Paul se había mostrado favorable a su idea, pero el antiguo superintendente, un hombre ya de avanzada edad a punto de jubilarse, no dio su aprobación. Cuando Telford fue nombrado superintendente, se mostró más dispuesto a poner en marcha el proyecto, pero aún quedaban los problemas de financiación. El funcionamiento del parque dependía en gran medida de las donaciones privadas.

Cuando Cal encontró el verano anterior a dos osos muertos por disparos, le dijo a Paul que ponía a disposición su propio dinero para arrancar un proyecto piloto. Paul lo discutió con Telford y Cal recibió finalmente el visto bueno. Ahora que Cal era el responsable de velar por la flora y la fauna de Yosemite, confiaba en que cuando todo el mundo viese la utilidad de esos perros en el parque, llegasen las donaciones esperadas.

Gretchen estaba ya al tanto de la visita de Cal. Cuando le vio llegar, se dirigió hacia él con una gran jaula en la que había tres pequeños perros. Cal se agachó a mirarlos. Los cachorros tenían sólo cuatro meses. Eran prácticamente negros con algunas manchas blancas y tenían las orejas de punta. Parecían perros esquimales jóvenes.

Él siempre había tenido un perro cuando vivía en la granja de su familia en Ohio. Se sentía tan emocionado como un niño ante la idea de volver a tener un nuevo cachorro.

La doctora Gretchen, tras explicarle que los tres eran de la misma camada, abrió la jaula y sacó a Sergei. El animal reconoció de inmediato a Cal por sus visitas anteriores. Cal se rió por lo bajo al ver que el gesto del animal había despertado los celos de sus hermanos.

– ¿Sergei? El ranger Hollis y tú vais a ser compañeros y trabajaréis juntos -dijo la doctora dándole la correa a Cal-. Espero que os llevéis bien.

Cal se quedó contemplando unos segundos a su nuevo perro. Sergei le miraba a su vez con unos ojos como si quisiera transmitirle sus pensamientos.

– ¿Quieres venirte conmigo a casa? ¿Te gustaría ir conmigo a buscar osos?

Aquel perro comería, dormiría e iría a trabajar con él. Cal pasaba la mayor parte del tiempo al aire libre, y el adiestramiento de Sergei sería un proceso continuo, un día aprendería una cosa y al día siguiente otra, hasta acostumbrarse a convivir con cientos de personas todos los días.

Cal probó a darle a Sergei algunas órdenes y vio enseguida lo inteligente que era. Volvió a dejarlo en la jaula. Gretchen había pasado dentro a jugar con los otros dos cachorros, pero le vio entrar.

– Debería haberle presentado a los hermanos de Sergei, Yuri y Peter -dijo la doctora al verle entrar, y luego añadió al ver su sonrisa-: Me gustan los compositores rusos.

– A mí también.

– Estos perros prefieren estar con los de su misma raza y a estos tres en particular les gusta estar juntos. Pero Sergei es el único que ha sacado las cualidades genuinas de un verdadero perro de Carelia. Sus hermanos le echarán de menos. Igual que yo -dijo cerrando la jaula.

Al igual que los bebés, los cachorros requerían muchos cuidados. Cal había llevado una lona para echarla por encima, en caso de que se pusiese a llover.

Puso a Sergei en su nueva jaula y la dejó en la parte de atrás de la camioneta sin que el animal se quejara lo más mínimo. Luego cargó el resto de los suministros. Gretchen le dio suficiente comida para dos meses.

– Es un alimento integral, especial para perros, con nutrientes ricos en proteínas.

Le dio también unos juguetes para Sergei y un silbato, además de un pequeño botiquín de veterinario con productos dentales, medicamentos y sutura para las heridas, que le serían de gran utilidad si se hallaba en las montañas en una situación de emergencia.

– Llámeme si tiene alguna duda -le dijo Gretchen, y le entregó un sobre con la documentación de Sergei, que incluía los análisis del veterinario y las vacunas.

– Me temo que la voy a llamar más de lo que quisiera.

– Está bien. Prefiero que me consulte las cosas y no trate de hacerlas a su manera. Podría resultar luego mucho peor.

– No se preocupe por eso, doctora. Ha sido un privilegio haber tratado con usted.

Y después de darle las gracias por todo, se sentó al volante de la camioneta y se dirigió al parque con su preciada carga.

