El domingo, Lisa vistió a cada uno con el traje nuevo que les había comprado, y esperó ansiosa que el padre viniera a buscarlos. Se preguntó cuál sería su reacción frente a Joel y experimentó una punzada en el estómago cuando sonó el timbre de la puerta de la calle. Los niños se lanzaron a abrir. Hablaron con él acerca de las cosas interesantes que habían hecho durante la semana. Y poco después fueron con los brazos extendidos a abrazar a Tisha, que esperaba en el coche.

Joel tenía un aspecto saludable y complacido, y observó cómo los niños cruzaban corriendo el jardín, antes de girarse hacia Lisa. Ella lo observó con inmenso alivio, y comprobó que ese hombre ya no representaba una amenaza para sus sentimientos. En determinado punto había cesado de amarlo, y ahora podía estar frente a él sintiéndose cómoda con la situación.

– ¿Cómo estás, Lisa?

– Oh, muy bien. Las cosas marchan bien con mi nuevo empleo, y ahora tengo la casa, y… -Su mirada se volvió hacia los niños, y después retornó a la cara de Joel-. Tú y Tisha estáis haciendo un trabajo maravilloso con ellos.

– Gracias. -Él permaneció sereno frente a Lisa-. Esperamos otro hijo en febrero.

– Bien, ¡felicidades! -Lisa sonrió-. Yo… bien, transmite mis felicitaciones a Tisha.

– Eso haré. -Joel insinuó un movimiento para alejarse, y por primera vez pareció un poco incómodo-. Bien, creo que los niños volverán a verte en Navidad.

– Sí. -La palabra le sonó muy distante.

– Niños -llamó Joel-, venid a despediros de vuestra mamá.

Regresaron corriendo, dieron a Lisa el beso requerido, y después se olvidaron de todo y regresaron al coche con la mayor rapidez posible.

Cuando se marcharon, Lisa recorrió la casa como un alma en pena, abrazando su propio cuerpo. La cocina olía a golosinas; encontró una disolviéndose en el fregadero. Uno de los niños la había arrojado allí cuando les dijo que llegaba su padre. Recogió los restos pegajosos y los arrojó al cubo de la basura; después, echó agua para enjuagar el fregadero. Pero la mancha sonrosada persistió. La contempló largo rato, hasta que se disolvió del todo. Una lágrima descendió por su mejilla y cayó al lado de la porcelana de color almendra. Un momento después apoyó un codo sobre el reborde y sollozó desesperada. El sonido de su propio llanto hizo que gimiera con más intensidad todavía, y los ecos de su queja resonaron en la habitación vacía. Mis hijitos. Se agarró el estómago y permitió que el sufrimiento la abrumara, apoyando la cara en su antebrazo hasta que este se puso resbaladizo. Sus sollozos se convirtieron en una queja tan prolongada que Lisa se quedó sin aliento; y ahora sintió que se le aflojaban las rodillas. Se acercó a la mesa de la cocina y se desplomó en una silla, dejando caer la cabeza sobre los brazos y llorando hasta que pensó que ya no podían salir más lágrimas de sus ojos: Ewing apareció, frotó su cuerpo contra la pierna de Lisa y ronroneó, lo que aumentó su sufrimiento. Necesitaba un pañuelo, pero no tenía en la cocina, de modo que subió a la primera planta, se sonó la nariz y se secó los ojos. Sosteniendo un puñado de pañuelos arrugados contra la nariz y la boca, se apoyó en el marco de la puerta del dormitorio, y sintió que se reanudaba su pesar al ver las camas gemelas y los estandartes en la pared, encima de las camas. Su cabeza se apoyó fatigada en el marco de la puerta, y siguió llorando hasta que le dolieron la garganta y el pecho. Te quiero, Jed. Te quiero, Matthew, susurró. Su dolor parecía ser eterno. Los sollozos convulsivos continuaron hasta que sintió que la cabeza le estallaba, y se arrastró hasta el cuarto de baño en busca de dos aspirinas. Pero al ver su cara descompuesta en el espejo, más lágrimas afloraron a los párpados hinchados, y pensó que si no escuchaba pronto el sonido de otra voz humana, en verdad moriría.

Entró vacilante en la cocina, y marcó el número buscando ayuda en la única persona que podía reconfortarla. Cuando oyó la voz de Sam, trató de calmar su propia voz, pero perdió el control de sus nervios y comenzó a hipar en medio de las palabras.

– ¿Sam…?

Un momento de silencio, y después la voz preocupada.

– Lisa, ¿eres tú?

– Sam… -No podía decir otra cosa.

– Lisa, ¿qué sucede? -Pareció que el pánico lo dominaba.

