Septiembre llegó a su final, y el primer atisbo del otoño se manifestó en la atmósfera. Un día Sam llamó a Lisa a su despacho. De nuevo se mostró tan cordial como siempre y le dijo que como ya llevaba dos meses en la empresa, le concedía un aumento porque estaba muy complacido con su trabajo. Aunque era nada más que un reducido incremento del sueldo, dijo Sam, le asignaba el valor de un voto de confianza. Después la acompañó hasta la puerta abierta, donde permanecieron un minuto a la vista de todos los dibujantes. Ella estaba tan familiarizada con el olor que desprendía Sam, que sintió que se le hacía la boca agua. La visión de las mangas de camisa subidas hasta el codo, mostrando los antebrazos bronceados por el sol estival, y el modo conocido en que deslizaba una mano en el bolsillo del pantalón mientras conversaban, le provocaron escalofríos que llegaron hasta los niveles inferiores del vientre de Lisa.

Sam se apoyó en el marco de la puerta y cruzó los brazos sobre el pecho, mientras comentaba cierto aspecto de la obra que estaban realizando a orillas del río Little Blue, que en ese momento se encontraba en pleno desarrollo. Por aquel entonces las manzanas del huerto estarían maduras, ya no habría mosquitos, y los mirlos y las torcazas seguramente estarían volando hacia el sur. «Oh, Sam, Sam, no he cesado de amarte.» Él continuó comentando el trabajo como si entre ellos jamás hubiera sucedido nada. «Sam… Su Señoría… Quiero tocarte, refugiarme en tu pecho, y volver a ser parte de tu vida.» Había llegado el momento de adoptar algunas decisiones importantes acerca del equipo, decía Sam, mientras del cuerpo de Lisa se desprendía un torrente de necesidades físicas y emocionales de las que él era el objetivo. ¿Acaso puedes comportarte como si nada hubiera sucedido, cuando todos los rincones de mi cuerpo están afectados por tu cercanía?

– De modo que Raquel se ocupará de las reservas en la línea aérea. Me propongo pasar la noche fuera -decía Sam.

– Yo… ¿qué? -balbuceó Lisa.

– Me propongo pasar la noche fuera -repitió Sam-. Me parece imposible que vayamos en avión a Denver, participemos en el remate de equipos, y regresemos el mismo día. Sobre todo si en definitiva compramos algo. Entonces habrá que hacer gestiones financieras y encontrar un lugar para depositar la mercancía.

Ella sintió las palabras de Sam como un golpe en el estómago. Estaba trazando planes que contemplaban la visita de los dos a la subasta de equipos pesados en Denver, con los mismos miramientos con que hubiera podido programar un viaje parecido para Frank o Ron, o para cualquiera de los otros empleados. Dios, ¿acaso suponía que ella realizaría diligencias nocturnas con él, y soportaría el que la relación fuera platónica? ¿De qué creía que estaba hecha? ¿Quizá de PVC, como los caños que usaban en las obras? Su falta de sensibilidad la irritó… y la perspectiva de estar sola con él la dejó debilitada y temblorosa.

Salieron en avión de Kansas City un luminoso día de mediados de octubre, y, mientras el vuelo se dirigía hacia el Oeste, dejando atrás las instalaciones del Aeropuerto Internacional de Kansas City, Lisa tuvo la sensación de que todo aquello era un déja vu, porque estaban regresando al mismo lugar donde se habían conocido.

Desde el inicio del vuelo, Sam se había recostado en el asiento y dormía. Se despertó el tiempo suficiente para rechazar el desayuno, de modo que Lisa comió sola, siempre atenta a la respiración lenta y profunda que percibía cerca de su hombro; la respiración que le recordaba las mañanas en que ella había despertado escuchando esa misma respiración en el lado opuesto de la cama. Él todavía dormía pacíficamente, cuando la orden de ajustarse los cinturones para el aterrizaje apareció en el tablero. Lisa examinó los ojos cerrados de Sam, las pestañas largas y oscuras que le acariciaban las mejillas, sus labios, los miembros en actitud de reposo, y ahora sintió en su fuero interno una renovada sensación de deseo. Vacilante,.le tocó el brazo, que yacía sobre el asiento, entre los dos.

– ¿Sam?

Los ojos de Sam se abrieron de repente y se clavaron en los de Lisa. Hubo un momento de desorientación, un regreso dulce e intenso a los tiempos en que despertaban juntos, cuando una sonrisa sensual que era como un saludo comenzó a entreabrir los labios, antes de comprender en dónde estaba, para reprimir de inmediato una reacción cálida.

