El sonrió de nuevo, encantador, tan diferente de la fachada distante que quería mantener al principio.
– Mis socios me llaman Thomas. Mis amigos me llaman Tom. Pero si quiere ser uno de nuestros pajes, tendrá que llamarme señor Dalton.
La señorita Lewis carraspeó y Claudia la siguió hasta la puerta. Cuando se volvió, vio a Thomas Dalton mirándola con una sonrisa enigmática. Desde luego, si sabía algo sobre la vocación benéfica de su Santa Claus no pensaba decírselo. Pero ella no pensaba rendirse. Tendría que volver a intentarlo y, tarde o temprano, cantaría.
Nada impediría que consiguiera aquella historia. Ni siquiera el guapísimo e increíblemente sexy Thomas Dalton.
– No entiendo por qué no encontramos buenos pajes. El último que contrataste era…
– Yo no lo contraté-dijo Tom, distraído-. Lo hizo Robbins. Pareció pensar que, como era bajito y tenía la nariz roja, daba el papel. Pero no se dio cuenta de que olía a whisky. Si estás decidido a seguir con esto, deberías entrevistar a los pajes tú mismo, abuelo.
Theodore Dalton sacudió la cabeza.
– No puedo perder el tiempo con esas cosas. Además, tú puedes hacerlo perfectamente Lo único que haces es trabajar. No sales, no vas a bailar…
Tom apartó la mirada. Sí, desde luego tenía tiempo. Llevaba siete años en Schuyler Falls, aprendiéndolo todo sobre el negocio y esperando el día en que su abuelo y su padre lo enviaran a la oficina de Manhattan. Conocía el negocio de memoria y no podía entender por qué seguía dirigiendo el negocio más pequeño de la familia.
– Si fuera por mí pondría punto y final a este asunto-murmuró-. Si quieres regalar tu dinero, hazlo de otra forma. Tienes una fundación, ¿no? Esto cada año es más complicado, abuelo.
Estaban paseando por el departamento de electrodomésticos, los dos con las manos a la espalda. Los almacenes Dalton eran una reliquia del pasado, de un tiempo en el que los grandes negocios eran dirigidos por una sola familia. Su bisabuelo no había reparado en gastos: suelos de terrazo, paredes forradas de caoba, portero uniformado… La mayoría de los empleados llevaban toda la vida trabajando allí.
Dalton era también el primer peldaño en el imperio familiar, un trabajo que llevaba a un puesto mejor. El padre de Tom, Tucker Dalton, que dirigió los almacenes cuando era joven, vivía en Nueva York y se dedicaba a controlar las inversiones inmobiliarias. Su abuelo, ya retirado, pasaba los inviernos en Arizona y volvía a Schuyler FalIs solo para llevar a cabo su pasión secreta: hacer de Santa Claus. Tom era el único de la familia que seguía aislado en aquel pueblo diminuto.
– Dime una cosa, Tommy. ¿Cuándo fue la última vez que estuviste con una mujer?
El lo miró, atónito.
– Qué has dicho, abuelo?
– Cuándo fue la última vez que tuviste relaciones sexuales? No te preocupes, a mí puedes decírmelo. Soy muy discreto.
– Qué tiene eso que ver?
– En realidad, nada. Solo era por curiosidad. A mi edad uno se vuelve curioso-contestó su abuelo.
– No pienso hablar contigo sobre mi vida sexual. El problema no es el sexo, sino el aburrimiento. Puedo hacer este trabajo dormido y tú lo sabes. Además, he triplicado los beneficios del almacén. ¿Por qué no me envías a Nueva York?
– Aún quedan muchas cosas que hacer aquí. Si te aburres, estoy seguro de que encontrarás la forma de mantenerte ocupado.
En realidad, Tom había encontrado algo… o más bien a alguien que había despertado su interés. Claudia Moore. Había pensado en ella muchas veces des de que la había visto en su despacho. Con aquella sonrisa contagiosa y los ojos brillantes…
– Robbíns ha contratado un nuevo paje para Santa Claus-dijo, para cambiar de conversación-. Es muy guapa, por cierto.
Su abuelo se volvió para mirarlo.
– ¿Cómo de guapa?
Tom vaciló un momento. ¿Lo había dicho en voz alta? Normalmente no decía en voz alta lo que pensaba, pero Claudia Moore tenía la habilidad de fu cene decir cosas que no solía decir. Tenía la capacidad de desarmarlo.
– Mucho-contestó-. Tiene muy buena figura y una melenita morena, así por encima de los hombros… Además de una sonrisa encantadora y uno ojos preciosos.
– De qué color?
