– Esperar y ver. Ambos hemos dicho que lo pensaríamos.
Pero incluso a los ojos de Lisa la respuesta parecía impropia, y percibió que la frustración de Sam se agravaba.
– ¿Esperar? -rezongó, y la cólera surgió de nuevo a la superficie, mientras él preguntaba con voz dura:
– ¿Cuánto tiempo?
Sus dedos se cerraron con fuerza alrededor de los de Lisa.
– Sam, déjame entrar.
Él pareció reflexionar un momento, como si calculara el efecto de la pregunta antes de formularla.
– ¿Puedo entrar contigo?
Ella le soltó enseguida la mano.
– No, Sam, esta noche no.
– ¿Por qué? -Él se enderezó en el asiento, y pareció que su cuerpo se endurecía al mismo tiempo que se inclinaba hacia ella.
– Yo… -Pero no atinaba a explicarlo. Solo sabía que el asunto guardaba relación con la visita de sus hijos al día siguiente, y con el sentimiento de su propia incapacidad. Pero antes de que pudiera hallar una respuesta, la voz de Sam resonó muy fría en el tenso espacio que los separaba.
– Está bien, ven aquí. -y antes de que ella pudiera adivinar sus intenciones, tendió las manos hacia Lisa, en un gesto insolente que antes nunca había usado con ella y la acercó al asiento, hasta que ella apoyó el cuerpo contra el pecho de Sam. Comenzó a besarla con una desagradable falta de sensibilidad.
– Sam… ¡no! -Ella se debatió, rechazándolo instintivamente, pero él la sostuvo por las muñecas, y manifestó una temible fuerza en la expresión de su cólera. Mientras, los dos se miraron medio inclinados sobre el asiento del coche. Los dedos de Sam se hundieron en la piel suave de Lisa, allí donde se manifestaba con más fuerza el pulso. Las lágrimas temblaron en los párpados de la joven, y el miedo pareció subirle por la garganta.
– ¿Por qué te resistes? Deseo que me des una buena despedida. Eso es todo.
– Sam… -Pero antes de que por sus labios tensos brotaran más palabras, ella se vio arrojada contra su pecho duro, y su mano derecha quedó atrapada entre los cuerpos, de modo que ya no pudo utilizarla. Y entretanto, la voz de Sam le lastimaba el oído.
– Acabo de decirte que creo que te amo, y tú me has confirmado lo mismo. En vista de eso, creo que merezco una despedida apropiada. -Ella intentó rechazarlo con la mano libre, pero él la controló sin mayor dificultad, mientras abría brutalmente el cierre de sus pantalones y deslizaba su mano bajo la tela.
– Sam… ¿por qué… por qué haces… esto? -sollozó.
Pero él se mostró implacable.
– ¿Por qué? -Su mano invadió la parte del cuerpo femenino que él nunca había tocado si no era con la mayor ternura, pero su voz convirtió el acto en una burla-. Para esto me tienes, ¿no es verdad? Eso es lo que quieres de mí, ¿no es cierto?
La manoseó con habilidad consumada, mientras un inenarrable sentimiento de pérdida se manifestaba en Lisa. Ahora, ella sollozaba sin ruido, y, en algún lugar de su mente, surgía el pensamiento de que ella misma había provocado esa reacción. La confesión del amor realizada por Sam había equivalido a una invitación para que Lisa confiara en él, y, sin embargo, ella se había negado de nuevo. Las lágrimas descendían por su cara cuando ella por fin renunció a la lucha y yació pasivamente sobre el cuerpo duro y excitado de Sam, y le permitió hacer lo que se le antojara.
Con la misma rapidez con que se había manifestado, el espíritu de lucha se disipó en él. Su mano cayó inerte mientras su pecho todavía jadeaba a causa de la emoción. El corazón de Sam latía a través de la delgada tela de la blusa de Lisa, y él respiraba compulsivamente. Al oír aquel sonido, ella también contuvo las lágrimas que le anudaban la garganta. Poco a poco los dedos de Sam se retiraron para descansar sobre la piel suave y tibia de su vientre. Ninguno de los dos habló.
En esos momentos, mientras yacía sobre él, sintiendo su respiración torturada sobre su cuello, Lisa vio la muerte de aquel amor que podía haber sido. Contuvo los sollozos que luchaban por salir a causa de la destrucción de algo que los dos habían construido lenta y cuidadosamente, algo que había encerrado una promesa tan luminosa poco tiempo atrás.