– Aterrizaremos en un momento -dijo Lisa, desviando la mirada cuando él unió las manos, endureció los brazos y se estiró; todas las reacciones que ella le conocía de episodios anteriores.

– Dios mío, dormí como un muerto -dijo Sam, mientras con la mano buscaba el cinturón de seguridad.

Ella sintió deseos de decir: siempre te sucede lo mismo. Los codos de ambos se rozaron al comenzar a ajustarse los cinturones, y Lisa se preguntó cómo podría sobrevivir a esa tortura durante dos días.

En el Aeropuerto Internacional de Stapleton permanecieron uno al lado del otro, observando el movimiento del equipaje, y los dos tratando de apoderarse de la primera maleta conocida apenas terminó su recorrido. Lisa retrocedió, permitiendo que Sam la recuperara y verificara la etiqueta.

– Esta es tuya -afirmó Sam, y la depositó a los pies de Lisa, sin más comentarios. Un momento después llegó la maleta de Sam y los dos fueron a alquilar un automóvil.

Sam depositó las dos maletas idénticas en el maletero del automóvil, abrió la puerta correspondiente al copiloto y esperó mientras Lisa subía. ¿Cuántas veces había hecho lo mismo cuando eran amantes? Sin embargo, ahora existía solo la cortesía impersonal que él manifestaba como algo sobrentendida hacia todas las mujeres. Cuando Sam se instaló detrás del volante, Lisa se sintió desbordada por sus movimientos que ella había visto tantas veces, por su perfume, por las manos descansando sobre el volante.

La subasta debía realizarse en la feria del condado Adams, en Henderson. Cuando llegaron, Lisa se sintió muy complacida ante la posibilidad de abandonar el estrecho espacio del automóvil, que le traía a la memoria inexorables e inquietantes evocaciones. Pero la jornada resultó tan agobiante como el viaje, pues el tiempo resultó ser demasiado agradable; de hecho, el tipo de clima que encanta a los enamorados. El cielo de Colorado era de un intenso azul sin nubes, y no había ni una pizca de la acostumbrada bruma de Denver que echara a perder aquel color tan puro.

Los famosos álamos del estado estaban también en su mejor momento y sus hojas resplandecían como monedas de oro bajo un sol intenso. Al acompañar a Sam para inspeccionar las máquinas y discutir las necesidades de la compañía en los inminentes trabajos de primavera, Lisa se vio en dificultades para concentrar la atención en los nuevos proyectos. En repetidas ocasiones percibió que estaba pensando en el hombre que tenía al lado… en la textura de su piel bañada por el sol dorado de las montañas, en las sombras de sus omoplatos bajo la camisa que delineaba la forma tan conocida de su pecho y de sus brazos; en el brillo de sus cabellos oscuros que ella había descubierto por primera vez en un cepillo dentro de una maleta en aquella habitación de hotel, que no estaba lejos del lugar donde ahora se encontraban.

Incapaz de concentrarse en el trabajo, Lisa siguió observando a Sam. Se recreó en el perfil de los músculos de las piernas, enfundadas en los pantalones, esos músculos en los que ella había reparado por primera vez en la puerta principal de su casa, aquella mañana estival que había cambiado para siempre su vida. También recordó la voz de Sam, cuando le sugería muchas intimidades al oído y aliviaba su alma dolorida con expresiones reconfortantes, precisamente cuando más las necesitaba.

Estar sola con él, sin la compañía de otras personas, elevó su tensión emocional hasta tal punto que Lisa tuvo la sensación de que con un gesto involuntario de su brazo, podía cortar ese hilo imaginario ahora estirado al máximo.

Sam presentó ofertas por varias máquinas, y, en definitiva, compró dos. Luego concertó acuerdos acerca del pago y el traslado con el financiero que colaboraba con el rematador.

Cuando regresaron al coche alquilado era bastante tarde y las autopistas de Denver estaban atestadas. Lisa no tenía idea del lugar en que se alojarían, pero temía que Raquel de nuevo hubiera reservado habitaciones en el Cherry Creek. Pero vio aliviada que Sam dirigía el coche aun hotel distinto… un edificio alto cercano al aeropuerto. Se registraron juntos, pero tomaron dos habitaciones separadas. Sam presentó la tarjeta de crédito de su empresa sin manifestar el más mínimo atisbo de incomodidad. Entregó aLisa una de las llaves y juntos subieron en el ascensor hasta el noveno piso. El corredor alfombrado estaba silencioso, cuando los dos se acercaron a las puertas contiguas.