– Oh, Sam… yo… te necesito… tanto. -Un enorme sollozo brotó de su garganta mientras aferraba el auricular con las dos manos.

– Lisa, ¿estás enferma?

– No… no… enferma no… yo… me duele mucho. Por favor… ven aquí…

– ¿ Dónde estás?

– En casa -respondió ella con voz ahogada.

– Ya voy.

Cuando se cortó la comunicación, el brazo de Lisa descendió hacia el suelo, y el auricular se balanceó, colgado de los dedos inertes, mientras ella rogaba:

– Por favor… date prisa.

Estaba sentada frente a la mesa de la cocina diez minutos después, cuando Sam Brown irrumpió a través de la puerta del frente. Se detuvo en mitad del vestíbulo, el pecho agitado.

– ¿ Lisa? -La vio cuando ella se levantó de la silla. Se encontraron en el centro del vestíbulo. Ella se arrojó sobre Sam, sollozando de un modo humillante y aferrándose al cuerpo sólido del hombre, mientras él intentaba abrazarla.

– Sam… oh, Sam… abrázame.

Él la estrechó en un gesto protector.

– Lisa, ¿qué sucede? ¿Estás enferma?

El cuerpo de Lisa temblaba tanto que era imposible que pudiera responder. Él cerró los ojos y apretó una mejilla contra los cabellos en desorden de Lisa, mientras las lágrimas cálidas caían sobre la camisa y el cuello. El cuerpo torturado de Lisa estaba sacudido por estremecimientos, y él la abrazó con fuerza, con la esperanza de que se calmara.

– Sam… Sam… -sollozaba Lisa desesperada, incansablemente.

Nunca un cuerpo le había parecido tan grato. Su pecho sólido y los brazos eran un terreno conocido. El aroma y la textura de la piel de Sam la reconfortaban. Por su parte, él se mantenía firme como una roca, las piernas abiertas y el cuerpo largo protegiendo a Lisa. Estaban olvidadas las ofensas que cada uno había infligido al otro. Y también el dolor de la separación. Las barreras cayeron mientras ella buscaba la fuerza de Sam y él la concedía de buena gana.

– Estoy aquí -le aseguró Sam, abarcando todo el ancho de la cabeza de Lisa con una mano grande, y apretando contra su cuerpo el cuerpo femenino-. Dime.

– Mis niños… mis pequeños. -Dijo ella, ahogándose, y las sencillas palabras fueron el comienzo de la confesión, mientras él escuchaba inmutable, como el cimiento sólido de la vida de Lisa.

– ¿ Estuvieron aquí?

Ella solo asintió.

– ¿Y ahora se han ido?

De nuevo ella asintió y él le acarició los cabellos. Lisa retrocedió unos centímetros.

– ¿Cuánto tiempo hace que lo sabes?

Las manos de Sam le apretaron la cabeza, mientras sus pulgares enjugaban las lágrimas que aliviaban el dolor de Lisa.

– Casi desde el principio.

Ella lo miró a través de una confusa bruma, mientras el corazón se le inflamó de amor por ese hombre.

– Oh, Sam, yo temía tanto… decírtelo. -Hundió la cabeza en el hombro de Sam.

– ¿Por qué? -Sam habló con voz espesa, y ella percibió en la pregunta los restos del dolor que le había provocado, y se prometió que lo compensaría-. ¿No podías confiar en mí?

Las lágrimas comenzaron a brotar de nuevo, mientras Lisa se aferraba a él.

– Temía tanto… lo que pudieras pensar de mí.

Los sollozos le sacudieron los hombros, a pesar de que se sentía tremendamente aliviada porque él conocía la situación.

– Vamos, no llores. Ven aquí. -La apartó con suavidad, y le pasó un brazo sobre los hombros, tratando de obligarla a caminar hacia la escalera. Se sentó en el tercer peldaño con Lisa y la encerró entre sus rodillas en el peldaño inferior. Después, atrajo hacia él la espalda de la joven. Su ancho antebrazo cruzó su pecho y la abrazó con fuerza, mientras le apretaba el brazo y apoyaba su barbilla sobre su cabellera-. Ahora, cuéntamelo todo.

– Quise decírtelo la… la última vez que estuvimos juntos. Lo deseaba mucho, pero… no sabía lo que pensarías de… una madre a quien el juez le había quitado los hijos.

Los labios de Sam depositaron un beso sobre la cabeza de Lisa.

– Querida, vi las camas el primer día que entré en esta casa. Desde entonces estuve esperando que me explicaras la situación.

– De modo que lo supiste. Oh, Sam, ¿por qué no me lo preguntaste?

