– En cinco años, son inevitables.
– Pero, ¿todo esto?
Ahora, su voz había adquirido un matiz de dureza. Otra vez tendió la mano hacia ella y esta vez también lo eludió.
– Rye, fui a ver a Ezra Merrill.
Se alegró de que ese anuncio lo distrajese, y se contuviese de volver a tocarla.
– ¿Tú también? Ya son dos.
– ¿Dos?
Levantó la vista, perpleja.
– Parece que Dan fue a verlo ayer.
«Ayer -pensó Laura-. ¿Ayer?»
Ante su expresión consternada, Rye prosiguió:
– Esta mañana, cuando lo vi en la oficina, me lo dijo.
– Entonces, ¿ya lo sabes?
– Sí, lo sé. Pero también sé que la ley no puede decirme lo que debo sentir.
Laura se volvió para no enfrentarse a esa mirada decidida. Desde atrás, Rye vio que se llevaba la mano a la sien.
– Este es un asunto muy confuso, Rye.
– Al parecer, la ley tampoco puede decirte a ti lo que debes sentir.
La mujer giró sobre sí y lo miró.
– Yo no estoy hablando de sentimientos sino de legalidad. Soy su esposa, ¿no entiendes? ¡En este preciso momento, tú… no deberías estar aquí, siquiera!
Tenía la cabeza un tanto ladeada y la parte superior del cuerpo adelantada, en su fervor por hacerle comprender. Rye habló con calma mortífera:
– Pareces bastante desesperada, Laura.
Ella se enderezó de inmediato.
– Rye, tengo que pedirte que te vayas y que no te dejes ver por aquí hasta que podamos aclarar esta situación. Anoche, Dan estaba… estaba muy alterado, y si te encontrase otra vez aquí, yo… yo… -Tartamudeó hasta interrumpirse, con la vista fija en la curva fuerte del mentón de Rye, donde las nuevas patillas casi se tocaban con el grueso cuello del suéter, dándole un fuerte e inquietante atractivo-. Por favor, Rye -concluyó, contrita.
Por un momento, creyó que él alzaría el puño y clamaría a los cielos, liberando su ira a duras penas contenida. Pero, en cambio, se relajó, aunque con esfuerzo, y concedió.
– Sí, me iré… pero el niño está dormido.
Su mirada voló hacia la cama infantil, luego otra vez a la mujer, y antes de que Laura pudiese impedírselo, dio una sola zancada adelante, la sujetó por la nuca, manejándola con una sola mano poderosa, y abatió su boca sobre la de ella. Laura apoyó las palmas contra la lana del suéter, y se encontró allí con el corazón retumbando dentro del pecho. Hizo fuerza para alejarlo, pero él la sujetaba tan férreamente que las horquillas de barba de ballena se le incrustaban en el cráneo. Ya le había humedecido los labios con la lengua, antes de que ella hubiese logrado soltarse. Cuando lo hizo, los labios de Laura provocaron un desesperado sonido de succión.
– Rye, esto…
– Shh… -Pasando de la violencia a la ternura, el cambio abrupto la confundió, y la admonición le interrumpió las explicaciones-. Un minuto… me iré en un minuto. -Inflexible, sin soltarle la nuca, la obligó a adelantarse, gesto que se contradecía con el suave y repetido-: ¡Shh!
Laura se quedó donde estaba, si bien algo rígida, con la barbilla de él apretada contra su frente, mientras Rye cerraba los ojos con fuerza. Sintió bajo los dedos el golpeteo del corazón de él, y encerró en los puños la lana áspera del suéter, agarrándola y retorciéndola, como si así pudiese evitar hundirse. Aun así, tanto Rye como ella estaban temblando.
– Te amo, Laura. -Las palabras retumbaron en su garganta, y las rodillas de la mujer temblaron-. Josh… -Lo oyó tragar-. Josh se parece a mi madre -dijo, con voz ronca.
Luego, tan repentinamente como había exigido el beso, se marchó, con un brusco giro y un tirón a la puerta, sin agregar una palabra.
– ¡Vamos!
Pero Ship ya estaba de pie.
Y Laura Morgan se quedó, ansiando poder seguir la orden con la misma libertad que la perra.
Capítulo4
A la noche del sábado siguiente, la casa de Joseph Starbuck estaba radiante de iluminación con aceite de ballena, lo más apropiado para una ocasión en que se celebraba el éxito del viaje de un ballenero.