Y por Dios, ¡cómo dolía! Él había atacado uno de los puntos más vulnerables de Lisa, y lo había usado en contra de ella, muy consciente de que su actitud la humillaría. Lisa deseaba poder retroceder diez minutos y comenzar a vivirlos de nuevo. Pero a lo sumo, podía apoyar la muñeca sobre los ojos, mientras los músculos de la garganta se sacudían espasmódicamente. Entretanto, yacía sobre Sam como una flor cortada, mustia por culpa del mismo sol que otrora le había infundido vida.
Lisa abrió los ojos y miró sin ver los hilos de lluvia que descendían por el parabrisas. Los chispazos intermitentes del relámpago habían convertido el verde en un color fantasmagórico. Durante un minuto se sintió desorientada y como dividida.
Después, encontró la fuerza necesaria para reaccionar y enderezar el cuerpo, muy lentamente, apoyándose en los muslos de Sam y pasando los dedos temblorosos a través de sus propios cabellos en desorden, pero todavía incapaz de encontrar la fuerza necesaria para separarse por completo de él.
– Cheroqui…
– ¡No! -La palabra que él había comenzado a pronunciar quedó cortada por el endurecimiento de los hombros de Lisa y la contundente negativa. Ella había movido una mano en un gesto de advertencia, pero todavía continuaba apoyada sobre él, todavía le daba la espalda. Siguió un silencio mortal, interrumpido solo por el tamborileo de la lluvia en el techo del vehículo y el estallido del trueno.
Después, un músculo tras otro, ella desplazó su cuerpo fatigado hacia el lado más extremo del asiento, y separó sus piernas de las piernas de Sam. Del mismo modo intencional, él se enderezó detrás del volante, colgó las manos sobre él y miró al frente durante varios segundos, antes de descender muy despacio la frente sobre los nudillos.
Ella se acomodó la blusa, cerró y abotonó los pantalones, y se inclinó para calzarse, todo con los movimientos rígidos de una autómata. Pero cuando extendió la mano para recoger su bolso y después para abrir la puerta, Sam alzó la cabeza y apoyó una mano sobre el brazo de la joven, para detenerla.
– Cheroqui, discúlpame. Hablemos de esto.
– No me toques -dijo ella con voz neutra-. Y no me llames cheroqui.
Sam retiró la mano, pero su voz tenía cierto acento persuasivo.
– Esto sucedió porque no quieres confiar en mí. Si ahora te vas y rehúsas obstinadamente…
La puerta del automóvil interrumpió el ruego de Sam. Ella descendió a los torrentes de lluvia y cerró el coche con un fuerte golpe. Una especie de río de agua corría a lo largo de las alcantarillas, pero ella apenas lo sintió cuando su pie, protegido por la media de nailon, chapoteó. Después, avanzó casi a ciegas hacia la puerta. Detrás de Lisa se oyó el ruido del motor, y el automóvil se alejó a velocidad vertiginosa, y las luces traseras aparecieron sobre el pavimento a lo largo de la calle. Al llegar a la esquina, él se limitó a aminorar la marcha. Después reanudó la carrera con un segundo chasquido de los neumáticos y un movimiento pendular de las luces de posición, que al fin se perdieron a lo lejos.
La noche que siguió fue una de las peores en la vida de Lisa. Estaba destrozada por la riña entre ella y Sam, pero al mismo tiempo sabía que debía reaccionar para recibir a sus hijos. Condenaba a Sam Brown porque había provocado ese torbellino emocional en su vida en un momento en que ya soportaba un exceso de contratiempos. El recuerdo de que vería a sus hijos le provocó de nuevo una sensación agridulce en su corazón, algo que era mitad alegría mitad dolor.
Al día siguiente, mientras se arrodillaba para saludarlos, tenía la conciencia de que aquella visita en cierto modo estaba condenada desde el principio.
Jed y Matthew habían crecido mucho desde la última vez que los había visto. Con sus seis y ocho años, ahora se oponían a los abrazos de bienvenida de la madre. Diciéndose que no debía sentirse despreciada, ella retrocedió y comprendió que seguramente les parecía extraño que ella necesitara unos minutos para reaccionar. De todos modos, les encantó la nueva casa, y ocuparon sus camas con gestos de alegría y exclamaciones de sorpresa. Cayeron sobre Ewing, y parecía que lo habían extrañado más que a su madre, que contemplaba la escena con cierto vacío dolorido, recordando que ella y Joel habían decidido adoptar el gato en un momento de graves problemas de convivencia, y pensaron que el animalito sería bueno para sus hijos.