– Lo hice una vez, pero tú me llevaste a creer que habían fallecido, y yo llegué a la conclusión de que tú temías explicar las cosas. Y la última noche que estuvimos juntos, yo… Dios mío, cheroqui, lamento tanto lo que hice. Pero casi me destruyó ver que no podías confiar en mí y no me lo contabas. Pasé una semana dolorosa, pensando en lo mucho que te había lastimado, y preguntándome si mis sospechas acerca de tus hijos eran ciertas. A veces, descubría que yo mismo me preguntaba si todavía te sentías unida a tu ex marido, y me decía que, si ese era el caso, yo me encontraba exactamente en la situación que merecía. El brazo de Sam presionó con más fuerza el pecho de Lisa.

– No, no es eso. Él volvió a casarse, y ya están esperando otro hijo.

– ¿Y tú lo has visto esta semana?

– Sí, ha venido a buscar a los chicos poco antes de que yo te llamara.

– ¿De modo que viven con él?

Las preguntas de Sam indujeron a Lisa a hablar de los niños, y ella se maravilló al contar con un hombre que comprendía tan a fondo sus necesidades. La mano cálida de Sam le acarició el brazo desnudo, y, cuando habló, lo hizo con voz muy suave y serena.

– ¿Cómo se llaman?

Ella le rozó el antebrazo, y sintió el aliento tibio sobre su cabeza.

– Jed y Matthew. -Solo pronunciar esos nombres hizo que se le oprimiera el corázón. Permaneció sentada en silencio largo rato, recordando las camas vacías del primer piso. Pero apoyó la cabeza sobre el pecho de Sam, y élla animó a continuar: -Oh, Sam, no sé si jamás superaré la pérdida de mis dos hijos. Ese día en el tribunal fue como… el día del juicio, y desde entonces siento que vivo en un infierno. Fue algo totalmente inesperado. Mi abogado se sorprendió tanto como yo cuando el juez declaró que otorgaba a Joel la custodia de los niños. Pero Joel tenía un abogado muy influyente, y le podía pagar los suficientes honorarios. Yo contaba con un hombre menos experimentado, al que además tenía dificultad para pagar. Ni por un instante había imaginado que perdería el juicio. Mi abogado me dijo que había algo denominado el «concepto de la edad infantil», lo que en esencia significaba que los niños pequeños necesitan a su madre. Los chicos en aquel momento, solo tenían tres y cinco años. Pero el juez dijo que el tribunal consideraba en interés de los niños, que debían contar con un sólido modelo de conducta masculina. -Lisa se apartó del cuerpo de Sam, cruzó los brazos sobre las rodillas y apoyó en ellos la cabeza-. Por Dios, el modelo de conducta masculina. Yo ni siquiera sabía lo que significaba eso.

Sam examinó la espalda de Lisa, extendió la mano para apretarle el hombro, y de nuevo la sostuvo con firmeza entre sus piernas.

– Continúa -ordenó en voz baja, deslizando el brazo sobre la clavícula de Lisa.

Ella cerró los ojos y tragó saliva, y después continuó con voz tensa.

– El abogado de Joel trajo a colación el tema de la economía, y el mío lo refutó, pero según parece el nivel económico influye sobre el bienestar emocional de los niños. Yo no tenía medios de vida, ni carrera ni perspectivas. Había sido una esposa dedicada ala crianza de sus hijos. ¿Cómo podía tener dinero?

Un estremecimiento le recorrió el cuerpo. Tragó saliva y abrió los ojos. Las lágrimas descendieron por sus mejillas, y sintió un nudo en la garganta.

– Oh, Sam… ¿tienes idea de lo que… significa que a una mujer le quiten a sus hijos? ¿Tienes idea de la sensación de fracaso que experimentas en una situación así?

Una lágrima cálida cayó sobre el brazo de Sam. Él le apretó los hombros y el pecho, con un gesto enérgico destinado a reconfortarla, y apoyó la mejilla contra el cabello de Lisa.

– No eres un fracaso -murmuró con voz ronca-. A mi juicio, no lo eres… porque yo te amo.

¿Cuántas veces en el curso de esa semana ella había deseado escuchar esas palabras? De todos modos, en ese momento sintió que los términos en que hablaba Sam le llegaban al alma, precisamente porque ella lo amaba deseaba ofrecerle la imagen misma de la perfección. Pero no era así… no, de ningún modo era así, de manera que continuó inculpándose.

– Esta semana he comprendido que soy inepta como madre. Es probable que los tribunales hayan tenido razón al quitarme a los niños. Esa mujer ha hecho mejor trabajo que el que yo habría podido realizar… todo… me salió mal. Se quemaron a causa del sol, y yo…