Lisa supuso que Sam le sugeriría que se encontraran para cenar; en cambio, abrió su puerta, echó una ojeada al interior y comentó:

– Hum… parece una habitación agradable. -Después, levantó su maleta y respondió a la pregunta que estaba en la mente de Lisa-: Nos veremos por la mañana.

Habría sido poco elegante e incluso imprudente señalar que ella se sentía sola y extrañaba la compañía de Sam, y que deseaba pasar la noche con él. En cambio, entró en su habitación solitaria y se apoyó desalentada en la puerta cerrada, los ojos fijos en la alfombra verde y a juego con el cubrecama sin ver ninguna de las dos cosas. Lo que tampoco vio fueron la cara, las manos y el cuerpo del hombre amado, del hombre que estaba separado de ella por una pared de yeso y por el obstáculo igualmente concreto de unas normas a las cuales ellos mismos se sometían. Saber que estaba allí, tan cerca y sin embargo inalcanzable, constituía una tortura. Mientras ella miraba la habitación solitaria, notó el escozor de las lágrimas. Sentía una fuerza que le apretaba el pecho. Se acercó a la ventana y contempló el horizonte de Denver…las grandes Torres Occidentales, la plaza, y a lo lejos las Torres Anaconda. El sol se ponía detrás de las montañas, que aparecían en primer plano como una sucesión de escalones, en una gama que iba desde el púrpura oscuro al lavanda claro, en tres capas diferentes, desde la tierra al cielo.

Se apartó de ese panorama desconcertante y cayó sobre la cama, tratando de contener las lágrimas. Sam, sabes que te amo. ¿Por qué me haces esto? Después de llorar se sintió mejor y fue a lavarse la cara; retocó el desastre de su maquillaje, y en definitiva bajó para cenar, pues era evidente que Sam no tenía intención de invitarla a compartir su mesa.

Mientras cenaba sola, la cólera comenzó a sustituir al sentimiento de ofensa. Su ego le dolía. «¡Maldito seas, Sam Brown, maldito seas! ¡Maldito seas! ¡Maldito seas!»

De regreso a su cuarto, dejó la llave sobre la cómoda y miró hostil a la pared; un minuto después le aplicó el oído, y le pareció que podía escuchar el sonido del televisor en la habitación de Sam, pero no estaba segura. Encendió su propio televisor, pero los programas no le interesaron en absoluto. Se arrojó sobre la cama, acomodando las almohadas bajo la espalda. Su cólera se había atenuado ahora, dejándola desesperada y con un ansia abrumadora que anulaba su sentido común.

A las nueve y cinco de la noche descolgó el teléfono y marcó el 914.

– ¿ Sí? -dijo la voz de Sam. -Cerró los ojos y apoyó la mano en el respaldo de la cama. El corazón le latía como un tambor, y sentía la lengua seca e hinchada.

– Esta es una llamada telefónica obscena de la habitación 912. ¿Quieres… por favor, venir y… y… -Pero le falló la voz mientras agarraba con fuerza el teléfono y tragaba saliva.

– ¿Y qué?

Por Dios, al parecer él no estaba dispuesto a ayudarla. Quería prolongar aquella farsa. Ella se tragó el orgullo, cerró los ojos y reconoció la verdad.

– Pensaba pedirte que me hicieras el amor, pero te necesito por muchas más razones que esa. Te extraño tanto que ya no encuentro nada bueno en mi propia vida.

Lisa tuvo la impresión de que él suspiraba fatigado, y lo imaginó, quizá apoyando la espalda en la pared del otro lado, a pocos centímetros de ella. La Tierra pareció realizar una vuelta completa antes de que él preguntara finalmente:

– Lisa, ¿ahora estás segura?

Las lágrimas brotaron de los ojos de Lisa.

– Oh, Sam, ¿qué estuviste tratando de hacerme estas últimas semanas?

– Te estuve ofreciendo la oportunidad de que te curaras.

En medio de su sufrimiento ella percibió un primer rayo de esperanza. Cerró los ojos, y comprendió que eso era también lo que ella había tratado de hacer.

– Sam, por favor… por favor, ven aquí.

– Está bien -dijo él en voz baja, y cortó la comunicación.

Un instante después se oyó un suave golpe en la puerta.

Cuando la abrió, Lisa retrocedió, enlazando sus propios dedos y apretándose el vientre con las manos. Se miraron durante un momento interminable, y él se mantuvo con el hombro apoyado en el marco de la puerta. Estaba vestido con calcetines negros, pantalones grises y una camisa celeste sostenida por un solo botón al nivel de la cintura. Los faldones colgaban fuera de los pantalones, sus cabellos en desorden también estaban alborotados.