– ¿Es muy lejos?
Aunque temía decirle la verdad, supo que una mentira no haría más que empeorar las cosas.
– Sí, es lejos.
– ¿Tenemos que tomar el ferry para llegar?
«Oh, mucho más que el ferry, Josh», pensó, pero sólo respondió:
– Sí.
– ¿Podré ver a Jimmy?
– Bueno… no lo verás, pero harás amigos nuevos en ese lugar al que iremos a vivir.
– No quiero amigos nuevos. Quiero quedarme aquí con Jimmy, con papá y contigo.
La hostilidad había desaparecido del rostro de Josh, y las lágrimas que había estado conteniendo colgaban de las pestañas doradas y resbalaban por las mejillas enrojecidas.
Laura lo atrajo hacia ella y lo hizo meter la cabeza bajo su mentón. Abrazándolo a Josh, se preguntó cómo le haría comprender hasta que, de pronto, recordó algo que había dicho Rye y se volvió hacia él.
– ¿Es seguro que Josiah va con nosotros?
– Sí. Dice que sus huesos ya no soportan más humedad y niebla, aunque sospecho que no quiere perderse la aventura.
Si bien la idea de llevar a Josiah era grata, no disipaba la nube con que el rechazo de Josh envolvía sus planes.
Tratando de captar la aprobación del hijo, Rye le preguntó:
– Josh, ¿te gustaría volver a conducir?
Pero el niño negó con la cabeza y se apretó más contra la madre. Daba la impresión de que toda la confianza erigida con tanta paciencia entre padre e hijo había sido inútil. «Señor -pensó Laura-, ¿las cosas nunca serán fáciles?»
¿Siempre habría obstáculos entre ella y Rye?
Capítulo21
*Una tarde de finales de enero, fría y nublada, una carreta arrastrada por una vieja yegua alazana se detuvo al pie de la colina de Crooked Record Lane, cargada con la ropa y demás pertenencias de Dan Morgan. Para Laura habría resultado más fácil si hubiese podido estar ausente, pero también sería una cobardía. Mientras se sujetaban los últimos objetos, permaneció de pie junto al vehículo hasta que Dan se dio la vuelta y se detuvo junto a ella ajustándose los guantes. Echó un vistazo a la casa, luego hacia la bahía helada y otra vez se colcocó los guantes sin necesidad.
– Bueno…
La palabra quedó flotando en el aire helado como el tintineo de una campana en un bosque invernal.
– Sí, bueno…
Laura extendió las manos y luego se las estrujó, nerviosa.
– En realidad, no sé bien qué decir en un instante como este.
– Yo tampoco -admitió Laura.
– ¿Te he dado las gracias otra vez por salvarme la vida?
No parecía amargado sino resignado.
– Oh, Dan… -Advirtiendo que estaban rígidos como soldados de madera, le apoyó una mano en el antebrazo-. Sin duda, ya sabes que no es necesario darlas.
Dan fijó la vista en el hombro derecho de la mujer, y ella, en los ojos de él. Dirigiendo una mirada hacia la casa, dijo con falsa animación:
– Arreglé ese gozne suelto de la puerta de atrás, y puse una cuña bajo la pila seca para que no se balancee más.
– Sí, gracias.
– Y recuerda que, si necesitas algo…
Pero, a partir de entonces, Rye se encargaría de cualquier cosa que necesitara.
– Lo recordaré.
– Dile a Josh que lamento no haberle dicho adiós, pero que cuando vuelva de la casa de Jane volveré a verlo.
– Se lo diré.
– Bueno… -Guardó silencio durante un prolongado momento, hasta que volvió a pronunciar la misma palabra, en tono apenas audible-. Bueno.
Enderezó los hombros pero en ese preciso momento lo atacó un espasmo de tos, último vestigio de la enfermedad.
– Dan, no te hace bien estar en el frío más tiempo del imprescindible. Es preferible que te vayas.
– Tienes razón. -Al fin las miradas se encontraron y, por un instante, creyó que la besaría. Pero no hizo más que un gesto formal con la cabeza, subió a la carreta y dijo con sencillez-: Adiós, Laura.
– Cuídate, Dan.
La carreta se puso en marcha y ella se quedó con la vista clavada en la espalda de Dan hasta que un escalofrío le recordó que no tenía guantes ni sombrero. Envolviéndose en la capa, fue andando hacia la casa con la mirada en el sendero de conchillas cubierto de hielo. Cuando la puerta se cerró tras ella, suspiró, se apoyó en ella y cerró los ojos, sintiéndose un poco abatida y culpable por algo que no podía definir del todo. El silencio de la casa la abrumó, y abrió los ojos para observar la sala, notó que faltaba el humidificador de Dan sobre la mesa, el abrigo y el sombrero del perchero que estaba junto a la puerta, el asentador de navajas del gancho…
Pero, tras la culpa, llegó un inmenso alivio. Sola. ¿Cuánto hacía que no estaba sola? Tener tiempo para ella le daba una lujosa sensación revitalizadora. Nadie para quien cocinar. Nadie que necesitara cataplasmas en el pecho, que le atara los zapatos, que le besara las lastimaduras. No había miradas que encontrar o eludir.