Cuando Laura Morgan cruzó la puerta principal, creyó entrar en un ámbito mágico de luminosidad artificial, que muy pocas casas de Nantucket podían jactarse de tener por las noches. Los candeleros resplandecían, reflejando los lustrosos suelos de roble y la balaustrada encerada de la escalera. Sobre una mesa de refectorio, en el vestíbulo principal, lámparas más pequeñas arrancaban destellos a un tazón de cristal para ponche, lleno de cerveza, junto a otro que contenía una deliciosa mezcla de nata dulce y vino. Alrededor de la sala, pequeñas lámparas realzaban la colorida gama de vestidos de seda, cuyas faldas se mantenían rígidas sobre aros de huesos de ballena, y que daban a las mujeres la apariencia de deslizarse sobre ruedas.
Dan había estado toda la noche taciturno y sombrío desde el momento en que ayudó a Laura a ajustarse el corsé y le abrochó el vestido. Al alzar la vista, se encontró con que las ballenas del corsé elevaban los pechos más de lo habitual, a lo que contribuía el rígido refuerzo del corpiño del vestido. Su expresión se agrió, y desde entonces estaba así.
La parte delantera del vestido era recatada, rematada por un rígido canesú de plisado estrecho, que iba desde el borde de un hombro al otro, y apenas se curvaba en el centro. Cuando compró el vestido, Laura observó, risueña, que en Nantucket no había forma de escapar a las ballenas… ¡pues hasta parecía un barco ballenero! En verdad, las sombras del plisado parecían las planchas superpuestas del fondo de un esquife. Pero nadie la confundiría con nada que no fuese lo que era: una beldad joven, de hermoso cuerpo, de contornos apenas contenidos en el corpiño.
El vestido de muselina estaba entretejido de franjas de seda color crema entre ramilletes de rosas rosadas, sobre un delicado fondo de hojas verdes. En los bordes de los hombros llevaba rosas artificiales, y desde allí las mangas, también plisadas, bajaban hasta el codo formando un enorme bullón de muselina, sujeto por una cinta rosada.
El vestido destacaba su delicada estructura ósea: la finura de mandíbula, mentón y nariz, y la boca adorable que semejaba una hoja de hiedra en forma de corazón. Los rasgos sutiles hacían parecer sus ojos aún más grandes de los que eran. Llevaba el pelo recogido en la coronilla en un intrincado moño, entrelazado de diminutas cintas rosadas, y con otra rosa sobre la oreja izquierda, de la que partía un grupo de rizos sueltos. En torno al rostro, finos mechones más cortos que el resto se rizaban como un halo castaño rojizo alrededor de las facciones delicadas.
La moda de la época subrayaba más aún la femineidad, con sus cinturas alargadas y faldas voluminosas, que hacían más gordas a las gordas, raquíticas a las delgadas, pero daban a las afortunadas como Laura Morgan la apariencia de muñecas de Dresde.
Sin embargo, en ese momento estaba lejos de sentirse afortunada. Tenía la cintura ceñida como si fuese un desgraciado reloj de arena… ¡y estaba segura de que en medio minuto se quebraría! Un ancho refuerzo de ballena en la parte delantera del vestido ya se le clavaba en el estómago cada vez que se inclinaba, y en el surco entre los pechos cada vez que respiraba. Estaba tan incómoda que se había puesto de mal humor y, peor aún, se sentía mareada.
Jamás asistía a un evento social sin maldecir para sus adentros la rigidez que se veía obligada a soportar. Pero esa noche la ocasión exigía que sonriese con cordialidad y sin quejarse, pues Dan le había advertido que era una cena de negocios, lo cual significaba que acudirían los empleados más importantes de Starbuck, junto con los invitados de honor como el capitán del Omega, Blackwell, Christopher Capen y James Childs, albañil y carpintero contratados por Starbuck para construir los Tres Ladrillos para sus hijos.
La conversación giraba en torno al éxito del Omega y del avance de las casas, que iban bien encaminadas. Laura escuchaba a medias a Annabel Pruitt, esposa del agente de compras de Starbuck, que tenía la costumbre de difundir noticias, incluso antes que el periódico del pueblo. A Laura no le interesaba demasiado que hubiesen traído los ladrillos para las casas desde Gloucester, pero se despertó su atención cuando, de repente, el tema cambió:
– Se dice que el señor Starbuck le ha ofrecido a Rye Dalton una sustanciosa participación en el botín del Omega la próxima vez que zarpe.
La señora Pruitt observó con atención los semblantes de Dan y de Laura Morgan mientras difundía la nueva. Laura sintió que los dedos de Dan se apretaban en su codo, y recorrió con la vista el salón, buscando un banco donde sentarse. Pero un instante después los dedos de Dan se le clavaron con más fuerza, y comprendió que no era la mera mención del nombre de Rye lo que había enervado a su esposo. Le tiró del codo con tanta brusquedad que el ponche se agitó en la copa.
