– Queda tan bien allí -dijo, sonriendo.

– Me falta la cinta azul. No sé dónde fue a parar.

Maggie le acarició el rostro con esa misma mano.

– No sequé decir -susurró.

– Di: "Te amo, Eric, y te perdono por todo lo que me hiciste pasar."

– Te amo, Eric, pero no hay nada que perdonar.

Intentaron volver a besarse, pero Suzanne los interrumpió, poniéndose de pie sobre el asiento entre ambos. Cerró un puñito regordete alrededor de una rama de cerezo y la agitó por el aire; una punta pasó rozando el ojo de Eric.

Él se echó hacia atrás.

– Epaa, muchachita -dijo. Le colocó una mano bajo el pañal, otra en el pecho y la devolvió al regazo de su madre. -¿No ves que le estoy pidiendo la mano?

Ambos reían cuando él encendió el motor y tomó el camino de regreso a Fish Creek, sosteniendo la mano de Maggie.

Capítulo 21

Se casaron cinco días después en el jardín de la Casa Harding. Fue una ceremonia sencilla, un martes al atardecer. El novio vestía traje de etiqueta gris con violetas del valle en la solapa (cortadas del cantero al norte de la casa), la novia, un traje rosado y llevaba un ramo de flores de manzano (del huerto de Easley). Estaban presentes la señorita Suzanne Pearson (en pijama y comiendo galletitas), Brookie y Gene Kershner, Mike y Barb Severson, Anna Severson (que cambió los eslóganes por poliéster azul de Sears Roebuck) y Roy Pearson, que bajó a su hija de la galería delantera al jardín mientras desde el porche se oía una rayada versión monofónica de las Andrew Sisters cantando: Estaré contigo cuando florezcan los manzanos.

Sobre la hierba fresca de primavera había una mesa antigua de comedor con un ramo de flores de manzano en un vaso. Junto a la mesa, un juez aguardaba con la toga negra, cuyas mangas amplias se agitaban con la brisa de la bahía. Cuando la canción terminó y el grupo se reunió ante él, el juez dijo:

– Los novios me han pedido que lea un poema que eligieron para la ocasión. Es antiguo como esta casa y se llama "Plenitud".


Ves, he abierto ante ti

las compuertas de mi ser

Y como la marea,

Has fluido hacia mí.

Los rincones más ocultos de mi espíritu

están llenos de ti

Y todos los canales de mi alma

Se han vuelto dulces con tu presencia;

Pues me has traído paz;

La paz de las grandes aguas tranquilas,

Y la quietud del mar estival.

Tus manos están cargadas de paz

Como la marea del mediodía está cargada de luz;

La eterna quietud de las estrellas

Galardona tu cabeza, y en tu corazón

mora el sereno milagro del ocaso.

Mi plenitud es absoluta.


En mí no se agitan aguas de inquietud

Pues he abierto ante t

Las anchas compuertas de mi ser

Y como la marea, has fluido hacia mí.


Luego de la lectura, Eric se volvió hacia Maggie. Ella dejó el ramo de flores sobre la mesa, y él le tomó las manos. A la luz de los últimos rayos de sol, el rostro de Maggie parecía dorado, sus ojos, del color de las bellotas. Tenía el pelo echado hacia atrás y en sus orejas había delicados aros de perlas rosadas. En aquel momento, bien podría haber vuelto a tener diecisiete años, y las ramas que había dejado eran las que él había recogido por primera vez para expresarle su amor. Ningún acto individual de la vida de Eric le pareció tan adecuado como cuando expresó sus votos:

– Fuiste mi primer amor, Maggie y serás mi único amor por el resto de nuestras vidas. Te respetaré, te seré fiel y trabajaré duro para ti y contigo. Seré un buen padre para Suzanne y los otros hijos que podamos tener y haré lodo lo que esté a mi alcance para hacerte feliz. -En voz baja, terminó diciendo: -Te amo, Maggie.

En el breve silencio que siguió, Anna se secó los ojos y Brookie puso su mano dentro de la de Gene. Un brillo apareció en los ojos de Maggie y una sonrisa pensativa, en sus labios.

Bajó la mirada hacia las manos de Eric: manos anchas y fuertes de pescador; lo miró a los ojos, los primeros ojos que había amado, azules como la achicoria en flor; miró ese rostro querido, curtido por el viento, que con el correr de los años sólo se tornaría más amado.