– Una mezcla de castaño y dorado. Ámbar, diría yo. Cautivadores.
– Parece que te has fijado mucho en esa chica-rió su abuelo-. No olvides la primera regla de lo Dalton. Regla número uno, nunca…
– Lo sé, lo sé. No mantener relaciones con lo empleados-dijo Tom, impaciente.
Nunca había sentido la tentación de hacerlo, pero Claudia Moore lo intrigaba. Le gustaría conocerla mejor, charlar con ella, disfrutar de sus afilados comentarios.
– No, esa no es la regla número uno-dijo Theodore entonces-. Es la número tres. La número uno es no dejar pasar la oportunidad de conquistar a una mujer hermosa. Así es como conocí a tu abuela. Es taba tras el mostrador de los caramelos con un mandil de florecitas. Me sonrió, yo le sonreí y el resto es historia.
– No pienso salir con un paje de Santa Claus-replicó Tom, nada convencido-. Ni con una empleada.
Pero podía pasarlo bien con ella mientras estaba allí, ¿no? Para pasar el rato, se dijo.
– Pero no mojes el palito en el tintero de la empresa-le aconsejó su abuelo.
Tom soltó una carcajada.
– Mojaré el palito fuera de la empresa, te lo prometo.
– Por cierto, me voy a Nueva York la semana que viene.
– Oh, no. No pienso hacerlo, abuelo. No pienso ponerme el traje de Santa Claus, no pienso sentarme en el sillón y tener a un montón de mocosos sobre la rodilla…
– Hacer de Santa Claus es una tradición familiar-lo interrumpió Theodore-. Yo lo hecho, tu padre lo ha hecho y ahora lo harás tú. Y algún día lo harán tus nietos. Además, así tendrás más tiempo para estar con esa encantadora jovencita-añadió, mirando el reloj-. Y ahora tengo que irme. El deber me llama.
Suspirando, Tom lo observó salir del despacho. Quería mucho a su abuelo, pero no podía entender aquella devoción por hacer de Santa Claus.
Conocía bien la historia. El año que abrieron los almacenes su bisabuelo, Thadeus Dalton, decidió que el éxito económico debía ser mitigado con cierta humildad. Según él, siempre era bueno acordarse de los menos favorecidos. De modo que se convirtió en Santa Claus para hacer realidad los deseos de los niños y continuó hasta su muerte en 1988. Como creía una grosería alardear de eso, el secreto empezó a formar parte de la tradición.
En 1920 era imposible averiguar quién había dejado un sobre con dinero debajo de una puerta. Pero últimamente los regalos eran cada vez más elaborados y había que contratar gente de fuera, de modo que tarde o temprano la historia llamaría la atención de la prensa.
Tom insistía en usar el dinero de forma más eficiente; le pidió a su abuelo que donase una buena cantidad al ayuntamiento de Schuyler Falls, que comprase ordenadores para el instituto…Y Theodore Dalton hizo ambas cosas pero seguía negándose a dejar el papel de Santa Claus.
Tom podía tolerar el secretismo, pero no silo obligaba a ponerse una barriga postiza. Después de todo, como director de los almacenes tenía una reputación que proteger. ¿Y silos empleados lo reconocían bajo el traje rojo y la barba blanca? ¿Seguirían respetándolo? Si Claudia Moore era un ejemplo, tenía razones para preocuparse
Nunca había Conocido a nadie como ella, nunca había sentido una atracción tan inmediata…, ni una irritación tan severa.
Quizá su abuelo tenía razón; llevaba demasiado tiempo sin estas con una mujer. Desde que su compromiso se rompió tres años atrás, apenas tenía vida social. Schuyler Falls era un pueblo pequeño y la mayoría de las chicas solteras, que lo consideraban un partidazo, se dedicaban a perseguirlo Pero él no estaba interesado.
Había tenido un par de aventuras desde que rompió su compromiso, pero últimamente quería algo más. No solo sexo, como su abuelo había sugerido, sino algo mucho más profundo, Quería una mujer que pudiera interesarlo fuera del dormitorio, una mujer independiente que fuera un reto para él, que hiciera interesante cada día.
Tom salió del despacho de su abuelo y se detuvo ante el escritorio de la señorita Lewis.
– Quiere algo, señor Dalton?
– Le importa traerme el informe de la señorita Moore? Debe de tenerlo Robbins.
– ¿No es la joven que contratamos ayer?
– Esa misma. Dígale a Robbins que quiero también su horario de trabajo.
La señorita Lewis no disimuló su curiosidad.
– Hay algún problema?
– En absoluto. Solo quiero echar un vistazo al informe.