A mitad de camino, le vino de nuevo a la mente la imagen de Alex Harcourt. Ella era la persona a la que más tenía que agradecer el tener ahora el perro que tanto había deseado. Ella le había animado a hablar con su jefe para hacerle ver los beneficios que supondría para el parque disponer de una raza de perros como ésa.

Se preguntó qué habría sido de ella después de un año. Probablemente estaría casada con algún abogado de prestigio o con algún pretendiente que gozase de la aprobación de su padre.

Años atrás, el superintendente había elegido a Cal para que le enseñara Yosemite al senador. En las diversas visitas que John Harcourt había hecho al parque, Cal había tenido oportunidad de escuchar las esperanzas y planes que el senador tenía puestos en su hija.

Volvió al presente y se dio cuenta de que iba demasiado deprisa por la carretera. Redujo la marcha hasta el límite de velocidad permitido. Si le pillase la policía, sería una propaganda muy negativa para Yosemite.

Se desvió minutos después por el camino que daba acceso a su nueva casa. Formaba parte de una comunidad de viviendas modestas construidas para los rangers y sus familias, en medio de un extenso pinar. Estaba equipada con lo estrictamente esencial: una cama, una mesa de salón, un sofá, dos sillones, una mesa de cocina con dos sillas de madera, una lavadora y una secadora. Él podía convertir aquella simple casa en un hogar, pero aún no había tenido la ocasión para hacerlo.

Se bajo del vehículo y se fue enseguida a abrir la jaula. Sergei estaría deseando verse en libertad. En eso se parecía a él, prefería los espacios abiertos.

Mientras Cal le ponía la correa, oyó las voces de unos niños. Venían de la puerta de al lado, de la casa del ranger Farrell. Su esposa, Kristy, era una maestra que trabajaba para el distrito escolar del condado de Mariposa, y enseñaba a los niños que vivían en el parque.

Sin proponérselo, Cal había llegado justo en el momento en que los pequeños salían de clase. Era una buena oportunidad para que Sergei empezara a tomar contacto con los niños.

Había una docena en total, incluyendo a Brittney, la preciosa niña de siete años de los Farrell. Nada más ver al perro, acudieron todos corriendo. Brody King, de trece años, encabezaba el grupo, seguido de Nicky Rossiter y de Roberta, la hija de Chase.

– Hola, chicos -dijo Cal-. ¿Queréis conocer a mi nuevo perro? Se llama Sergei.

– ¡Es muy guapo! -exclamó Brody, el mayor del grupo, rascándole la cabeza.

El resto de los chicos se arremolinó alrededor, esperando poder tocar también al animal.

– Señor, ¿cómo dijo que se llamaba? -preguntó Nicky con su simpatía habitual.

– Sergei. Es un nombre ruso.

– ¡Qué rico! -afirmó Roberta con un cierto tono maternal en la voz-. ¿De qué raza es?

– Es un perro oso de Carelia -respondió Cal.

– ¿Lo trajo de Rusia? -preguntó Brody.

– No, nació aquí, pero es hijo de un campeón criado en Finlandia.

– ¿Y por qué no escogió usted un perro americano? -dijo Nick con cara de enfado.

Cal trató a duras penas de contener la risa.

– Porque éste está adiestrado para ahuyentar a los osos.

Al oír eso, todos los niños se pusieron a aplaudir y vitorear a Sergei, diciendo que ellos también querían tener un perro como ése.

– Me alegro de que viva al lado de mi casa -dijo Brittney.

– Pero es mucho más pequeño que una osa madre -observó Nicky.

– Sergei no necesita ser grande. Su trabajo es de pastor, sólo que de osos en vez de ovejas.

– ¿Cómo?

– Cuando haya aprendido a seguir el rastro de un oso, me servirá de mucha ayuda cuando se nos informe de la presencia de uno de esos animales en una zona de acampada. Lo llevaré allí sujeto con la correa y Sergei nos indicará con su olfato si el oso sigue allí, aunque ninguno de nosotros pueda verlo. Sergei no es un perro de caza, pero no le tiene miedo a nada. Su misión principal es hostigar al oso y asustarle con sus ladridos para que no vuelva a acercarse más a ese campamento. No se necesita tener un perro muy grande para hacer eso.

– A mi chihuahua, en cambio, todo le da miedo -dijo Nicky mirando a Roberta-. Tengo que ir a casa a decírselo a papá, para que nos compre uno.