– Te amo, Eric… otra vez. -Una sonrisa tocó los ojos de ambos, luego desapareció. -Haré todo lo pueda para mantener ese amor fresco y vibrante como cuando teníamos diecisiete años y como ahora. Haré de nuestra casa un sitio donde viva la felicidad y en ella los amaré a ti y a Suzanne. Envejeceré contigo. Te seré fiel. Seré tu amiga para siempre. Llevaré tu nombre con orgullo. Te amo, Eric Severson.

Afuera, en la Bahía Green un par de gaviotas chillaba y el sol se apoyaba al final de un largo sendero dorado sobre el agua. Maggie y Eric intercambiaron anillos, sencillas alianzas de oro que parecieron captar el fuego del ocaso y entibiarse bajo él.

Cuando terminaron, Eric bajó la cabeza y besó el dorso de las manos de Maggie. Ella hizo lo mismo y se acercaron a la mesa, tomaron la lapicera que les tendía el juez y firmaron sus nombres en el certificado nupcial. Brookie y Mike fueron testigos y la sencilla ceremonia terminó menos de cinco minutos después de comenzar.

Eric sonrió a Maggie, luego al juez, que le estrechó la mano y le sonrió:

– Felicitaciones, señor y señora Severson. Que tengan una vida larga y plena de felicidad.

Eric levantó a Maggie en brazos y la besó.

– Señora Severson, te amo -le susurró al oído.

– Y yo a ti.

El círculo alrededor de ellos se estrechó. Brookie lloraba cuando besó a Maggie y dijo:

– Bueno, ya era hora.

Gene los abrazó a ambos y terció:

– Que tengan mucha suerte. Se la merecen.

– Hermanito -dijo Mike-. Creo que te sacaste la lotería.

– No podría sentirme más feliz -acotó Barbara-. Bienvenida a la familia.

Anna dijo:

– ¡Como para no hacer llorar a una vieja! A mi edad, hacerme de una nuera y una nieta en un día. Eric, toma a la niña, así puedo abrazar a Maggie. -Después de entregar la beba a su padre, Anna dijo a Maggie, mejilla a mejilla: -Vi venir este día cuando tenían diecisiete años. Veo que por fin hiciste feliz a mi hijo, y te quiero por eso. -Abrazó a Eric y le dijo: -Ojalá tu padre viviera para ver este día. Siempre tuvo debilidad por Maggie, y yo también. Felicitaciones, hijo.

Roy dijo a su hija:

– Estás preciosa, mi tesoro, y me alegro tanto de que esto haya sucedido. -Palmeó a Eric en la espalda y exclamó: -¡Bueno, por fin me conseguí alguien con quien salir a pescar y les aseguro que pienso hacerlo!

Todos se dirigieron hacia la casa, conversando, felices. Suzanne en brazos de su padre, con su madre apretada contra él. En la sala había champagne y torta. Mike propuso un brindis.

– Para la feliz pareja que empezó a noviar en el porche de nuestra casa, cuando ambos tenían diecisiete años. ¡Que a los noventa sigan tan enamorados como ahora!

Hubo regalos, también. De Brookie y Gene, un mantel calado del largo de la gigantesca mesa de comedor, con diez servilletas haciendo juego. De Barb y Mike, un par de candelabros antiguos de cristal tallado con seis velas blancas. Anna trajo una bolsa llena: repasadores bordados, carpetitas de crochet, seis frascos de la mermelada preferida de Eric y un juego de té de porcelana que había sido de la abuela Severson. Esto último hizo que Maggie derramara unas lágrimas y diera un fuerte abrazo a Anna. El obsequio de Roy fue un pequeño sillón antiguo Luis XIV para la sala, que él mismo había restaurado y retapizado. También recibió un abrazo de su hija y comentarios entusiastas de todos los invitados. Hubo también, un regalo de Suzanne (aunque nadie quiso confesar quién lo había comprado): una tarjeta con una fotografía de una familia victoriana: padre, madre e hija poniendo un velero de juguete sobre el agua de un laguito con un sauce en el trasfondo. Adentro, alguien había escrito: Para mamá y papá en el día de su casamiento… Con mucho amor, Suzanne.

Al leerla, Maggie y Eric intercambiaron una mirada de amor tan expresiva que todos los ojos de la habitación se humedecieron. Estaban sentados bajo la ventana del comedor, con los regalos desparramados alrededor y Suzanne cerca, en brazos de su abuelo. Eric acarició la mandíbula de Maggie, luego tomó a la beba.

