Pero pese al día gris y húmedo, Rye Dalton gozó del lujo desacostumbrado de estar seco y limpio después de cinco años de ser salpicado por olas incesantes y de usar ropas endurecidas de sal.

Llevaba puesto un grueso suéter que le había tejido Laura hacía años, con un cuello que le llegaba hasta el mentón, casi rozándole las patillas que bajaban a su encuentro. Esas patillas tenían un color y una textura bastante parecidos al de la lana, y por las mangas bajaba una greca tejida que parecía delinear la fuerte curvatura de los músculos que cubría. Los pantalones acampanados, sin cintura, hechos de lana negra, sujetos por lazos por dentro de cada cadera, formaban una solapa sobre el estómago, donde metía las manos para abrigarlas mientras cruzaba los adoquines con zancadas largas, masculinas, que separaban la niebla y la impulsaban, rodando, tras él.

Los ladrillos de color salmón de la oficina de contabilidad tenían una apariencia espectral, se esfumaban ante la blancura deslumbrante de la puerta, los marcos de las ventanas y el cartel que resaltaba, incluso bajo ese cielo plomizo. En cuanto la mano de Rye tocó el cerrojo, Ship se sentó sobre la grupa, y se apostó ahí con la lengua colgando y la vista pegada a la puerta.

Dentro, un fuego encendido mantenía alejado el fresco de la primavera y el local bullía de actividad, como pasaba cada vez que llegaba a puerto un barco ballenero. Rye intercambió saludos con muchos conocidos de camino a la oficina de Joseph Starbuck, un individuo jovial, de patillas, que se apresuró a adelantarse con la mano extendida en cuanto él llegó a la puerta.

El apretón de Starbuck fue tan firme como el del tonelero.

– ¡Dalton! -exclamó-. Estoy orgulloso de este viaje que ha hecho. ¡Repleto, y a un valor de un dólar con quince el galón! ¡No podría estar más satisfecho!

– Sí, la verdad, la suerte fue halagüeña -replicó Rye, como se decía entonces.

Starbuck alzó una ceja.

– ¿Y se convertirá en un marino de agua dulce, o saldrá con el Omega en el próximo viaje?

Rye levantó las manos.

– No, basta de caza de ballenas para este tonto. Un viaje ha sido suficiente para mí. Me conformaré con fabricar barriles el resto de mi vida, junto con mi padre, pero aquí, en tierra firme.

– Aunque su parte es bastante jugosa, lo comprendo, Dalton. ¿Está seguro de que no se dejará tentar para salir otra vez… digamos, por un porcentaje de un quinto?

Sin dejar de clavar una mirada perspicaz en el rostro de Rye, Starbuck se dirigió al enorme escritorio de tapa móvil que dominaba la habitación.

– No, ni siquiera por un quinto. Este viaje ya me ha costado bastante.

Starbuck se puso serio, y metió los pulgares en los bolsillos del chaleco, mientras observaba al joven.

– Sí, y lo siento, Dalton. Qué conflicto para un hombre: llegar al hogar y… qué conflicto -clavó la vista en el suelo, pensativo, y finalmente volvió a mirarlo-. Y, por cierto, la señora Starbuck y yo le presentamos nuestras condolencias también por la pérdida de su madre.

– Gracias, señor.

– ¿Y cómo está su padre?

– Ágil como siempre, cortando duelas tan rápido que ese inútil de aprendiz no puede seguirle el paso.

Starbuck rió con ganas.

– Como no puedo convencerlo de que se embarque como tonelero, tal vez pueda persuadirlos a usted y a su padre de que esta vez acepten mi encargo de barriles.

– Sí, será un placer aceptarlo.

– ¡Bien! Les enviaré a mi agente para acordar el precio con ustedes antes de terminar el día.

– Perfecto.

– Supongo que habrá venido a cobrar su parte.

– Sí, eso es.

– Tendrá que ver a su… eh, amigo… Morgan. -El hombre se puso un poco incómodo-. Es mi jefe de contables, ¿sabe? Su oficina está en la planta alta.

– Sí, eso me han dicho.

Starbuck observó el semblante de Dalton ante la mención de Dan Morgan, pero su expresión siguió siendo imperturbable, y se limitó a hacer un gesto afirmativo cortés, haciéndole saber que había entendido. Sacó un cigarro de diez centavos del humidificador, le ofreció uno a Rye, que lo rechazó, cortó la punta y pronto estaba lanzando una nube de humo perfumado.

