– Este lugar tiene un encanto especial -dijo Alex contemplando el paisaje-. ¿Has visto esa vieja película llamada El bosque encantado?

– No, pero he oído a algunos turistas mayores hablar de ella -replicó él mirándola fijamente.

– A mi madre le gustan mucho las películas de los años cuarenta. Yo he visto muchas con ella. Como la de aquel niño que se perdía en el bosque y un anciano le acogía en la casa que se había hecho dentro de una secuoya. Yo pensaba lo emocionante que tendría que ser vivir en el hueco de un árbol. Cuando mi padre me trajo por primera vez al parque, nos fuimos a ver las secuoyas gigantes, porque él sabía lo que significaban para mí. Fue así como empecé a enamorarme de Yosemite.

– Cuando viniste aquí por primera vez con tu padre, no había ranger en todo el parque que no hablase de la hija tan guapa y sexy que tenía el senador Harcourt. También decían otras cosas que te habrían hecho sonrojar. ¿Cuántos rangers iban detrás de ti, Alex?

– ¿De veras quieres saberlo? -dijo ella echando otro trago de agua de la botella.

– Supongo que muchos -replicó él, con sarcasmo, al ver que ella trataba de eludir la respuesta.

– Pero sólo había uno que me importaba. Él me miraba, pero eso era todo lo que hacía.

– ¿Y sabes por qué? -dijo Cal con expresión enigmática.

Alex vertió un poco de agua en el morro de Sergei y se quedó mirando cómo se relamía.

– Ya sé que tenías tus razones para obrar de ese modo. Pero yo, por desgracia, las ignoraba. Y ahora, si te parece, me gustaría cambiar de tema, ¿de acuerdo?

– No hasta que termine -dijo él pasando una pierna hacia el otro lado del tronco y poniéndose de pie-. Después de lo que Helen le hizo a mi hermano, yo tenía miedo. Jack y yo éramos muy parecidos y tenía la impresión de que sería sólo cuestión de tiempo que conociese a una mujer que pretendiese dominarme. Cuando empecé a trabajar en Idaho, tuve relación con algunas mujeres, pero procuraba siempre elegirlas para que fueran sencillas y algo frívolas.

– ¿Para que pudieras olvidarlas más fácilmente?

– Sí, podríamos decir que sí. Después de hacerme ranger, me asignaron al Parque Nacional de las Montañas Rocosas, donde conocí a Leeann. Ella era de mi edad y adoraba su profesión. Pasamos juntos muy buenos momentos. Si no me hubieran transferido tan pronto a este parque, nos habríamos casado allí y quizá hubiéramos sido felices.

– ¿Por qué no os casasteis allí entonces?

– Ella sí quería, pero yo no estaba preparado. Primero necesitaba afianzarme en mi carrera. Nos mantuvimos en contacto, pero Yosemite ocupaba todo mi tiempo. Y entonces te conocí. Vance vio mi reacción al verte y me dijo: «Alex Harcourt es como una de las maravillas de Yosemite, pero es también el orgullo y la alegría del senador. El parque necesita que él esté de nuestro lado, así que disfruta de la vista, pero mantente alejado de ella».

– ¿Te dijo de verdad eso? -exclamó Alex sorprendida.

– Pongo a Dios por testigo. Me sorprendió sentirme atraído por una chica mucho más joven. El resto ya lo sabes. Con el tiempo, transfirieron a Leeann también a Yosemite y retomamos nuestra relación donde la habíamos dejado.

– Entonces ya estabas preparado para el matrimonio.

Él asintió con la cabeza.

– Yo la amaba a mi manera y llegó en el momento adecuado, pero estaba escrito que lo nuestro no podía durar. Por eso te dije que me gustaría que empezásemos de nuevo. Me gustaría que, al menos, tomaras en cuenta esa posibilidad.

Con su propuesta lanzada al aire, Cal recogió las botellas de agua vacías y las metió en la mochila. Alex se dirigió corriendo hacia el aparcamiento. Sergei, sujeto de la correa de su amo, la seguía muy alegre. Ya estaban cerca de donde habían dejado los vehículos cuando Sergei empezó a ladrar y a tirar con fuerza de la correa.

Cal vio aparecer enseguida un grupo de unos veinte turistas que corrían despavoridos por entre los árboles. Venían huyendo de las mesas de picnic donde habían estado. Sentado encima de una de las mesas podía verse a un oso negro de gran tamaño comiéndose ruidosamente la comida que los turistas habían dejado. Cal dirigió inmediatamente la mirada hacia Alex, que estaba junto a su Xterra, a solo un par de pasos de otro enorme oso negro.