De repente, agradeció la ausencia de Josh… ¡la de todos! Muchas veces se había preguntado cómo se sentiría en un momento así, y jamás esperó que fuera una sensación de alivio e ingravidez. Cuando era niña, había gozado de una gran libertad, la disfrutó y, en ese momento tomó conciencia de lo mucho que había cambiado su vida al casarse con Rye, dar a luz a Josh y después casarse con Dan. Siempre tenía a alguien cerca, alguien que se apoyaba en ella o en el que ella se apoyaba. Y ahora, por breve tiempo, no había nadie.
Se sintió renacer.
Se dio el lujo de poner tres troncos a la vez en el hogar, vertió una generosa ración de sidra y la puso a calentar, cerró la puerta del dormitorio para dar más intimidad al cuarto principal, empujó una silla tapizada de respaldo alto desde el otro extremo de la sala hasta la chimenea, cambió la vela de esperma por una de laurel, buscó un mullido almohadón de plumón de ganso que arrojó sobre el asiento, se quitó el delantal y buscó algo que leer. Encontró una edición de hacía tres meses de Fireside Companion, que no había tenido tiempo de abrir.
Dos horas después, cuando llamaron a la puerta, se había adormecido en su refugio acogedor. Se estiró, flexionó y, con desgana, se levantó de la silla para ir a abrir con los pies metidos sólo en los calcetines.
En el umbral estaba Rye, ataviado como de costumbre con su chaquetón marinero y la gorra de lana.
– Hola. He venido a hacer las tareas.
– ¡Oh!
Los ojos de Laura expresaron sorpresa.
– Bueno, ¿vas a dejarme pasar o no? Aquí afuera hace frío.
– ¡Oh, sí, claro!
Lo dejó pasar, cerró la puerta tras él y se apresuró a buscar el cubo para agua al otro lado del cuarto. A mitad de camino, Rye vio la silla, el almohadón y el libro, los zapatos abandonados, vio que la mesa había sido apartada de su sitio habitual hasta cerca de la silla, con una vela de laurel y una jarra encima, al alcance de la mano.
Sin decir palabra, recibió el cubo y salió al fondo. Cuando volvió, subió el cubo lleno a la pila seca, echó un vistazo a la alcoba y a la puerta del dormitorio
– ¿Dónde está Dan?
– Se fue.
– ¿Se fue?
Miró a Laura con vivacidad, y le pareció crispada, de pie junto al borde opuesto de la mesa, como si quisiera interponerla entre los dos.
– A casa de su madre.
– ¿A visitarla?
– No, para siempre.
La mirada de Rye se posó en el sitio donde solía estar el humidificador, y luego caminó hasta la puerta del dormitorio y la abrió de par en par. Laura vio que la mirada del hombre hacía el inventario del cuarto y que luego giraba sobre los talones y se volvía hacia ella.
– ¿Se mudó?
Asintió sin hablar.
– ¿Y dónde está Josh?
– En casa de Jane.
Sin añadir palabra, Rye cerró la puerta y salió de nuevo para volver a los dos minutos con una enorme brazada de leña que depositó en la leñera, antes de salir a buscar más. Tras el tercer viaje, la caja estaba repleta y se sacudió las cortezas de las mangas, para luego darse la vuelta, manifestando impaciencia en cada músculo del cuerpo.
– Hace falta remover el sendero del fondo. No llevará mucho tiempo.
Cuando salió, Laura puso más sidra a entibiar, echó otro leño al fuego y puso a cocinar una tripa de picante salchicha de cebada.
Cuando se abrió de nuevo la puerta del fondo, Rye se detuvo a preguntar:
– ¿Hay alguna otra tarea que haya que hacer hoy?
– No, eso es todo.
Rye titubeó al ver que Laura alzaba un brazo hacia la repisa de la chimenea, pero de espaldas a él.
– He puesto salchicha a cocinar, por si quieres quedarte.
– ¿Es una invitación?
– Sí. -Por fin, se dio la vuelta y lo miró-. A cenar.
La sugerencia era clara y, por un instante, ninguno de los dos se movió. Luego, Rye fue hacia el fuego mientras se desabotonaba la chaqueta con una mano. Se la quitó y la arrojó por encima de la mesa, mirando hacia la silla mientras le daba la vuelta.
