios! -susurró.

– No, no quiero hablar de nada. Sólo quiero irme.

– Pero Roy, cuarenta y seis años… no puedes darles la espalda a cuarenta y seis años.

Roy cerró la valija y la puso en el suelo.

– Saqué la mitad del dinero de nuestra cuenta bancaria y cobré la mitad de los certificados de depósito. El resto lo dejé para ti. Que los abogados se ocupen de los detalles de nuestro cierre de cuenta. Me llevo el auto, pero volveré cuando haya encontrado un sitio, para llevarme el resto de las cosas y mis herramientas. Puedes quedarte con la casa. Al fin y al cabo, siempre fue más tuya que mía, puesto que nunca me dejaste ensuciar ni usar nada.

Vera estaba sentada en el extremo de la cama, con expresión desconcertada y asustada.

– Roy, no te vayas… Roy, lo siento.

– Sí, estoy seguro de que ahora lo sientes. Pero es demasiado tarde, Vera.

– Por favor… -suplicó ella, con lágrimas en los ojos, mientras él iba al baño a juntar artículos de tocador. Regresó en menos de un minuto y los guardó dentro de la caja.

– Una cosa que deberías hacer de inmediato, Vera, es sacar la licencia para conducir. La vas a necesitar, de eso no hay dudas.

Vera estaba aterrada. Tenía un puño apretado contra el pecho.

– ¿Cuándo regresarás?

– No lo sé. Cuando decida lo que quiero hacer de allí en más. Después de Chicago, quizá vaya a conocer Phoenix. Dicen que allí los inviernos son suaves y que hay mucha gente de nuestra edad.

– ¿Phoenix? -susurró Vera-. ¿En Arizona? -Phoenix era en la otra punta del mundo.

Roy se apoyó la caja contra una cadera y levantó la valija con la mano libre.

– No me lo preguntaste, pero Maggie y Eric tuvieron una boda realmente hermosa. Van a ser muy felices juntos y nuestra nieta es una belleza. Quizás uno de estos días tengas ganas de caminar hasta allí y conocerla. -La última vez que había visto llorar a Vera fue en 1967, cuando murió su madre. Le pareció que era una buena señal. Quizá lograra cambiar, después de todo. -Imagino que, en cuanto salga por la puerta, querrás llamar a Maggie y llorar sobre su hombro, pero por una vez en tu vida, piensa en alguien más antes que en ti y recuerda que es su noche de bodas. Ella no sabe que te dejo. La llamaré dentro de unos días y se lo explicaré. -Su mirada recorrió la habitación y se posó sobre Vera. -Bueno… adiós, Vera.

Sin una palabra de enojo ni un rastro de amargura, se marchó de la casa.


Dio la sorpresa de su vida a Katy cuando la llamó por el teléfono del vestíbulo de su edificio.

– Te habla el abuelo. Vine a llevarte a desayunar.

La llevó a un Restaurante Perkins y pidió una omelette de jamón y queso para cada uno. Luego le dijo con mucho cariño en la voz y en los ojos lo que había venido a decirle.

– Te extrañamos en la boda, Katy. -Esperó, pero ella no respondió. -Fue un casamiento lindísimo, en el jardín de tu mamá, junto al lago, y creo que nunca he visto a dos personas más felices que tu madre y Eric. Ella se puso un vestido rosado precioso y llevaba flores de manzano y cada uno hizo sus votos. Todo fue muy sencillo y después hubo torta y champagne. Éramos un grupo pequeño: los Kerschner, la madre de Eric, su hermano y la mujer… y yo. -Roy bebió un sorbo de café y añadió, como si acabara de ocurrírsele: -Ah, y también había alguien más. -Se inclinó y puso una fotografía sobre la mesa. -Tu hermanita. -Se echó hacia atrás y enroscó el dedo en la taza. -Caramba, es una preciosura, aunque sea yo el que lo diga. Tiene el mentón de los Pearson, sin ninguna duda. Un hoyuelito divino, igual al tuyo y al de tu madre.

La mirada baja de Katy estaba clavada en la fotografía y sus mejillas se sonrojaron.

La camarera volvió a llenarles las tazas. Cuando se alejó, Roy apoyó los codos sobre la mesa.

– Pero ése no es el motivo por el que estoy aquí. Vine a decirte otra cosa. Me separé de tu abuela, Katy.

Los ojos de Katy se fijaron en él, incrédulos.

– ¿Te separaste? ¿Para siempre?