Bastaría que el oso le diese a Alex un manotazo con sus zarpas para dejarla inconsciente en el suelo. Pero, por el momento, el animal estaba de pie sobre sus patas traseras mirando hacia el coche y lanzando gruñidos. Afortunadamente, Alex sabía bien lo que había que hacer en esos casos y no movió un solo músculo.

Cuando los osos acabaran con la comida, Cal sabía lo que podría suceder, pero sabía también que no tenía por qué preocuparse. Sergei estaba tirando con fuerza de la correa, tratando de acercarse al oso que estaba junto al coche y lanzando unos aullidos tan escalofriantes como los de un coyote.

El oso se puso finalmente a cuatro patas y se fue corriendo hacia los árboles. Cal contempló con orgullo a Sergei y dio por buenas todas las horas que había dedicado a su adiestramiento. El perro se volvió luego hacia la mesa del picnic y se puso a hostigar al otro oso.

Todo el mundo, muy asustado y a cierta distancia, vio fascinado cómo el oso, dándose cuenta de la amenaza que tenía enfrente, soltó los perritos calientes que tenía entre las zarpas y se bajó de la mesa. Luego, tras oír una nueva serie de salvajes aullidos de Sergei, se dio la vuelta y decidió seguir los pasos de su compañero.

Cal contempló la escena emocionado. Sergei trató de seguirlos y tiró con fuerza de la correa, pero Cal le sujetó y se puso en cuclillas junto a él para tranquilizarlo.

– ¡Buen chico, Sergei! ¡Buen trabajo! -dijo pasándole la mano por el cuello y dándole una golosina como premio-. Eso es lo que tienes que hacer, amigo. Ésa es la idea.

Alex apareció de repente al otro lado de Cal y se puso también a acariciar y a besar al animal.

– Eres un héroe, Sergei -dijo ella emocionada-. Eres un perro maravilloso. Te quiero.

Cuando levantó los ojos llenos de lágrimas hacia Cal, se escucharon unos aplausos de la multitud, pero él no tenía ojos ni oídos más que para ella. Vio sus ojos verdes que, incluso atrapados por la emoción del momento, parecían expresar, sin necesidad de palabras, multitud de sentimientos. Se sintió inundado de una alegría como no había sentido nunca antes.

Los turistas no paraban de dirigirles palabras de agradecimiento ni de sacarles fotos a Sergei y a él. Alex se metió en el coche, miró a Cal con un gesto de complicidad y se alejó de allí. Esa vez, a él no le importó su marcha. Dirigiría unas palabras a los turistas asegurándoles que los osos ya no volverían y luego regresaría con Sergei a Yosemite Valley para reunirse con ella.

Durante el camino de regreso, Alex sintió que le flaqueaban las piernas. A pesar de las veces que había estado en el parque en los últimos años, nunca había sentido tan cerca el aliento de un oso hambriento.

¿Qué habría pasado si, dominada por el pánico, no se hubiera quedado quieta? ¿Y si Sergei no hubiera estado allí? Temblaba aún al recordarlo. Necesitaba hablar con alguien sobre lo sucedido. Sin pensarlo dos veces, tomó el móvil y marcó la tecla con el número del jefe Rossiter.

– ¿Alex? Qué alegría me da oírte. ¿Cómo está mi detective favorita? -dijo él bromeando.

– ¿Vance? No sabe lo que necesitaba hablar con usted.

– ¿Estás en problemas?

– No, no. En realidad, las cosas no podrían haber salido mejor -dijo ella con voz temblorosa-. Me dijo que le llamase para informarle de cualquier noticia que sucediese en el parque. Hoy tengo algo extraordinario que contarle. He preferido decírselo yo porque sé que, si se lo contase Cal, le quitaría importancia. Sergei y él han protagonizado un rescate sin precedentes. No me sorprendería que a esta hora los turistas lo estén divulgando por todo el parque.

– Adelante, Alex, cuéntame.

Ella se lo contó todo, pero sin entrar en cuestiones personales.

– Debería haber visto las muestras de gratitud de los turistas, todo eran aplausos y aclamaciones. Había algunos niños entre ellos. El perro espantó a los osos como por arte de magia. Nunca he visto nada igual en mi vida. Ladraba de una forma tan salvaje que hasta yo misma estaba asustada -Vance soltó una sonora carcajada-. Cal se merece algún tipo de reconocimiento.

– Estoy totalmente de acuerdo contigo.