– Al parecer, alguien ha estado pasando una tarde apacible aquí.
Se detuvo junto al brazo de la silla, se ladeó desde la cadera y recogió la revista que estaba sobre el almohadón.
– Lo confieso: y ha sido maravilloso.
Sin dejar la revista, descubrió la vela, la taza y el delantal tirado sobre la mesa al lado de la chaqueta.
– Sí, ya veo. -Se le levantó una comisura-. ¿Te molesta si yo pruebo?
– Para nada. Pero no te pongas demasiado cómodo.
Rye sacó el almohadón y se sentó con el blando objeto sobre el regazo, observando cómo servía la sidra caliente.
– Ten, creo que te vendrá bien.
Le ofreció la jarra, que Rye fue a recibir con las dos manos, aunque aceptó la bebida con una y aferró la muñeca de ella con la otra. Giró para dejar la jarra sobre la mesa, y atrajo a Laura a su regazo.
– Te diré lo que me vendría bien. -Laura aterrizó sobre el almohadón con ruido sordo-. Y no es una taza de sidra.
Rye aún llevaba puesta la gorra de color azul marino, que se apoyaba sobre el alto respaldo de la silla, mientras que sus codos estaban apoyados con gesto indolente en los brazos de la silla, y las manos en la cintura de la mujer.
– ¿Y entonces, qué? -preguntó, con una voz tan suave como el siseo del fuego.
Los labios de Rye se entreabrieron. Clavó la vista en la boca de ella. Las manos rudas soltaron la cintura y subieron por las mangas del vestido hacia los omóplatos, para atraerla contra su pecho. Laura cayó sobre ese nido confortable, con una mano apoyada sobre el corazón de él, contemplando ese rostro que se inclinaba hacia ella. Antes de que sus labios la tocaran, sintió un tumultuoso palpitar bajo el grueso tejido del suéter. Al principio fue menos que un beso, más bien una reunión después de una larga separación, un saludo de bienvenida de la boca que se posaba sobre la de ella con toda levedad. La punta de la nariz de Rye rozó la mejilla de Laura, aún fría, como los labios que avanzaban en lánguida exploración sobre los de ella, y el aliento tibio dejaba un rocío sobre la piel. Entonces, la cabeza de la mujer empezó a moverse de lado a lado, en respuesta a los movimientos de él, y sólo los bordes de los labios se rozaban, como si quisieran volver a reconocerse. Las puntas de las lenguas se encontraron, humedeciendo los contornos de las bocas. El beso creció, se ahondó, y con cada giro del cuerpo, Laura iba buscando los tensos músculos del cuello, deslizando la palma en el interior del cuello alto del suéter, al tiempo que él pasaba la mano bajo las rodillas de ella para colocarlas sobre el brazo de la silla.
El ardor del beso empezó a crecer minuto a minuto, hasta que la lengua del hombre rozó el interior de la boca de ella, y la mujer hizo lo mismo. Encerrada en sus brazos, sintió que la mano bajo las rodillas las separaba y se deslizaba por el dorso del muslo hasta la nalga, donde apretó, tibia y firme, reconociendo de nuevo sus contornos, mientras el beso pleno y mojado le sacudía los sentidos. La mano de Laura subió del cuello de Rye al cabello, y le quitó sin mirar la gorra para entrelazar los dedos entre las gruesas hebras de la nuca.
Mucho después, cuando los primeros besos y las primeras caricias habían encendido la pasión de las emociones, Rye levantó la cabeza y miró los ojos castaños de suave brillo, y susurró en voz ronca:
– No puedo creer que, por fin, estemos solos.
Laura le acarició la cabeza, moviendo los dedos entre el cabello, que desprendía esa fragancia de cedro.
– Hace cinco meses, dos semanas y tres días.
– ¿Nada más?
– Pero Rye, antes de que tú llegaras yo estaba…
– Después. Hablaremos después.
La boca se abatió otra vez sobre ella y la hizo darse vuelta de modo que uno de sus pechos se apretaba contra él, y el otro quedaba libre. Laura contuvo el aliento mientras Rye sacaba el brazo de abajo de sus rodillas y le rozaba lentamente el muslo, la cadera, el torso, hasta aferrar la carne flexible y tibia en la palma de la mano. Le recorrió el cuerpo un estremecimiento de deleite cuando le acarició el pecho, oprimiéndolo y soltándolo varias veces mientras su lengua se le hundía en la boca y la de ella bailaba una danza alrededor. A través de la tela de algodón que cubría su ropa interior, los dedos de Rye exploraban el pezón erguido hasta que se endureció más por el deseo.
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