– ¡Caramba, Dan, qué…! -empezó a decir, retrocediendo para no mancharse el vestido y clavándose la ballena en el estómago con ese movimiento.
Pero en ese instante, siguiendo la dirección de la mirada ceñuda de Dan, quedó justificada la incomodidad que padecía para poder estar bella. Ahí, en la entrada, los Starbuck saludaban al recién llegado Rye Dalton. El corazón de Laura dio un vuelco. No pudo evitar quedarse mirando, pues Rye iba ataviado como un figurín… nada de suéter ni chaquetón marinero a la vista.
Llevaba pantalones verde oscuro, un frac del mismo color de cuello alto y rígido, con el detalle de última moda: muescas en las solapas. Mangas largas, ajustadas, que pasaban de la muñeca y cubrían parte de las manos tostadas. El rostro curtido por el mar relucía sobre el albo corbatín que le ceñía el cuello y formaba un lazo pequeño, escondido a medias tras la pechera de la chaqueta cruzada.
Así como el pato silvestre encuentra a su compañera entre la bandada, así Rye encontró a Laura entre el amontonamiento de gente que llenaba el salón. Las miradas de los dos se encontraron, y Laura sintió un golpe de calor en la parte baja del cuerpo. Los dolores de estómago quedaron olvidados; en su lugar la desbordó el orgullo por lo bien que lucía con ese vestido. Cuando esos ojos azules se demoraron en los suyos, y luego la recorrieron abajo y arriba, supo que tenía la boca abierta, y la cerró de inmediato.
Hacía cuatro días que no se veían, y ella no esperaba verlo esa noche. Tampoco esperaba que sus ojos la recorriesen con tal desvergüenza, ni que le hiciera una breve reverencia antes, incluso, de que el lacayo le recibiese el sombrero de copa.
Se apresuró a ocultar sus mejillas ardientes tras la copa de ponche, no sin que antes Dan registrase ese intercambio de miradas. Con semblante ácido, tomó el codo de Laura y la hizo volverse de espaldas a la puerta, rodeándole la cintura y apoyando la mano con su cadera con gesto posesivo que rara vez se hacía en público en esa ciudad en que los fundadores puritanos habían dejado su marca indeleble.
Sabiendo que Dalton los miraba tras sus espaldas, Dan se inclinó en actitud íntima para susurrar en el oído de su esposa:
– Yo no tenía idea de que él estaría esta noche aquí, ¿y tú?
– ¿Yo? ¿Cómo podía saberlo?
– Pensé que, tal vez, te lo hubiese dicho.
Observó atentamente su expresión, para ver si tenía razón.
– Yo… eh, no lo he visto desde el lunes -mintió.
El martes lo había besado.
– Si hubiese sabido que iba a estar, no habríamos venido.
– No seas tonto, Dan. Vivimos en la ciudad, y es inevitable que nos encontremos con él de vez en cuando. No puedes aislarme, de modo que tendrás que aprender a confiar en mí.
– Oh, Laura, confío en ti. Es en él en quien no confío.
Pasó casi media hora antes de que llamaran a los invitados a cenar. Para cuando entraron en el comedor, a Laura le dolía la espalda de estar erguida con tanta rigidez, y empezaba a dolerle la cabeza por la tensión. Por mucho que intentase olvidar que Rye estaba presente, no podía. Parecía que cada vez que se daba la vuelta para conversar con otro invitado, él aparecía en su línea de visión y la observaba desde abajo de esas cejas de dibujo perfecto, sonriéndole con audacia cuando nadie miraba. Ahora tenía el cabello pulcramente recortado, pero había conservado las patillas, que enmarcaba las mandíbulas dándole un intenso atractivo. Había hecho esfuerzos para dejar de mirarlo, aunque con poco éxito y una vez -no estaba segura-, creyó ver que hacía el gesto de un beso hacia ella, pero al mismo tiempo alzaba la copa y el beso, si lo era, se convirtió en sorbo.
Esa noche, estaba de ese talante endiablado y bromista que Laura recordaba tan bien.
Durante la cena, como si los anfitriones hubiesen tenido la intención de contribuir a su desdicha, Dan y ella estuvieron sentados enfrente de Rye, y de una parlanchina rubia llamada DeLaine Hussey, cuyos antepasados habían colonizado la isla, junto con los de Joseph Starbuck.
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