Y, nada más decirlo, salió disparado como una flecha hacia su casa.

Cal consideró que ya habían hablado bastante y que Sergei necesitaría corretear un poco.

– Bueno, chicos, hasta luego.

Se dirigió al bosque. Estuvo más de dos horas jugando y trabajando con Sergei en su adiestramiento. Al volver a casa, le dejó atado con la correa mientras él sacaba las cosas de la camioneta y las metía en casa. Cuando terminó, cerró la puerta y soltó a Sergei para que se familiarizase con su nuevo entorno.

A la hora de la cena, el perro conocía ya todos los rincones de la casa y sabía dónde encontrar agua y comida en la cocina. Cal pensó que, hasta que Sergei fuera mayor, sería más conveniente dejarle en la jaula por las noches.

Antes de cenar se puso a trabajar otro poco con él con uno de los juguetes que le había dado la doctora. Era una especie de morral de lana dentro del cual había una piel de oso auténtica. Sergei se excitó mucho al olerla. Perro y amo estuvieron jugando al tira y afloja con la piel del oso en el cuarto de estar hasta que llegó la hora de la cena.

Cal dejó entonces el juguete en la mesa abatible, apoyada contra la pared de la cocina. Fue un error. Sergei saltó como un relámpago sobre el morral. Cal le ordenó que se bajara de la mesa, le metió en la jaula y se lo llevó al dormitorio de invitados. La obediencia era la lección número uno.

Después de tomarse tres sándwiches y un litro de leche, fue a ver en el ordenador los correos que había recibido ese día. Casi todos eran de sus colegas del parque. Después de una hora, pensó que Sergei ya había estado bastante tiempo enjaulado y decidió dejarlo salir.

El perro se quedó tumbado a sus pies, con la cabeza apoyada en las patas delanteras, mientras Cal terminaba de revisar los asuntos del día. Cuando acabó su trabajo, felicitó a Sergei por su buena conducta y le premió con una golosina que sacó del bolsillo.

– ¿Sabes una cosa? Vamos a estar mucho tiempo tú y yo solos de ahora en adelante. Voy a enseñarte también a rastrear a los cazadores furtivos que matan a los venados. Vas a ser un perro muy útil. Ven Sergei, vamos a dar otro paseo antes de acostarnos.

Sergei, como comprendiendo las palabras de su amo, le siguió muy orgulloso.

CAPÍTULO 03

– ¿MAMÁ? ¡Qué alegría que me hayas respondido tan pronto!

– He estado esperando impaciente tu llamada, cariño. Pero, dime… ¿sacaron a mi hija ayer por la puerta grande?

Alex sonrió ante la ocurrencia de su madre.

– Para empezar, la ranger Davis, la recepcionista, no me reconoció al llegar. Cuando me entrevisté con el ranger Thompson en su despacho, fingió no darse cuenta de mi cambio de aspecto. Estuvo muy amable hasta que se puso a cuestionar el origen de mi experiencia laboral. En ese momento le remití al proyecto que le había enviado y que él aún no había leído.

– ¿Y?

– Me dijo que me presentara en su oficina esta mañana a las nueve para hablar con uno de los jefes. Mientras salía por la puerta pude verle allí sentado mirándome con cara de asombro.

– ¡Genial! ¿Y dónde estás ahora?

– Camino de la oficina central para la nueva entrevista. Mamá, si mi proyecto no sale adelante, creo que dedicaré todo mi tiempo a trabajar en Hearth & Home.

– Lo sé. Tu padre me lo dijo.

– Así, tú podrías pasar más tiempo con papá, ahora que está jubilado.

– Uy, no sé, ya me gustaría, pero se pasa todo el día con su biografía. No te preocupes por nosotros, hija. Somos felices con lo que hacemos.

– Yo también, mamá, pero trabajar en Hearth & Home es lo que se me daría mejor.

– No te impacientes, estoy segura de que aceptarán tu propuesta, pero si no, estaré encantada de contar con la ayuda de mi hija en un proyecto que, después de mi familia, es lo que más amo en este mundo.

– Lo sé, mamá. Las familias zunis significan también mucho para mí. Si rechazan el proyecto, pienso presentarlo en otros parques como el de Tetons o el de Yellowstone. Ahora que el consejo de la tribu me ha dado su permiso, sería terrible tener que decirles que no me dejan ponerlo en práctica.