– Si hubiera más rangers con perros entrenados como Sergei, el problema de los osos quedaría resuelto. ¿Consideraría la posibilidad de que la fundación Trent estableciese un fondo para la adquisición de más perros? -hubo un silencio prolongado-. No hace falta que me responda ahora. Comprendo que tendría que formar a un grupo de rangers que estuvieran dispuestos a trabajar con un animal. Tal vez no haya muchos que quieran hacerlo, pero si Cal los entrenara… Me conformo con que piense en ello. Pero no se lo diga a Cal. Dígale en todo caso que se ha enterado por otra persona.

– Como quieras, Alex. Pero dime, ¿encontrasteis algún nuevo alijo de armas o algún otro cuerpo mutilado de oso?

– No, peinamos la zona durante varias horas pero no encontramos nada, a menos que Cal observase algo sin que yo me diera cuenta. Él se quedó allí. Yo voy de regreso al albergue de la estación de esquí, para ver cómo están los chicos.

– Muy bien. Seguiremos en contacto. No sabes cómo me alegra que estés sana y salva.

– Gracias, Vance. Le llamaré más tarde.

Tras colgar se sintió más relajada. Pero la sensación le duró muy poco, porque acto seguido la llamó Lonan para informarle de que estaba en la clínica con Lokita.

– Es una apendicitis.

– Ya sufrió un ataque el año pasado -dijo Alex.

– Eso explica por qué se ha sentido molesto estos últimos días. El médico dice que hay que llevarle al hospital para operarle, pero él se niega en rotundo.

– Tiene que operarse. ¿Y los chicos? ¿Dónde están?

– Bañándose en Yosemite Lodge.

– Estaré allí en unos minutos. ¿Puedes llevarle tú al hospital de Merced, o prefieres que lo lleve yo?

– Lokita se niega a ir a ninguna parte, Alex.

Si Lonan no podía hacerse con él, era señal de que el chico era muy testarudo.

– Voy para allá.

Nada más colgar, llamó por teléfono a Cal. Tenía que pedirle permiso para poder llevar al chico al hospital. Después de todo, el coche que conducía era suyo.

– ¿Alex? -contestó Cal con un tono algo molesto-. No conseguía hablar contigo, estabas comunicando todo el rato.

– Lo siento. Estaba… hablando por el móvil con Lonan.

– Después del susto que nos hemos llevado todos, no deberías haberte ido sola… Te noto preocupada. ¿Ha pasado algo?

Alex le contó lo de la apendicitis de Lokita.

– Me reuniré contigo en la clínica -dijo Cal-. Y procura tener el teléfono disponible.

– Descuida -dijo ella reconfortada por su amabilidad.

Pero no podía olvidar el problema de Lokita. Tenía que llamar a sus padres y decirles lo que estaba pasando. Ellos eran los únicos que podían hacerle entrar en razón.

O eso pensaba. Cuando llegó allí después de media hora, lo encontró sentado en la sala de recepción junto a Lonan. Parecía muy enfadado y no quiso ni mirarla. Lonan y ella intercambiaron una mirada de complicidad y luego Alex le dijo que podía irse, que ella se haría cargo del chico. Lonan pareció aliviado y le deseó suerte antes de salir de la clínica del albergue para reunirse con el resto del grupo.

– ¿Has hablado con tus padres? -le dijo Alex al chico.

– Sí.

– ¿No te dijeron ellos que tenías que ir al hospital?

– Sí. Pero yo les dije que no -replicó Lokita.

– Estás tratando de demostrar lo valiente que eres, ¿verdad? -el chico apretó los labios sin responder-. Mira, Lokita, a todo el mundo le dan miedo los hospitales. Si de verdad quieres demostrar a todos que eres un valiente, lo que tienes que hacer precisamente es ir al hospital.

– Alex tiene razón -dijo una voz profunda y familiar detrás de ella.

La presencia de Cal pareció animar al chico. Los chicos zunis sentían cierta aprensión hacia la medicina occidental.

– A mí también me operaron de apendicitis cuando tenía tu edad.

– ¿De verdad? -exclamó el chico sorprendido.

– Sí. Fue todo muy rápido. Me volví a casa el mismo día. Si quieres puedes ver la cicatriz. Es pequeña, pero me gusta enseñarla como prueba de mi valor.

– ¿Vendría usted conmigo, ranger Hollis? -dijo el chico mirándole de arriba abajo.

Cal le dedicó al chico una sonrisa que se le quedaría grabada a Alex toda la vida.

– Naturalmente. Y Alex también. Los dos estaremos contigo.