– Gracias, Suzanne -dijo y le besó la mejilla-. Y gracias a todos ustedes. Queremos que sepan que para nosotros ha significado muchísimo tenerlos aquí esta noche. Los queremos mucho y les estamos agradecidos desde el fondo del corazón.

Suzanne comenzó a frotarse los ojos y lloriquear y el momento fue adecuado para concluir los festejos. Todas las despedidas fueron emotivas, pero Roy se quedó hasta el final. Mientras abrazaba a su hija, dijo:

– Tesoro, ¡lamento tanto que tu madre y Katy no estuvieran aquí! Tendrían que haber venido.

Era imposible negar que su ausencia dolía.

– Ay, papi… supongo que no se puede pedir que todo sea perfecto en la vida ¿no?

Él le palmeó el hombro, luego se apartó.

– Quiero que sepas algo, Maggie. Me has enseñado mucho en estos últimos meses, cosas que hubiera deseado aprender cuando era mucho más joven. Nadie puede hacerte feliz, salvo tú mismo. Lo has hecho y ahora voy a hacerlo yo. Comenzaré tomándome unas vacaciones en el trabajo. Sabes, en todos los años que trabajé en esa tienda, creo que no me tomé más de cuatro vacaciones y todas las usé para pintar la casa. Voy a irme unos días, para tomarme un poco de tiempo para mí.

– ¿Mamá no irá contigo?

– No. Pero no quiero que te preocupes. Te hablaré cuando regrese, ¿de acuerdo?

– Sí, papá, pero ¿dónde…?

– Tú sigue feliz, mi vida. Me hace bien al corazón verte así. Bien, será mejor que me vaya. -Besó a Maggie, acarició la cabeza de Suzanne y palmeó a Eric en la espalda. -Gracias, hijo -masculló, con lágrimas en los ojos y se marchó.

Ellos se quedaron en la galería trasera, viéndolo trepar los escalones hasta la calle, Eric con Suzanne en brazos, Maggie, con los brazos cruzados.

– Papá está preocupado -comentó Maggie pensativamente.

Eric le pasó un brazo alrededor de los hombros y la apretó contra él.

– Pero no por nosotros.

Ella sonrió y levantó la vista.

– No, no por nosotros.

Se miraron por unos instantes. Luego Eric susurró:

– Ven, acostemos a Suzanne.

Suzanne estaba cansada y quejosa y se durmió antes de que el pulgar llegara a su boca. Se quedaron mirándola unos instantes, tomados de la mano.

– Siento que no he vivido antes -susurró Eric-. Que todo empezó contigo… y con ella.

– Y fue así.

Eric la hizo volverse entre sus brazos y la sostuvo con suavidad.

– Mi mujer -susurró.

Ella apretó la mejilla contra la solapa de él y respondió, también en un susurro:

– Mi marido.

Permanecieron inmóviles un momento, como recibiendo una bendición, luego atravesaron el corredor hasta la Habitación del Mirador, donde los aguardaba la gran cama de madera tallada.


Roy Pearson condujo despacio hasta su casa. Fue por el camino más largó, colina arriba desde lo de Maggie, luego por los campos, para tomar después la carretera hasta la calle principal. Dobló a la derecha, pasó por el almacén donde había trabajado toda su vida de adulto, recordando los rincones, los sonidos y aromas: fruta madura y fiambres condimentados, el olor agrio de arenque en vinagre. El ruido de la vieja puerta de la conservadora cuando se abría. El ting de la caja registradora en la parte delantera. (En realidad, la vieja caja registradora hacía cuatro años que había desaparecido y la nueva hacía tit-tit-tit-tit, pero cuando Roy pensaba en cajas registradoras, seguía pensando en campanillas.) Helen McCrossen, que llegaba todos los martes a la once de la mañana en punto, tan puntual que uno podía poner el reloj en hora al verla, y preguntaba:¿Qué tal está el leberwurst hoy, Roy, es fresco? La sensación de la cuchilla en su mano, golpeando contra la tabla de madera. El aroma frío y grasoso de la conservadora.

Extrañaría el almacén.

Al llegar a su casa, entró por atrás, estacionó delante de las puertas cerradas del garaje y cruzó el jardín hasta la casa. El césped estaba húmedo y le mojó los zapatos. Vera lo regañaría si estuviera levantada. Pero la casa estaba en silencio y a oscuras. Roy pasó por alto el felpudo y entró directamente por la cocina hacia la baulera debajo de la escalera. Salió con una maleta de tela y una caja de cartón que llevó arriba al dormitorio.