– Sí. Fue idea mía, y ella estaba bastante mal cuando la dejé. Si pudieras encontrar tiempo para ir a verla uno de estos fines de semana, creo que le encantaría estar contigo. Va a sentirse muy sola durante un tiempo… necesitará una amiga.

– Pero… pero tú… y la abuela… -Era inconcebible para Katy que sus abuelos pudieran separarse. ¡La gente no se separaba a esa edad!

– Hace cuarenta y seis años que estamos casados y durante ese tiempo la vi volverse más fría, más dura y más rígida, hasta que sencillamente pareció olvidarse de amar. Eso es triste, ¿sabes? Las personas no se ponen así de un día para el otro. Comienzan con cositas -buscando defectos, criticando, juzgando a los demás- y muy pronto creen que el mundo entero está al revés y que ellos son los únicos que saben cómo habría que ordenarlo. Una pena. Tu abuela tuvo una buena oportunidad últimamente de demostrar un poco de compasión, de ser la clase de persona que gusta a la gente, pero rechazó a tu mamá. Condenó a Margaret por algo por lo cual nadie tiene derecho de condenar a otro. Le dijo: si no manejas tu vida como a mí me parece que deberías manejarla, bueno, entonces no quiero tener nada que ver contigo. No visitó a tu madre en el hospital cuando nació Suzanne y no la ha ido a ver desde entonces. Ni siquiera ha visto a Suzanne -su propia nieta- y se negó a ir a la boda. Bueno, un hombre no puede vivir con una mujer así, al menos, yo sé que no puedo. Si tu abuela quiere ser así, que lo sea, pero sola. -Caviló un poco y añadió como al descuido: -La gente así termina siempre sola, porque a nadie le gusta estar cerca de la amargura.

Katy había estado mirando la mesa. Cuando levantó la vista había lágrimas en sus ojos.

– ¡Ay, abuelo! -susurró con voz trémula-. Me he sentido tan mal.

Él extendió la mano y cubrió la de Katy sobre la mesa.

– Pues eso debería decirte algo, Katy.

Las lágrimas se agrandaron en los ojos de ella, hasta que por fin desbordaron y le corrieron por las mejillas.

– Gracias -susurró-. Gracias por venir y por hacerme comprender.

Roy le apretó la mano y sonrió con benevolencia.


El sábado después de su casamiento, Maggie estaba dando de almorzar a Suzanne. Eric se había ido temprano a la mañana. La criatura estaba sentada sobre la mesa de la cocina y tenía bigotes de puré de manzanas. En ese momento, sonó el teléfono.

Maggie atendió, sosteniendo el frasco tibio de comida infantil en la mano libre.

– ¡Hola!

– Hola, amor.

– ¡Eric! ¿Cómo estás? -respondió, sonriente.

– ¿Qué estás haciendo?

– Dándole puré de manzanas a Suzanne.

– Dile hola.

– Suzanne, tu papá te dice hola.

Por el teléfono, Maggie dijo:

– Te agitó un puño. ¿Vienes a almorzar?

– Sí. Tuve una buena mañana. ¿Y tú?

– También. Llevé a Suzanne afuera al sol conmigo mientras carpía los canteros. Me pareció que le… -Maggie dejó de hablar, interrumpiéndose en la mitad de la frase. Un instante después, dijo con un susurro asombrado; -Ay, Dios mío…

– Maggie, ¿qué pasa? -Eric se asustó.

– Eric, vino Katy. Está bajando por el sendero.

– ¡Ay, mi amor! -dijo él con tono comprensivo.

– Querido, será mejor que corte.

– Sí, está bien… Suerte, Mag -añadió de prisa.

Katy estaba vestida con jeans y un buzo de la universidad y llevaba una cartera de cuero colgada del hombro. El convertible estaba estacionado en la cima de la cuesta detrás de ella. La joven avanzaba con los ojos fijos en la puerta de alambre tejido.

Maggie se acercó a la puerta y esperó. Al pie de la galería, Katy se detuvo.

– Hola, mamá.

– Hola, Katy.

En ese instante, sólo la pregunta más mundana acudió a la mente de Katy.

– ¿Cómo estás?

– Feliz, Katy. ¿Y tú?

– Todo lo contrario.

Maggie abrió la puerta.

– ¿Quieres entrar y hablar de ello?

Con la cabeza gacha, Katy entró en la cocina. Sus ojos fueron inmediatamente a posarse sobre la mesa, donde estaba sentada la beba con un bombachudo azul con tiradores. Se chupaba un puño, tenía los tobillos cruzados y un babero levantado alrededor de las orejas.