Apenas se había sentado tras su escritorio cuando la señorita Lewis entró con el informe en la mano y una expresión de censura en el rostro. Tom conocía a Estelle Lewis desde que era un niño y tuvo que disimular una sonrisa.
– No me mire así. Siempre reviso los informes de los nuevos empleados.
– Solo después de que yo se lo recuerde seis o siete veces. ¿Recuerda la primera regla de los almacenes Dalton?
– Ahora es la tercera. Mi abuelo ha cambiado el orden.
La señorita Lewis lo miró, sorprendida.
– No había sido informada, Por qué no había sido informada?
– Puede discutirlo con mi abuelo. Ya sabe dónde encontrarlo.
Ella salió del despacho haciendo un gesto de fastidio y Tom abrió el informe de Claudia Moore.
Lo Primero que encontró fue una Copia de su fotografía de Carné Incluso en una foto tan mala estaba guapa, pero la fotografía no mostraba su personalidad, su ingenio, su talento para ponerlo nervios su increíble desdén al tratar con quien sería su jefe.
¿Qué hacía una mujer tan inteligente trabajando como paje de Santa Claus? Por su Currículum podría haber buscado un puesto en la oficina. ¿Por qué trabajar en el escalafón más bajo?
Tom sacó el horario y vio que empezaba a trabajar a las doce. Quizá pasaría un momento por la segunda planta pasa comprobar cómo iban las visitas Santa Claus. No solía ir por allí, pero aquel día había algo mucho más interesante que un montón de críos pidiendo juguetes: Claudia Moore, el nuevo y fascinante paje del hombre de la barba blanca.
– Tengo que ponerme esto?
Claudia se miró al espejo con cara de horror. El traje, que debía de haber sido confeccionado treinta años antes porque apestaba a naftalina, era una especie de casaca de lana roja con lunares verdes. Y Unos leotardos del mismo color.
– Precioso, ¿ verdad?
Claudia se volvió pasa mirar a su supervisora, la señorita Eunjce Perkins.
La idea de trabajar como paje de Santa Claus era humillante, pero tener que llevar aquel disfraz sería una tortura.
– Tiene que haber otra cosa que pueda ponerme. Algo de algodón… o de poliéster incluso.
La señorita Perkins tomó un gorrito puntiagudo y se lo puso en la cabeza. Genial. Parecía recién salida de una película de Navidad con Robin Hood corno protagonista.
– Theodore Dalton diseñó este traje en 1949. Fue después de la guerra, cuando todos los soldados volvían a casa-explicó Eunice, mostrándole unos botines de fieltro con la punta hacia arriba y adornados con cascabeles-. Aquí están sus botines, querida. Y la etiqueta con su nombre… se llamará Twinkie. También están Winkie, Dinkie y Blinkie.
– Twinkie? Cómo los bollos de crema?
– Es por los niños. Visitar a Santa Claus debe ser algo mágico para ellos-dijo Eunice.
– Pero yo no tendré que encargarme de los niños, ¿verdad? No se me dan muy bien. En serio, preferiría limpiar la casita de Santa Claus, quizá patrullar por la planta, hacer recados…
– Se encargará de dejar pasar a los niños de uno en uno. Mientras tanto, debe entretenerlos, contar chistes, historias de Navidad… ya sabe, para animarlos. No queremos a ningún niño llorando sobre las rodillas de Santa Claus.
– Hablando de Santa Claus… ¿qué sabe de él?-preguntó Claudia.
– Lo mismo que todo el mundo. Vive en el Polo Norte con la señora Claus y sus pajes. Tiene un trineo y ocho renos que tiran de él. Es un anciano encantador…
– No, no, no. Me refiero al hombre que se pasar por Santa Claus ¿Quién es?
– El Santa Claus de los almacenes Dalton es el auténtico Santa Claus-contestó Eunice Perkins-Y no deje que nadie la convenza de lo contrario.Venga, abróchese los botines y vamos a trabajar. Le presentaré a sus colegas.
Claudia no sabía si rascarse el cuello, porque le picaba la chaqueta o llorar por el estado en que se encontraba su carrera periodística. Reducida a pasearse por los almacenes con aquel disfraz, reducida da a ser llamada «Twínkie» por niños insoportables. Furiosa, se levantó la chaqueta de un tirón para rascarse la barriga.
– Señorita Moore?
Claudia se dio la vuelta al oír aquella voz familiar. Pero no se molestó en tapar su barriga, a pesar de que Thomas Dalton estaba mirándola. Por qué iba a sentir vergüenza? Ella hacía abdominales todos los días. Y qué mejor manera de ponerlo nervioso que permitirle ver su estómago plano?
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