– En este negocio, existen aspectos que no me agradan demasiado, ¿sabe, Dalton? Un hombre sale de su hogar con las mejores intenciones, tratando de convertirse en un buen proveedor para la esposa, para la familia pero, a menudo, la recompensa es bastante amarga. Sin embargo, no es culpa de ese hombre, ni tampoco mía. ¡Y aún así, me siento responsable, maldición! -Estrelló el puño contra el brazo gastado de su silla de capitán-. Si bien sé que no es un gran consuelo, la señora Starbuck y yo quisiéramos demostrarle nuestro aprecio invitando a mis empleados a una cena en nuestra casa, el sábado por la noche, para celebrar el regreso del Omega. Vendrá, ¿no es cierto?

– Sí, con mucho gusto -sonrió Rye-. Sobre todo si la señora Starbuck tiene pensado servir una comida que no haya preparado mi padre.

Aunque el joven sonreía y bromeaba, Starbuck comprendía el golpe que había sufrido al enterarse de que su mejor amigo le había arrebatado a su esposa. Era seguro que Dalton añoraba muchas más cosas que la comida de su mujer. Y si bien no era mucho lo que podía hacer, le dolía pensar en la situación del joven, y se prometió ofrecerle un generoso contrato para fabricar barriles.


En la planta alta, Rye se acercó al ancho escritorio con anaqueles tras el cual se sentaba Dan Morgan, sobre un taburete alto. Dentro de un quinqué con un reflector en forma de tazón, una vela iluminaba los libros abiertos sobre el escritorio, pues aunque Nantucket vivía del aceite de ballena, rara vez lo usaba para iluminación. Como decía la gente: «¿Para qué consumirlo si puedes venderlo y hacerte rico?». En cuanto sus pasos resonaron en el suelo de pino encerado, Morgan lo miró. La pluma se detuvo, y las comisuras de la boca se curvaron hacia abajo. Pero se levantó y lo recibió de pie.

Rye se detuvo junto al escritorio, con los pies bien separados en una postura a la que Dan aún no estaba habituado, y con los pulgares metidos dentro de la cinturilla del pantalón. De repente, lo intimidó con esa pose de hombre de mar, tan sólida y segura, además de recordarle que Rye le llevaba una cabeza.

También este observó a Dan: después de cinco años, aún estaba delgado y en buena forma. Llevaba una elegante chaqueta de lana peinada de color morado, un lazo impecablemente anudado y le cubría el torso un chaleco de rayas. Vestía como el que goza de seguridad económica y desea demostrarlo, incluso de ese modo discreto.

Por un momento, se preguntó si también Laura estaría orgullosa de la elegancia de Dan en el vestir.

Dejando a un lado los celos, le extendió la mano, y por un instante pensó que Dan le negaría ese gesto de cortesía pero, al fin, Dan se la estrechó brevemente. No pudieron evitar la evocación de sus años de amistad. Dentro de cada uno existía el anhelo de restablecer esa amistad en su vigor original y, al mismo tiempo, la comprensión de que no se podría recuperar jamás.

– Hola, Dan -saludó.

– Rye.

Bajaron las manos. Estaban por completo a la vista y oído de los empleados y subordinados que iban y venían atendiendo sus tareas. Hacia ellos giraban miradas curiosas, y eso los volvía cautelosos.

– Starbuck me mandó aquí a recoger mi parte.

– Desde luego. Te haré la letra de cambio para el banco. No me llevará más de un minuto.

Dan también notó que Rye había adquirido una nueva manera de hablar, propia de los marinos.

Se sentó otra vez en su taburete, sacó un gran libro contable y empezó a registrar una entrada. De pie, Rye le observaba las manos y recordaba los cientos de veces en que habían enganchado la carnada uno para el otro, que iban a arponear tortugas en Humock Pond, o a desenterrar almejas, cuando la marea estaba baja, y compartían lo que habían obtenido, cociéndolo en una fogata abierta en la playa, casi siempre con Laura sentada entre ambos. Contemplaba las manos bien formadas de Dan, mientras trazaba cifras en el libro contable y luego escribía con una elegante cursiva inglesa -manos cuadradas, competentes, con unas finas salpicaduras de cabello claro en el dorso-, y supo que ellas habían conocido tanto a Laura como las suyas. Dentro de él, la antigua lealtad y la nueva rivalidad formaron un torbellino de emociones.

«Amigo, amigo mío -pensó-, ¿ahora tendrás que ser mi enemigo?»

– Puedo decir que has mantenido bien a Laura -dijo, hablando en voz lo bastante baja para que nadie más lo oyese-. Te lo agradezco mucho.