Los niños explicaron a su madre que papá los trataba muy bien, y que Tisha, la nueva esposa, era en verdad buena. Tisha cocinaba la mejor lasaña del mundo. No, contestó Lisa a su hijo menor, cuando preguntó, ella no tenía mucha práctica con la lasaña. ¿No prefería un plato de espagueti? Pero al parecer Matthew ya no adoraba los espagueti tanto como antaño.
Lanzaron gritos de alegría cuando ella sugirió la posibilidad de llevarlos a ver un partido de fútbol, el segundo día que estuvieron en la casa. Pero no conocían los nombres de los jugadores de Kansas City, y, antes de que pasara mucho tiempo, ya estaban moviéndose inquietos en los asientos. A veces se mostraron desordenados, y se burlaban uno del otro o peleaban durante el juego; y sus brincos y gritos atraían las miradas desfavorables de las personas que estaban en los asientos más cercanos. Se retiraron del estadio después del tercer tiempo. En el camino de regreso a casa, Lisa supo que el fútbol era ahora el juego favorito de los dos hermanos. Papá estaba entrenando al equipo, y Tisha asistía a todos los encuentros.
El lunes Lisa los conquistó llevándolos de paseo al parque de atracciones. Viajaron en el Orient Express y en la montaña rusa, hasta que a Lisa le dolieron los pies de tanto esperarlos. Pero, después de cada viaje, ella compartía el placer de sus hijos y escarbaba de nuevo en su cartera empobrecida para pagar las golosinas que los niños reclamaban. Olvidó llevar la loción bronceadora, de modo que al final del día los dos chicos estaban quemados por el sol y aquella noche fueron a acostarse irritados e incómodos.
Ya en su cama, pensó en Sam y en el día que los dos habían ido al parque de atracciones; pero aquella ocasión había sido tan grata, que ahora ella la recordaba con un sentimiento agridulce. En definitiva, se echó a llorar desconsolada. Lo extrañaba terriblemente, incluso ahora que lo odiaba por el dolor que le había provocado. Contempló la posibilidad de llamarlo, pero su equilibrio emocional ya era muy dudoso por la necesidad de atender de nuevo a sus dos hijos.
Los chicos casi ya no parecían sus hijos, y ella se sentía cada vez menos eficaz. Nada de lo que hacía parecía apropiado de acuerdo a las necesidades de los dos pequeños, y en cambio todo lo que Tisha hacía era perfecto. Se prometió que al día siguiente no cometería errores.
Ese día los llevó al zoológico Swope, que ocupaba una extensión de treinta hectáreas, con sus seiscientos animales. Pero el año anterior, los niños habían estado en los Busch Gardens de Florida y habían participado en el Safari Africano, que incluía la presencia de elefantes. El zoológico Swope pareció a los ojos de sus hijos un parque de segunda clase.
Todas las noches, cuando estaban durmiendo en sus camas gemelas, Lisa se acercaba a la puerta del dormitorio y observaba las cabezas oscuras sobre las almohadas de color claro, y las lágrimas formaban un nudo en su garganta. En esos momentos, olvidaba los días desastrosos. Se sentía desesperadamente feliz de tenerlos allí. Los dos niños dormidos de nuevo eran suyos, carne de su carne, seres que ella había creado. Los amaba con terrible intensidad, pero al mismo tiempo sabía, con una dolorosa certidumbre, que el amor de la madrastra era mucho más influyente que todo el que ella podía prodigar. Pronto se convertiría para ellos en una mera sombra. Quizá ya estaba en esa situación.
Matthew tuvo una pesadilla la siguiente noche y despertó llorando. Lisa se sentó sobre el borde de la cama, mientras el dorso de las manos bronceadas de su hijo se manchaba con las lágrimas que le corrían por las mejillas.
– ¿Dónde está mami? -dijo Matthew sollozando.
– Aquí estoy, querido -contestó ella tratando de tranquilizarlo. Pero desorientado, y acostumbrado a las seguridades de su vida en la otra casa, Matthew gritó:
– No, quiero a mami.
El viernes Jed y Matthew estaban haciendo comentarios acerca de sus amigos en la otra casa, y trazando planes acerca de lo que harían cuando regresaran.
El sábado mostraron el dinero que «mami» les había dado para que compraran un regalo para el padre. Lisa los llevó a la gran tienda Halls, en el Crown Center, donde había artículos desconocidos de otros lugares del mundo. Compraron para el padre una barra de jabón que tenía la forma de un micrófono, de manera que pudiese cantar bajo la ducha.
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