– No es necesario que me lo agradezcas -replicó Dan, sin alzar la vista-. Es mi esposa. -Entonces sí levantó la mirada, con expresión desafiante-. ¿Qué esperabas?

Se enfrentaron sin hablar, conscientes de que a los dos les esperaban días de sufrimiento.

– Por lo que parece, espero una buena pelea por ella.

– Yo no espero semejante cosa. -Dan se levantó y le tendió el cheque, sujeto entre dos dedos en forma de tijera-. La ley me apoya. A ti te declararon perdido en el mar. En tales casos, hay lo que, en términos legales, se llama presunción de muerte, de modo que, de acuerdo con la ley, Laura es mi esposa, no tuya.

– No has perdido tiempo en averiguar los términos legales, ¿eh?

– Ni un día.

«Que haya pelea, pues», pensó Rye, decepcionado por esa declaración. Y, sin embargo, si Dan se tomaba tantas molestias, debía ser porque Laura había arrojado cierta sombra de duda acerca de sus intenciones.

– Entonces, ¿las líneas de batalla están trazadas, viejo amigo? -preguntó con tristeza.

– Dilo como quieras. No renunciaré a Laura ni a mi hijo.

Habló con claridad, y su postura fue inflexible.

De modo que así debía ser. Pero Rye no resistió la tentación de dejar caer un dardo bien dirigido, mientras guardaba el cheque en el bolsillo y saludaba, cortés:

– Envíales mi amor a ambos, por favor, Dan.

A continuación, giró sobre los talones y se marchó.

Pero en cuanto salió, su actitud despreocupada se desvaneció, y en su lugar apareció una expresión seria, mientras se detenía para mirar en dirección a Crooked Record Lane. Ship levantó la cabeza entre las patas y se levantó con dificultad, contemplándolo con mirada paciente. Rye, que parecía no notar la atención de la perra, metió las manos dentro de la solapa del pantalón, y dijo en voz baja:

– Bueno, Ship, aparentemente ella es en verdad su esposa. ¿Y qué podremos hacer al respecto, compañera?

La perra abrió la boca y levantó la vista hacia Rye esperando una señal. Al fin, el hombre se volvió de espaldas al lugar que había estado mirando y se encaminó en dirección contraria, acompañado por el repiqueteo de las uñas caninas mientras cruzaba la plaza.

Pero no habían andado diez metros cuando unos pasos que se aproximaban resonaron, fantasmales, y se detuvieron delante de ellos. Rye alzó la vista y detuvo la marcha. Los ojos rodeados de arrugas del padre de Dan estaban relajados en ese día nublado, y las líneas que irradiaban desde las comisuras eran de un blanco asombroso en contraste con el rostro de color caoba. Estaba más delgado, y tenía menos cabello que nunca. Por un momento, ninguno de los dos habló, y luego, el placer de volver a ver a ese hombre, al que quería hacía tanto tiempo, impulsó a Rye a adelantarse.

– Hola, Zach.

Le tendió la mano, y Zach avanzó para estrechársela. Las tenía duras, correosas, propias de un pescador que había cargado velas y redes toda su vida. Estaban tan tostadas por el sol y curtidas por la sal, que habían adquirido el color y la textura del jamón curado en salmuera.

– Hola, Rye. -El apretón fue breve, pero capaz de romper huesos-. Me enteré de las noticias. – Por encima del hombro del joven, Zachary Morgan echó una mirada fugaz a la oficina donde trabajaba su hijo, y luego, miró a Rye con expresión incómoda-. Me alegro de saber que, a fin de cuentas, estás vivo.

– Sí, bueno, me alegro de estar en tierra firme, se lo aseguro.

Entre los dos flotaban las cosas no dichas. Compartían una historia que los impulsaba al cariño, pero existían nuevos obstáculos entre ellos

Zach se acuclilló para rascar la cabeza de Ship.

– Ah, la muchacha está contenta de haberte recuperado, ¿no es así, Ship? Pasó mucho tiempo sin verte. -La perra representaba una distracción, pero sólo por unos momentos. Cuando Zach se incorporó, la incomodidad seguía presente-. Lamento lo de tu madre, Rye.

– Sí, bueno, las cosas cambian, ¿no es así?

Las miradas se encontraron, se dijeron cosas. «Y ahora, mi hijo es su nieto -pensó Rye-, y la madre de mi hijo, su nuera. No podré seguir entrando y saliendo de su casa como solía hacerlo».

– Pero mi padre me contó que su esposa está saludable y vigorosa.